viernes, 23 de julio de 2010

La Revolución Ideológica en el Siglo XVIII

Antonio García Nossa
Caldas 

La insurrección de los Comuneros constituyó el punto cenital en la parábola de la pre-revolución de independencia, en cuanto se fundamentó en la movilización de las clases más oprimidas de la sociedad neogranadina y en la presencia del patriciado criollo, en la negación práctica y revolucionaria de la soberanía del rey, y en el agresivo pronunciamiento tanto militar como político pero lo fue también -en el plano de la cultura- la insurgencia de un nuevo espíritu y de un nuevo pensamiento en las postrimerías del siglo XVIII.
En el ámbito de la vida espiritual y del conocimiento, ocurrió un cambio revolucionario: la iniciación del salto histórico -en diversos planos de la actividad intelectual e ideológica de la Nueva Granada- entre el escolasticismo medieval anclado en las universidades conventuales e infranqueablemente cerrado a la infl uencia del Renacimiento europeo y a los varios siglos de incubación del pensamiento racional y científico y la filosofía naturalista, inspirada en el ascenso auroral de las nuevas ciencias de la naturaleza y en la victoriosa invasión del conocimiento matemático. Precisamente en estas últimas décadas del siglo XVIII, fue apareciendo, con luz propia, ese espíritu fi losófi co-científi co que se nutría con la física, la astronomía, la geografía, la botánica, las matemáticas, en audaz y abierto repudio de las “fútiles cuestiones de la Teología Escolástica”, al decir del Fiscal Protector de la Real Audiencia Francisco Antonio Moreno y Escandón y del propio Arzobispo-Virrey Caballero y Góngora, y desde luego, de los más eximios valores del patriciado criollo que conformaron la élite científica, filosófica e ideológica de la pre-revolución de Independencia y de la revolución nacional de Independencia: José Félix de Restrepo, Francisco Antonio Zea, Francisco José de Caldas, Camilo Torres, Eloy Venezuela, Ulloa, Pombo, Herrera.

Francisco Antonio Zea

La impetuosa y valiente irrupción de este nuevo pensamiento -que se atrevía a cuestionar y desbordar la fi losofía escolástica ofi cializada en los seminarios y universidades de las comunidades religiosas- no sólo implicó un cambio sustancial -auténticamente revolucionario- en las formas del conocimiento, sino un abierto y rápido despliegue en dos nuevas y audaces direcciones: una, hacia el descubrimiento de la naturaleza y de las condiciones físicas del hábitat patrio; y otra, hacia la infl amada participación en los acontecimientos revolucionarios enderezados, inequívocamente, a la transformación de esa realidad, tanto física como histórica.
Esta era una de las más trascendentales características de esta generación precursora y lúcida -a la que también pertenecieron Pedro Fermín de Vargas y Antonio Nariño- que no se limitó a romper con el sistema oficial y absolutista de pensamiento, sino que abrió valerosamente el camino de la filosofía naturalista –localizada en mitad de camino entre la filosofía y las ciencias de la naturaleza- y que no se dejó absorber por la investigación científica y por el ensimismamiento que genera el análisis taxonómico de las especies y la observación en laboratorio, sino que se alistó, generosamente y sin vacilaciones, en la causa de la revolución nacional de Independencia. Esta es, desde luego, una de las más profundas lecciones de la pre-revolución de Independencia -cuyos protagonistas en el ámbito de la cultura se llamaron Caldas, Zea, Torres, Valenzuela o Pedro Fermín de Vargas- que no ha sido adecuadamente comprendida por quienes, en el confuso mundo de hoy, ven la ciencia -de la naturaleza, de la sociedad y del hombre- como una actividad puramente formal y descriptiva, que se refugia en una academia de invernadero -fuera del tiempo y del espacio- y que no se compromete con las grandes causas de transformación de la realidad y de la historia.
En este proceso de innovaciones revolucionarias, desempeñó un papel sustancial el magisterio de José Celestino Mutis, la fundación de la Expedición Botánica en 1783 y las reformas en la enseñanza de la filosofía, las ciencias naturales y matemáticas en algunos de los más importantes seminarios y colegios mayores en Popayán y en Santa Fe de Bogotá; los planes de reforma educacional de Guirior, de Moreno Escandón y del Arzobispo Caballero y Góngora y, finalmente, el aparecimiento de una nueva y vigorosa bibliografía nacional filosófica, política y naturalista. En este ciclo de la pre-revolución de Independencia, Caldas sentó las bases de la geografía social y tanto Pedro Fermín de Vargas como Francisco Antonio Zea iniciaron unas depuradas formas de pensamiento -entre la reflexión filosófica y el análisis de la Economía Política- que sólo fueron certeramente desarrolladas en el ciclo de la revolución anticolonial y anti absolutista de 1850.
A principios del siglo XIX, los botánicos, geógrafos, astrónomos, matemáticos, se habían incorporado en las primeras manifestaciones del movimiento emancipador y habían asumido la riesgosa ocupación de redactar el Diario Político.[2]1 Florentino Vezga -al referirse a esta misión transformadora de las ciencias naturales a partir del magisterio de José Celestino Mutis, en su cuidadoso estudio sobre La Expedición Botánica- escribía, con razón, que este proceso de la inteligencia universitaria de la Nueva Granada, no sólo se había “marcado el principio de la ciencia, sino que se habían echado los fundamentos de nuestra independencia nacional”.
En el ingenuo testimonio de Caldas sobre la orientación de su maestro José Félix Restrepo en el Seminario de Popayán, explicaba el sentido de los nuevos cursos de filosofía naturalista: Me apliqué bajo su dirección -escribía el geógrafo, matemático y astrónomo neogranadino- al estudio de la aritmética, la geometría, la trigonometría, el álgebra y la física experimental, porque nuestro curso de filosofía fue verdaderamente un curso de física y matemática. Desde cuando el Virrey Guirior le encomendó la complicada tarea de elaborar un Plan y método de estudios para la sociedad neogranadina, el Fiscal Protector de la Real Audiencia Moreno y Escandón había planteado este problema de la orientación de la enseñanza: Si en todo el orbe sabio,[3] ha sido necesaria la introducción de la filosofía útil, purgando la lógica y metafísica de cuestiones inútiles y reflejas y substituyendo a lo que se enseñaba con nombre de Física, los sólidos conocimientos de la naturaleza, apoyados en las observaciones y experiencias; en ninguna parte del mundo parece ser más necesaria que en estos fertilísimos países, cuyo suelo y cielo convidan a reconocer las maravillas del Altísimo depositadas a tanta distancia de las sabias academias, para excitar en algún tiempo la curiosidad de los americanos. Esto es puntualmente lo que sucedería (el agravio a la pequeña porción de jóvenes que entran a los colegios a cultivar sus entendimientos, según el texto del propio Moreno y Escandón), manteniendo aún todavía en las Escuelas la Filosofía de los siglos anteriores. Nada tiene de Física -agregaba en la valiosa crítica a la enseñanza tradicional- cuanto aquí se ha enseñado en nuestras Escuelas con este nombre: parece que de propósito se ha olvidado el examen de la naturaleza y contentándose con algunas expresiones generales, se fue introduciendo un lenguaje filosófico totalmente opuesto al de la verdadera filosofía y sin tratar de la naturaleza, que es el instituto de la Física. Subrogando cuestiones abstractas, que disponían a los estudiantes para otras fútiles cuestiones de la Teología Escolástica, de donde resulta que siendo una física inútil para los verdaderos teólogos, se hacía extremadamente perjudicial para los estudiantes que debían seguir otras carreras. Finalmente recomendaba continuando el análisis crítico hecho con tanta sabiduría por el olvidado filósofo de la historia Jorge Rodríguez Páramo-[4] no ya la enseñanza del sistema copernicano, ni la enseñanza de la phisica o de las matemáticas, sino la enseñanza de la moral, en cuanto el estudio de la Ética había sido desterrado de las escuelas.
Desde el punto de vista de la situación económica y de los prehistóricos niveles de la cultura tecnológica en el Virreinato, Moreno y Escandón consideraba que el atraso agrícola, minero y comercial, no era efecto de la política colonial de la Corona, sino producto de una especie de ignorancia voluntaria y de una educación orientada hacia el estudio de cuestiones estériles y puramente especulativas, concepto que reproducirá más tarde el Arzobispo-Virrey Caballero y Góngora en su Relación de Mando. Para que resulta de este importante estudio toda la utilidad que se desea introducir en la vida civil -concluía como reflexión última de su Plan de reformas- se deben evitar las cuestiones estériles y puramente especulativas, que no dejan jugo alguno al corazón del hombre. Este será el origen en donde saldrá el influjo universal para el fomento de la agricultura, de las artes y del comercio de todo el Reino, cuya ignorancia lo tiene reducido al mayor abatimiento. Era evidente que en esta concepción de uno de los más altos e implacables fiscales de la Real Audiencia de Santa Fe –criollo americano como Francisco Antonio Zea y Antonio Nariño- soplaban los frescos vientos del racionalismo filosófico, pese a que el Fiscal Protector militaba en la línea
del absolutismo político y en la inquebrantable fidelidad a la causa del Imperio.
Desde luego, estas tendencias de liberalización de la enseñanza superior y de apertura a las nuevas corrientes del pensamiento científico europeo, se apoyaban en ciertas líneas de orientación del despotismo ilustrado y en posiciones tan críticas -frente a los colegios y universidades conventuales- como los expuestos en 1776 Manuel de Guirior en su Relación de Mando:[5] No obstante la repugnancia manifestada por algunos educandos en el antiguo estilo -decía el Virrey- y principalmente por los conventos de regulares, que habiendo tenido hasta ahora estancada la enseñanza en sus claustros contra la prohibición de las leyes, sentían verse despojados y sin poder mezclarse en unas enseñanzas para que necesitaban aprender de nuevo, se ha dado principio al método establecido en los dos colegios que tiene esta ciudad, sin permitir que la juventud acuda sino a estas cátedras como públicas; con tan feliz suceso, que en sólo un año que se ha observado este acertado método se han reconocido por experiencia los progresos que hacen los jóvenes en la aritmética, álgebra, geometría y trigonometría, y en la jurisprudencia y teología, tomando sus verdaderos principios en la lección de los Concilios, antiguos cánones, Sagrada Escritura y Santos Padres, para que imbuidos en sanas doctrinas, puedan ser útiles en lo temporal y espiritual al Estado, que aprovechará el fruto de los ingenios fértiles y perspicaces que produce este Reino, y que por falta de un buen cultivo han quedado muchos sin ejercicio sepultados en el olvido.
En el Plan de Universidad y Estudios Generales propuesto a la Corona por el Arzobispo- Virrey en 1787,[6] no sólo se observa una semejante orientación racionalista, sino una nueva noción -orgánica y operacional- de universidad como comunidad académica abierta, en la que los claustros de profesores debían constituir: una pequeña academia de cada ciencia o arte, y en la que los programas curriculares debían articularse por medio del análisis colectivo realizado en estos claustros: Las Juntas Particulares de profesores -establecía el Plan- se reunirán un día fijo de cada mes… en que conferenciarán sobre la composición de un curso completo de la ciencia de su profesión, cercenando todo el superfluo e inútil, simplificando los principios, observando los progresos de los conocimientos humanos, prefiriendo el medio analítico al silogístico y añadiendo los conocimientos importantes que se hayan adquirido nuevamente.
La explicación del Plan de Enseñanza General se inspiraba, desde luego, en las mismas concepciones: el estudio de ciencias inútiles -enseñaba el Arzobispo- Virrey- no ha causado mal tan grave como el método que se observa en la educación de la juventud. Se ha adaptado ésta a las fatuas máximas de aquéllas, y en lugar de la educación civil que tanto influye sobre la felicidad del hombre y de las naciones, de aquélla que prepara los jóvenes a llenar con suceso las diferentes Profesiones de la Iglesia y del Estado, se practica la que sólo es propia a formar vasallos ociosos, inútiles a sí mismos y acaso gravosos a la humanidad. En esta línea de pensamiento, el Plan avanzó también en un aspecto que había restringido drásticamente la posibilidad del estudio de las ciencias humanas: la obligatoriedad del latín en las universidades y colegios mayores.
Si es muy justo que la sagrada Teología y la Escritura se traten en idioma latino que se ha santificado con su estudio -reflexionaba Caballero y Góngora- no lo es menos que las facultades relativas a la humanidad y ciencia política se aprendan y expliquen en nuestra lengua nativa, escogiendo los autores que la traten con más pureza, propiedad y energía. Pese a la trascendencia conceptual de estos puntos de vista, fue en la Relación del estado del Nuevo Reino de Granada (presentada en 1789 al sucesor en el virreinato Francisco Gil de Lemos), en donde Caballero y Góngora alcanzó a fundamentar su posición crítica frente a la universidad monástica existente y a explicar tanto la orientación racionalista de la reforma universitaria como el proyecto de erección de una universidad pública, intelectualmente abierta, científica y capaz de responder a las inmediatas exigencias de transformación de la sociedad neogranadina. Es indudable que esta concepción, este análisis crítico y este proyecto de reforma de la educación superior, se definieron como los antecedentes más coherentes y sólidos del modelo universitario creado por la Primera República: y es posible que los conceptos de universidad pública -de participación activa de los claustros profesorales en la elaboración de los programas curriculares y de señalamiento de un nuevo papel de la universidad como centro dinámico y fuerza impulsora de las transformaciones de la sociedad- tengan aún vigencia en el ciclo contemporáneo de privatización creciente de la educación superior.
Caballero y Góngora se pronunció con notable energía contra la universidad privada a cargo de la Religión de Santo Domingo, pero solamente en el nombre; porque no teniendo más cátedras que las de latinidad, Filosofía, Peripatética y Teología Eclesiástica, se ha visto el gobierno en la precisión de habilitar para la colocación de grados, los cursos que se ganan en los colegios de las cátedras particulares que en ellos se han fundado… A consecuencia de mis órdenes (al Fiscal de lo Civil), me ha informado últimamente este ministro, el despotismo con que se han manejado, creyéndose árbitros de unos caudales de que son meros administradores. En vista de esto -comentaba el Arzobispo-Virrey- no parece temerario creer que ésta es la verdadera causa del ardor con que siempre han defendido un privilegio que por lo demás sólo les sirve de oprobio.
Frente a esta situación de desorden de la educación superior -desde el año de 1768 y a consecuencia de la expatriación de los Padres de la extinguida Compañía de Jesús- Caballero y Góngora propuso a la Corona la erección de una universidad pública (en sustitución de la dominicana) y un plan de reformas de la educación superior, deslastrado de las rutinas eclesiásticas y de la petrificada herencia escolástica de la universidad conventual.
Todo el objeto del plan se dirige a substituir las útiles ciencias exactas en lugar de las meramente especulativas, en que hasta ahora lastimosamente se ha perdido el tiempo, escribía el Arzobispo-Virrey al explicar los nuevos objetivos de la enseñanza[7] superior; porque un Reino lleno de preciosísimas producciones que utilizar, de montes que allanar, de caminos que abrir, de pantanos y minas que desecar, de aguas que dirigir, de metales que depurar, ciertamente necesita más de sujetos que sepan conocer y observar la naturaleza y manejar el cálculo, el compás y la regla, que de quienes entiendan y crean el ente de razón, la primera materia y la forma sustancial. Nunca se había hecho -en la vacía atmósfera cultural de la Colonia- una crítica tan severa, objetiva y demoledora y, desde luego, nunca se había diseñado un proyecto de reforma educacional tan osado y revolucionario que unos decenios antes habría sido considerado como herético y subversivo.
Sin embargo, este novedoso plan de reforma no tocaba siquiera los fundamentos sociales del sistema hispano-colonial de educación, fundamentado en la limpieza de sangre y en la más severa discriminación racial y clasista. Este era, precisamente, uno de los elementos esenciales de diferenciación con el modelo educacional implantado por la primera República, en el que -por lo menos teóricamente- se abolían las condiciones de abolengo, de raza y de sangre.
La fundación de la Expedición Botánica en 1783 -con la que el Arzobispo-Virrey creía responder al oprobio…de tener que auxiliar y conceder libre tránsito a unos exploradores alemanes en este Reino…que vinieron a nuestros países a señalarnos los tesoros de la naturaleza, que no conocemos- consolidó los impulsos hacia una profunda transformación en las formas de pensamiento y en las corrientes ideológicas del siglo XVIII, si bien circunscritas a las ilustradas élites universitarias. Me pareció -escribía Humboldt refiriéndose a la atmósfera intelectual de la Nueva Granada en 1800-6 que se da una tendencia marcada al estudio profundizado de las ciencias en México y en Santa Fe de Bogotá; más gusto para las letras y para todo lo susceptible de halagar una imaginación ardiente y viva en Quito y en Lima; más luces sobre las relaciones políticas de las naciones, opiniones más amplias sobre el estado de las colonias y de las metrópolis en La Habana y en Caracas. Este testimonio del eximio viajero y científico alemán, contradice una de las más propagadas mitologías como ha sido la relacionada con la tradición retórica o literaria de la nación colombiana, entre la primera y heroica época de su identificación nacional y la de instalación de las hegemonías latifundistas y mercantiles en el ciclo de la República Señorial.
Acerca de la trascendencia hemisférica de este Plan de Reforma de la educación superior, es ilustrativo apelar a las observaciones universitarias del general Francisco de Miranda, en su recorrido por los Estados Unidos entre 1783 y 1784 o sea, cuando todavía estaba fresca la conmoción originada por la insurrección de los Comuneros y por el sacrificio de Galán y de los primeros precursores populares de la Independencia. Paréceme este establecimiento -decía el general Miranda de la Universidad de Cambridge- más bien calculado para forma clérigos que ciudadanos hábiles e instruidos…es cosa por cierto extraordinaria que no haya una cátedra siquiera de las lenguas vivientes y que la Teología sea la principal cátedra de dicho Colegio…
Otro tanto observaba en relación con la Universidad de Yale, de acuerdo con el valioso examen histórico hecho por Salvador de Madariaga en su apologética obra sobre el Imperio Español en las Indias, en la que -sin embargo- aflora la antipatía ibérica por los generales y caudillos de la independencia hispanoamericana como Francisco de Miranda y Simón Bolívar.
Desde luego, esta enorme distancia cultural e ideológica entre la nueva universidad neogranadina y las más conspicuas universidades norteamericanas de la época como Cambridge y Yale no sólo es reveladora de la realidad educacional de los dos países a finales del siglo XVIII, sino de la franca inversión de los términos durante los siglos XIX y XX, cuando la revolución industrial y agrícola y los profundos cambios en la organización política de los Estados Unidos, transformaron radicalmente la estructura, las formas de pensamiento, la facultad investigativa y la ideología de las universidades norteamericanas y cuando las nuevas condiciones de dependencia, las guerras federales, el incoherente desarrollo capitalista y al implantación de un sistema educacional inspirado en el humanismo escolástico anterior a las reformas del Arzobispo-Virrey Caballero y Góngora y en la filosofía reaccionaria de la contra-reforma de 1886, le impusieron a la universidad colombiana las condiciones características del subdesarrollo cultural, económico y político. La más importante lección que se deriva de esta experiencia histórica, es la de que la universidad –en Estados Unidos, en Colombia y posiblemente en cualquier país del mundo- no es una realidad autónoma y que sea capaz de sustentar las fuerzas que la transforman y desarrollan como un universo autosuficiente sino que, directa o indirectamente, debe seguir el rumbo e incorporarse en el proceso cultural, económico y político de la sociedad en que está inserta y someterse a aquellas fuerzas incontrastables que las orientas, impulsan y conducen.


[1] Lecturas del bicentenario de la “independencia”. Publicación del Centro Cultural de la Universidad del Tolima Nº 2, 2010. Tomado del libro Los Comuneros en la pre-revolución de independencia. Editorial Plaza y Janés. Bogotá.Segunda edición 1986.


[2] Vezga, Florentino, La Expedición Botánica, Bogotá, Edic. Ministerio de Educación, 1936.
[3] Rodríguez Páramo, Jorge, El siglo XVIII en Colombia, San José de Costa Rica, Edic. de la Legación de Colombia, 1940.

[4] Rodríguez Páramo, Jorge, El siglo XVIII en Colombia.
[5] Guirior, Manuel de, Relaciones de Mando de los Virreyes de la Nueva Granada.
[6] Pérez Ayala, José María, Antonio Caballero y Góngora, Documento publicado en 1946 por Guillermo
Hernández de Alba.

[7] Madariaga, Salvador de, El auge del Imperio Español en América, Buenos Aires, Edit. Sudamericana, 1955.

1 comentarios:

Sisben en Colombia dijo...
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