viernes, 26 de junio de 2009

HOMENAJE A BENEDETTI


Caricatura de Rolando Ramirez

Mario Benedetti:
Balance y responso

Por: Osvaldo Gallone




Con el recientemente fallecido escritor uruguayo Mario Benedetti se operó un fenómeno que trasciende ampliamente el campo literario. Su figura y su obra se fusionaron en un solo polo de atracción con el que se identificaron millones de lectores, en particular jóvenes, de todo el mundo hispano. Pero esta evidencia no debe malograr la formulación del juicio crítico equilibrado y lúcido que reclama su vasta literatura, no pocas veces tratada con injusticia.

Mario Benedetti (1920-2009) fue tocado por el ángel de la masividad; vale decir, por el anhelo, la dicha y la maldición de cualquier escritor. Hay un perfil romántico –incluso aleccionador y vagamente compensatorio– del que están dotados la obra ignorada y el autor de culto minoritario. En cambio, la repercusión unánime abarata en la misma medida en que suscita un visaje de inocultable sospecha. Acaso por ello la crítica, en términos generales, ha oscilado respecto de Benedetti entre dos extremos poco aconsejables: la severidad condenatoria y la resignada complacencia.

El crítico Robert S. Thornberry señala: “Existe una tendencia lamentable a dejar que la simpatía o la aversión hacia el hombre y su leyenda mermen la facultad crítica”. En el caso de Benedetti, aversión y simpatía, hombre y leyenda, son categorías que se constituyen bajo la forma de una repercusión inédita respecto de la cual se pueden rastrear pocos antecedentes.

Elogio de la brevedad

Integrante de la llamada “generación del 45” (a la que pertenecen, entre otros, escritores de la talla de Onetti o Idea Vilariño, y maestros de la crítica como Emir Rodríguez Monegal y Homero Alsina Thevenet), una de las características de Benedetti es su acendrada inclinación al eclecticismo: durante su vida cultivará la narrativa, la poesía, la crítica, el periodismo y la dramaturgia con suerte y resultados necesariamente dispares.

Un libro publicado en 1959, Montevideanos, probablemente sea uno de los puntos más altos de su producción y una prueba palmaria de que el cuento es uno de los géneros que mejor domina. Su registro de prosa coloquial y sencilla encuentra allí el formato que más le conviene. Y justo sería reconocerlo como precursor de un subgénero: en este momento en que un número alarmante de escritores trata con ímprobo ahínco de pergeñar su cuentito de fútbol para tener cabida en alguna antología compilada por un relator o comentarista deportivo, ya en 1959 Benedetti escribió uno de los más soberbios cuentos de fútbol que existen: “Puntero izquierdo”.
Algunos relatos de Benedetti pueden, sin duda, figurar en las antologías más rigurosas del género: “Los pocillos” (que tuvo una dignísima versión cinematográfica dirigida en 1975 por Alberto Fischerman y con ponderables actuaciones de Norma Aleandro y Lautaro Murúa. “Los pocillos” fue parte de un tríptico que se completaba con “Cinco años de vida”, dirigido por Luis Puenzo, y “Corazonada”, a cargo de Carlos Galettini; los tres episodios basados en cuentos de Benedetti en la película titulada Las sorpresas), “Esa boca” o “El otro yo”. Por otra parte, Montevideanos le otorgó a Montevideo carta de ciudadanía literaria, una ciudad recreada a escala doméstica, burocrática y cotidiana, encarnada en los pequeños destinos y las tragedias del día a día, pintada con un matiz tan equidistante del hiperrealismo como del verismo documental.

Que la cuerda que mejor pulsa Mario Benedetti es la prosa breve lo demuestran, paradójicamente, sus dos mejores novelas, que son novelas cortas: Quién de nosotros (1953) y La tregua (1960, llevada al cine en recordada versión por Sergio Renán en 1974, con guión del propio Renán y Aída Bortnik, y notables actuaciones de Héctor Alterio, Ana María Picchio, Antonio Gasalla y Walter Vidarte, entre otros). El opaco destino de Martín Santomé, a quien la vida le ofrece una tregua de amor (breve, con fecha de inexorable vencimiento), o las evoluciones de un triángulo amoroso (en Quién de nosotros, estructurado a partir de los monólogos de los tres personajes, a la manera del récit gideano) se recortan sobre el fondo que Benedetti mejor conoce y que le sirve para diseccionar como pocos la clase media montevideana: la oficina y el hogar.

Por el contrario, en las novelas de más largo aliento (a diferencia de lo que ocurre con un excelente novelista uruguayo, contemporáneo de Benedetti y prolijamente olvidado: Carlos Martínez Moreno) la prosa se le desdibuja y el argumento central y ordenador se disgrega en una espiral de motivos accesorios que no acceden a una cabal resolución. El ejemplo más claro de estos límites de Benedetti es Gracias por el fuego, publicada en 1965 y llevada al cine en 1983 por Sergio Renán (con guión propio y de Juan Carlos Gené: filme olvidado y olvidable pese a los esfuerzos interpretativos de Víctor Laplace, Alberto Segado y esa formidable actriz que fue Bárbara Mujica). No resulta solvente ni verosímil el destino de ese desdichado Ramón Budiño, un tímido progresista que intenta rebelarse contra un padre tan malvado que deviene caricatura. Probablemente, la inverosimilitud (y, por lo tanto, el fracaso) de la novela se halle en relación directa con el visible esfuerzo del autor por dotar a los Budiño de las características de símbolos sociales, lo que probaría que nada conspira tanto contra la literatura como la deliberación, el laborioso voluntarismo de la “obra con mensaje”.

Los ensayos de Benedetti, en cambio, proponen, en sus mejores momentos, un ejercicio de reflexión y balance a partir del manejo de la metodología interdisciplinaria que va desde la crítica literaria hasta aportes de la sociología, pasando por una intuición certera y una inequívoca voracidad libresca que lo lleva a utilizar con pericia conceptos como el de los “vasos comunicantes” para relacionar con fluidez obras de caracteres aparentemente disímiles. Prueba de ello son los ensayos que seguramente trascenderán los límites de la urgencia periodística o la perentoriedad de la hora: El país de la cola de paja (1960), Literatura uruguaya del siglo XX (1963), Letras del continente mestizo (1967) o El recurso del supremo patriarca (1979). Cabe destacar un rasgo infrecuente en la ensayística latinoamericana: la generosidad con la que Benedetti se ocupa de la obra de sus contemporáneos, algo inusual en un ambiente en el cual el colega más apreciado (y, por ende, el menos peligroso) es el colega muerto.

A beneficio de inventario

El lugar común reserva para la poesía un sitio en el limbo de los productos suntuarios: la poesía no se vende (el complemento de la sentencia es tácito, pero inocultable: y entonces, ¿para qué se escribe?). El verdadero milagro de Mario Benedetti consiste en que su popularidad se debe a su condición de poeta. Y los milagros, como la fe, resultan arduos de explicar racionalmente.

Para abusar de una metáfora remanida, pero no por ello menos certera, se puede afirmar que con Benedetti la poesía baja a la calle, pero sería necesario añadir que en este caso la metáfora no es tal, sino que se transforma en un hecho objetivo y tangible. Baja a la calle, se transforma en afiche y se incorpora con pasmosa naturalidad a la memoria colectiva y a la sensibilidad popular. Imposible elaborar una estadística al respecto, pero pocos habrán sido los adolescentes de la década del 70 que no tuvieran un póster que reprodujera los versos de “Todavía”, “Chau número tres”, “Táctica y estrategia” (ese memorable diálogo de amor entre Martín Santomé y Laura Avellaneda) o “Te quiero”. Si en la década del 60 no hubo muchacha que no se sintiera –aunque más no fuera por cinco privilegiados minutos– la Maga de Rayuela, en los 70 no hubo muchacho que no declarara amor eterno mezclando en la torpe enunciación algún límpido verso de Benedetti.
Se puede pensar que el esquema poético utilizado con frecuencia por Benedetti –la redondilla– es el ideal para que la memoria retenga la rima y la cadencia de los versos. Pero hay poesías que escapan a ese esquema y son recitadas como una plegaria; por ejemplo, “Corazón coraza”. Se puede pensar que –a la manera de la juglaría– no hay mejor abrigo para los versos que el ropaje musical, en tanto que, como bien advierte la copla, “el verso sin el concierto / no es más que conversación”. Y Benedetti tuvo, holgadamente, quien lo cantara: desde Daniel Viglietti hasta Nacha Guevara, pasando por ese muy buen trabajo discográfico de 1985 debido a Joan Manuel Serrat y titulado El Sur también existe. Pero no todo poeta musicalizado alcanza la demoledora difusión de Benedetti. Acaso su poesía encuentra arraigo en ese milagro de identificación entre autor y lector. No en vano Manuel Machado señalaba que no hay gloria mayor que la de aquellos poemas que la gente repite ignorando el nombre del autor.

Aún hoy, los Poemas de la oficina, de 1956; Próximo prójimo, de 1965; o Poemas de otros, de 1974, se encuentran entre lo mejor y lo más representativo de su obra. No es menos cierto que a partir de determinado momento, por la lógica de la demanda o la precipitación en la abundancia, deja de escribir poemas para producirlos; la distancia entre ambos gestos resulta abismal y sus últimos libros (Rincón de haikús, El olvido está lleno de memoria, Insomnios y duermevelas) son clara prueba de ello. Como contrapartida, hojear alguna vieja edición de Inventario (título que agrupa las recopilaciones sucesivas de su poesía) supone reencontrarse con el mejor Benedetti: aquél cuya sensibilidad poética confluye con la de su lector. No es poca cosa como legado, no es un logro menor como poeta.

http://www.eldiplo.info/mostrar_articulo.php?id=923&numero=79

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