domingo, 19 de marzo de 2023

LA ESENCIA DEL NEOLIBERALISMO

¿Se puede esperar que la masa extraordinaria de sufrimiento que produce dicho régimen político-económico esté algún día en el origen de un movimiento capaz de detener el curso al abismo? 

PIERRE BOURDIEU

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"El discurso neoliberal no es un discurso como los otros. A la manera del discurso psiquiátrico en el asilo, según Erving Goffman, es un discurso duro, que no es tan duro ni tan difícil de combatir sino porque tiene para sí todas las fuerzas de un mundo de relaciones de fuerza que contribuye a hacerlo como es." Pierre Bourdieu

¿El mundo económico es verdaderamente como lo quiere el discurso dominante, un orden puro y perfecto, desplegando implacablemente la lógica de sus consecuencias previsibles, y presto a reprimir todas las infracciones por las sanciones que inflige, sea de manera automática, o –más excepcionalmente- por intermedio de sus brazos armados, el FMI o el OCDE (Organización de Cooperación del Desarrollo Económico), y políticas que ellos imponen: baja del costo de la mano de obra, reducción de los gastos públicos y flexibilización del trabajo? ¿Y si no fuera, en realidad, sino la puesta en práctica de una utopía, el neoliberalismo, convertido así en programa político, pero una utopía que, con la ayuda de la teoría económica de la cual se reclama, llegue a pensarse como la descripción científica de lo real?

Esta teoría tutelar es una pura ficción matemática, fundada, desde el origen, en una formidable abstracción: aquella que, en nombre de una concepción tanto estrecha como estricta de la racionalidad identificada a la racionalidad individual, consiste en poner entre paréntesis las condiciones económicas y sociales de las disposiciones racionales y de las estructuras económicas y sociales que son la condición de su ejercicio. Basta pensar, para dar la medida de la omisión, en el único sistema de enseñanza, que jamás es tomado en cuenta en tanto que tal en un tiempo en que juega un rol determinante en la producción de los bienes y de los servicios, como en la producción de los productores. De esta suerte de falta original, inscrita en el mito walrasiano de la "teoría pura", derivan todas las faltas y todos los faltamientos de la disciplina económica, y la obstinación fatal con la cual se aferra a la oposición arbitraria que ésta hace existir, por su sola existencia, entre la lógica propiamente económica, fundada en la competencia y portadora de eficacia, y la lógica social, sometida a la regla de la equidad. Dicho esto, esta "teoría" originalmente desocializada y deshistorizada tiene, hoy más que nunca, los medios de hacerse verdadera, empíricamente verificable.

En efecto, el discurso neoliberal no es un discurso como los otros. A la manera del discurso psiquiátrico en el asilo, según Erving Goffman, es un discurso duro, que no es tan duro ni tan difícil de combatir sino porque tiene para sí todas las fuerzas de un mundo de relaciones de fuerza que contribuye a hacerlo como es, sobre todo orientando las elecciones económicas de quienes dominan las relaciones económicas y agregando así su propia fuerza, propiamente simbólica, a esas relaciones de fuerzas. En nombre de este programa científico de conocimiento, convertido en programa político de acción, se cumple un inmenso trabajo político (negado porque es, en apariencia, puramente negativo) que busca crear las condiciones de realización y de funcionamiento de la "teoría"; un programa de destrucción metódica de los colectivos. El movimiento, hecho posible por la política de desreglamentación financiera, hacia la utopía neoliberal de un mercado puro y perfecto, se cumple a través de la acción transformadora y, es necesario decirlo, destructora de todas las medidas políticas (de las cuales la más reciente es el AMI, Acuerdo Multilateral sobre la Inversión, destinado a proteger, contra los estados nacionales, las empresas extranjeras y sus inversiones), tendente a poner en cuestión todas las estructuras colectivas capaces de obstaculizar la lógica del mercado puro: nación, cuyo margen de maniobra no deja de decrecer; grupos de trabajo, con, por ejemplo, la individualización de los salarios y de las carreras, en función de las competencias individuales y la atomización de los trabajadores que resulta de ello; colectivos de defensa de los derechos de los trabajadores, sindicatos, asociaciones, cooperativas; familia misma que, a través de la constitución de mercados por clases de edad, pierde una parte de su control sobre el consumo. El programa neoliberal, que saca su fuerza social de la fuerza político- económica de aquellos cuyos intereses expresa (accionistas, operadores financieros, industriales, hombres políticos conservadores o social-demócratas convertidos en dimisiones tranquilizantes del dejar hacer, altos funcionarios de las finanzas, tanto más encarnizados en imponer una política preconizando su propio debilitamiento que, a diferencia de los cuadros de las empresas, no corren riesgo alguno de pagar eventualmente las consecuencias), tiende globalmente a favorecer el corte entre la economía y las realidades sociales, y a construir así, en la realidad, un sistema económico conforme a la descripción teórica, es decir, una suerte de máquina lógica que se presenta como una cadena de presiones que animan a los agentes económicos.

La mundialización de los mercados financieros, unida al progreso de las técnicas de información asegura una movilidad sin precedentes del capital y da a los inversionistas, preocupados de la rentabilidad a corto plazo de sus inversiones, la posibilidad de comparar de manera permanente la rentabilidad de las más grandes empresas y de sancionar en consecuencia los fracasos relativos. Las empresas mismas, colocadas bajo dicha amenaza permanente, deben ajustarse de manera cada vez más rápida a las exigencias de los mercados; eso bajo pena, como se dice, de "perder la confianza de los mercados" y, a la vez, el sostén de los accionistas que, preocupados de obtener una rentabilidad a corto plazo, son cada vez más capaces de imponer su voluntad a los managers, de fijarles normas, a través de las direcciones financieras, y de orientar sus políticas en materia de contrataciones, de empleo y de salario.

Así se instauran el reino absoluto de la flexibilidad, con los reclutamientos bajo contratos de duración determinada o los provisionales y los "planes sociales" a repetición y, en el seno mismo de la empresa, la competencia entre filiales autónomas, entre equipos obligados a la polivalencia y, por último, entre individuos, a través de la individualización de la relación salarial: fijación de objetivos individuales; entrevistas individuales de evaluación; evaluación permanente; alzas individualizadas de los salarios o concesiones de primas en función de la competencia y del mérito individuales; carreras individualizadas; estrategias de "responsabilización" tendentes a asegurar la autoexplotación de algunos cuadros que, simples asalariados bajo fuerte dependencia jerárquica, son al mismo tiempo considerados responsables de sus ventas, de sus productos, de su sucursal, de su tienda, etc., a la manera de "independientes"; exigencia del "autocontrol" que extiende la "implicación" de los asalariados, según las técnicas del "manejo participativo", mucho más allá de los empleos de cuadros. Tantas técnicas de sometimiento racional que, al imponer la sobreinversión en el trabajo, y no solamente en los puestos de responsabilidad, y el trabajo de urgencia, contribuyen a debilitar o a abolir las referencias y las solidaridades colectivas. La institución práctica de un mundo darwiniano de la lucha de todos contra todos, en todos los niveles de la jerarquía, que encuentra los recursos de la adhesión a la tarea y a la empresa en la inseguridad, el sufrimiento y el stress, sin duda no podría tener un éxito tan completo si no encontrara la complicidad de las disposiciones precarizadas que produce la inseguridad y la existencia, a todos los niveles de la jerarquía, e incluso a los niveles más elevados, sobre todo entre los cuadros, de un ejército de reserva de mano de obra docilizada por la precarización y por la amenaza permanente del desempleo. El fundamento último de todo este orden económico colocado bajo el signo de la libertad es, en efecto, la violencia estructural del desempleo, de la precariedad y de la amenaza de despido que implica: la condición del funcionamiento "armonioso" del modelo microeconómico individualista es un fenómeno de masa, la existencia del ejército de reserva de los desempleados.

Esta violencia estructural pesa también sobre lo que se llama el contrato de trabajo (sabiamente racionalizado y desrealizado por la "teoría de los contratos"). El discurso de empresa nunca ha hablado tanto de confianza, de cooperación, de lealtad y de cultura de empresa que en una época donde se obtiene la adhesión de cada instante haciendo desaparecer todas las garantías temporales (las tres cuartas partes de los contratos tienen duración determinada, la parte de los empleos precarios no deja de crecer, el despido individual tiende a no estar sometido a restricción alguna). Se ve así cómo la utopía neoliberal tiende a encarnarse en la realidad de una suerte de máquina infernal, cuya necesidad se impone a los mismos dominantes. Como el marxismo en otros tiempos, con el cual, bajo esta relación, tiene muchos puntos comunes, esta utopía suscita una formidable creencia la free trade faith (la fe en el libre comercio), no solamente en aquellos que viven materialmente de esto como los financistas, los patrones de las grandes empresas, etc., sino también en aquellos que sacan de esto sus justificaciones para existir, como los altos funcionarios y los políticos, que sacralizan el poder de los mercados en nombre de la eficacia económica, que exigen el levantamiento de las barreras administrativas o políticas capaces de molestar a quienes detentan los capitales en la investigación puramente individual de la maximización del beneficio individual, instituido en modelo de racionalidad, que quieren bancos centrales independientes, que recomiendan la subordinación de los estados nacionales a las exigencias de la libertad económica para los maestros de la economía, con la supresión de todas las reglamentaciones sobre todos los mercados, comenzando por el mercado del trabajo, la prohibición de los déficits y de la inflación, la privatización generalizada de los servicios públicos, la reducción de los gastos públicos y sociales.

Sin compartir necesariamente los intereses económicos y sociales de los verdaderos creyentes, los economistas tienen suficientes intereses específicos en el campo de la ciencia económica para aportar una contribución decisiva, cualesquiera que sean sus opiniones a propósito de los efectos económicos y sociales de la utopía que ellos visten de razón matemática, a la producción y a la reproducción de la creencia en la utopía neoliberal. Separados por toda su existencia y, sobre todo, por toda su formación intelectual, con más frecuencia puramente abstracta, libresca y teoricista, del mundo económico y social tal como es, son particularmente proclives a confundir las cosas de la lógica con la lógica de las cosas.

Confiados en modelos que prácticamente jamás han tenido la ocasión de poner a prueba de la verificación experimental, llevados a mirar desde arriba las adquisiciones de las otras ciencias históricas, en las cuales no reconocen la pureza y la transparencia cristalina de sus juegos matemáticos, y de las cuales son con mayor frecuencia incapaces de comprender la verdadera necesidad y la profunda complejidad, participan y colaboran en un formidable cambio económico y social que, aún si algunas de sus consecuencias les producen horror (pueden cotizar al Partido Socialista y dar consejos sensatos a sus representantes en las instancias de poder), no puede desagradarles puesto que, con el peligro de algunos fracasos, imputables sobre todo a lo que ellos llaman a veces "burbujas especulativas", tiende a dar realidad a la utopía ultraconsecuente (como algunas formas de locura) a la cual consagran su vida. Y sin embargo el mundo está allá, con los efectos inmediatamente visibles de la puesta en obra de la gran utopía neoliberal: no solamente la miseria de una fracción cada vez más grande de las sociedades más avanzadas económicamente, el crecimiento extraordinario de las diferencias entre las ganancias, la desaparición progresiva de los universos autónomos de producción cultural, cine, edición, etc., por la imposición intrusiva de los valores comerciales, pero también y sobre todo la destrucción de todas las instancias colectivas capaces de contrarrestar los efectos de la máquina infernal, en el primer rango de los cuales está el Estado, depositario de todos los valores universales asociados a la idea del público, y la imposición, en todas partes, de las alta esferas de la economía y del Estado, o en el seno de las empresas, de esta suerte de darwinismo moral que, con el culto del winner, formado en las matemáticas superiores y al salto al elástico, instaura como normas de todas las prácticas la lucha de todos contra todos y el cinismo.

¿Se puede esperar que la masa extraordinaria de sufrimiento que produce dicho régimen político-económico esté algún día en el origen de un movimiento capaz de detener el curso al abismo? En efecto, se está aquí ante una extraordinaria paradoja, mientras que los obstáculos hallados en la vía de la realización del orden nuevo -el del individuo solo, pero libre- son hoy día tenidos por imputables a rigideces y arcaísmos, y que toda intervención directa y consciente, por lo menos puesto que viene del Estado, por los sesgos que sean, está desacreditada por adelantado, y en consecuencia llamada a borrarse en beneficio de un mecanismo puro y anónimo, el mercado (del cual se olvida que es también el lugar, el ejercicio de intereses), es en realidad la permanencia o la sobrevivencia de las instituciones y de los agentes del orden antiguo en vías de desmantelamiento, y todo el trabajo de todas las categorías de trabajadores sociales, y también todas las solidaridades sociales, familiares u otras, que hacen que el orden social no se hunda en el caos a pesar del volumen creciente de la población precarizada.

El pasaje al "liberalismo" se cumple de manera insensible, por lo tanto imperceptible, como el abatimiento de los continentes, tapando así a las miradas sus efectos, los más terribles a largo plazo. Efectos que se encuentran también disimulados, paradójicamente, por las resistencias que suscita, desde ahora, de parte de aquellos que defienden el orden antiguo tomando de los recursos que temía, en las solidaridades antiguas, en las reservas de capital social que protegen toda una parte del orden social presente de la caída en la anomia. (Capital que, si no es renovado, reproducido, está llamado al debilitamiento, pero cuyo agotamiento no es para mañana).

Pero si estas mismas fuerzas de "conservación", que es muy fácil tratar como fuerzas conservadoras, son también, bajo otra relación, fuerzas de resistencia a la instauración del orden nuevo, que pueden devenir en fuerzas subversivas, y si se puede pues conservar alguna esperanza razonable, es que existe todavía, en las instituciones estatales y también en las disposiciones de los agentes (sobre todo los más ligados a estas instituciones, como la pequeña nobleza de Estado), tales fuerzas que, bajo la apariencia de defender simplemente, como se les reprochará rápidamente, un orden desaparecido y los "privilegios" correspondientes, deben de hecho, para resistir la prueba, trabajar en inventar y en construir un orden social que no tenga por única ley la búsqueda del interés egoísta y la pasión individual del beneficio, y que le dará lugar a los colectivos orientados hacia la persecución racional de fines colectivamente elaborados y aprobados. Entre estos colectivos, asociaciones, sindicatos, partidos, cómo no darle un lugar especial al Estado, Estado nacional o, mejor todavía, supranacional, es decir europeo (etapa hacia un Estado mundial), capaz de controlar e imponer eficazmente los beneficios realizados en los mercados financieros y, sobre todo, de contrarrestar la acción destructora que estos últimos ejercen sobre el mercado del trabajo, organizando, con la ayuda de los sindicatos, la elaboración y la defensa del interés público que, se quiera o no, no saldrá jamás, aun al precio de alguna falla en escritura matemática, de la visión del contador (en otros tiempos, se habría dicho del "bodeguero") que la nueva creencia presenta como la forma suprema de la realización humana.

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Fuente:

domingo, 5 de marzo de 2023

11 CUALIDADES DE UN BUEN DOCENTE

"Es viviendo —no importa si con deslices o incoherencias, pero sí dispuesto a superar"...

por Paulo Freire

Bloghemia

Ilustración del dibujante brasileño Edgar Vasques

"Es viviendo —no importa si con deslices o incoherencias, pero sí dispuesto a superarlos— la humildad, la amorosidad, la valentía, la tolerancia, la competencia, la capacidad de decidir, la seguridad, la ética, la justicia, la tensión entre la paciencia y la impaciencia, la parsimonia verbal, como contribuyo a crear la escuela alegre, a forjar la escuela feliz. " Paulo Freire

Artículo del filósofo y educador brasileño, Paulo Freire sobre las cualidades que debe tener un docente.

Por: Paulo Freire

Me gustaría dejar bien claro que las cualidades de las que voy a hablar y que me parecen indispensables para las educadoras y para los educadores progresistas son predicados que se van generando con la práctica. Más aún, son generados de manera coherente con la opción política de naturaleza crítica del educador. Por esto mismo, las cualidades de las que hablaré no son algo con lo que nacemos o que encarnamos por decreto o recibimos de regalo. Por otro lado, al ser alineadas en este texto no quiero atribuirles ningún juicio de valor por el orden en el que aparecen. Todas ellas son necesarias para la práctica educativa progresista.

Comenzaré por la humildad, que de ningún modo significa falta de respeto hacia nosotros mismos, ánimo acomodaticio o cobardía. Al contrario, la humildad exige valentía, confianza en nosotros mismos, respeto hacia nosotros mismos y hacia los demás.

La humildad nos ayuda a reconocer esta sentencia obvia: nadie lo sabe todo, nadie lo ignora todo. Todos sabemos algo, todos ignoramos algo. Sin humildad, difícilmente escucharemos a alguien al que consideramos demasiado alejado de nuestro nivel de competencia. Pero la humildad que nos hace escuchar a aquel considerado como menos competente que nosotros no es un acto de condescendencia de nuestra parte o un comportamiento de quien paga una promesa hecha con fervor: «Prometo a Santa Lucía que si el problema de mis ojos no es algo serio voy a escuchar con atención a los rudos e ignorantes padres de mis alumnos». No, no se trata de eso. Escuchar con atención a quien nos busca, sin importar su nivel intelectual, es un deber humano y un gusto democrático nada elitista.

De hecho, no veo cómo es posible conciliar la adhesión al sueño democrático, la superación de los preconceptos, con la postura no humilde, arrogante, en que nos sentimos llenos de nosotros mismos. Cómo escuchar al otro, cómo dialogar, si sólo me oigo a mí mismo, si sólo me veo a mí mismo, si nadie que no sea yo mismo me mueve o me conmueve. Por otro lado, si siendo humilde no me minimizo ni acepto que me humillen, estoy siempre abierto a aprender y a enseñar. La humildad me ayuda a no dejarme encerrar jamás en el circuito de mi verdad. Uno de los auxiliares fundamentales de la humildad es el sentido común que nos advierte que con ciertas actitudes estamos cerca de superar el límite a partir del cual nos perdemos.

La arrogancia del «¿sabe con quién está hablando?», la soberbia del sabelotodo incontenido en el gusto de hacer conocido y reconocido su saber, todo esto no tiene nada que ver con la mansedumbre, ni con la apatía del humilde. Es que la humildad no florece en la inseguridad de las personas sino en la seguridad insegura de los cautos. Por eso es que una de las expresiones de la humildad es la seguridad insegura, la certeza incierta y no la certeza demasiado segura de sí misma. La postura del autoritario, en cambio, es sectaria. La suya es la única verdad que necesariamente debe ser impuesta a los demás. Es en su verdad donde radica la salvación de los demás. Su saber es «iluminador» de la «oscuridad» o de la ignorancia de los otros, que por lo mismo deben estar sometidos al saber y a la arrogancia del autoritario o de la autoritaria.

Ahora retomo el análisis del autoritarismo, no importa si de los padres o de las madres, si de los maestros o de las maestras. Autoritarismo frente al cual podremos esperar de los hijos o de los alumnos posiciones a veces rebeldes, refractarias a cualquier límite como disciplina o autoridad, pero a veces también apatía, obediencia exagerada, anuencia sin crítica o resistencia al discurso autoritario, renuncia a sí mismo, miedo a la libertad.

Al decir que del autoritarismo se pueden esperar varios tipos de reacciones entiendo que en el dominio de lo humano, por suerte, las cosas no se dan mecánicamente. De esta manera es posible que ciertos niños sobrevivan casi ilesos al rigor del arbitrio, lo que no nos autoriza a manejar esa posibilidad y a no esforzarnos por ser menos autoritarios, si no en nombre del sueño democrático por lo menos en nombre del respeto al ser en formación de nuestros hijos e hijas, de nuestros alumnos y alumnas.

Pero es preciso sumar otra cualidad a la humildad con que la maestra actúa y se relaciona con sus alumnos, y esta cualidad es la amorosidad sin la cual su trabajo pierde el significado. Y amorosidad no sólo para los alumnos sino para el propio proceso de enseñar. Debo confesar, sin ninguna duda, que no creo que sin una especie de «amor armado», como diría el poeta Tiago de Melo, la educadora o el educador puedan sobrevivir a las negatividades de su quehacer. Las injusticias, la indiferencia del poder público, expresadas en la desvergüenza de los salarios, en el arbitrio con que son castigadas las maestras y no tías que se rebelan y participan en manifestaciones de protesta a través de su sindicato —pero a pesar de esto continúan entregándose a su trabajo con los alumnos—.

Sin embargo, es preciso que ese amor sea en realidad un «amor armado», un amor luchador de quien se afirma en el derecho o en el deber de tener el derecho de luchar, de denunciar, de anunciar. Es ésta la forma de amar indispensable para el educador progresista y que es preciso que todos nosotros aprendamos y vivamos.

Pero sucede que la amorosidad de la que hablo, el sueño por el que peleo y para cuya realización me preparo permanentemente, exigen que yo invente en mí, en mi experiencia social, otra cualidad: la valentía de luchar al lado de la valentía de amar.

La valentía como virtud no es algo que se encuentre fuera de mí mismo. Como superación de mi miedo, ella lo implica.

En primer lugar, cuando hablamos del miedo debemos estar absolutamente seguros de que estamos hablando sobre algo muy concreto. Es decir que el miedo no es una abstracción. En segundo lugar, creo que debemos saber que estamos hablando de una cosa muy normal. Otro punto que me viene a la mente es que, cuando pensamos en el miedo, llegamos a reflexionar sobre la necesidad de ser muy claros respecto a nuestras opciones, lo cual exige ciertos procedimientos y prácticas concretas que son las propias experiencias que provocan el miedo.

A medida que tengo más y más claridad sobre mi opción, sobre mis sueños, que son sustantivamente políticos y adjetivamente pedagógicos, en la medida en que reconozco que como educador soy un político, también entiendo mejor las razones por las cuales tengo miedo y percibo cuánto tenemos aún por andar para mejorar nuestra democracia. Es que al poner en práctica un tipo de educación que provoca de manera crítica la conciencia del educando, necesariamente trabajamos contra algunos mitos que nos deforman. Al cuestionar esos mitos también enfrentamos al poder dominante, puesto que ellos son expresiones de ese poder, de su ideología.

Cuando comenzamos a ser asaltados por miedos concretos, tales como el miedo a perder el empleo o a no alcanzar cierta promoción, sentimos la necesidad de poner ciertos límites a nuestro miedo. Antes que nada reconocemos que sentir miedo es manifestación de que estamos vivos. No tengo que esconder mis temores. Pero lo que no puedo permitir es que mi miedo me paralice. Si estoy seguro de mi sueño político, debo continuar mi lucha con tácticas que disminuyan el riesgo que corro. Por eso es tan importante gobernar mi miedo, educar mi miedo, de donde nace finalmente mi valentía. Por eso es que no puedo por un lado negar mi miedo y por el otro abandonarme a él, sino que preciso controlarlo, y es en el ejercicio de esta práctica donde se va construyendo mi valentía necesaria.

Es por esta razón que hay miedo sin valentía, que es el miedo que nos avasalla, que nos paraliza, pero no hay valentía sin miedo, que es el miedo que, «hablando» de nosotros como gente, va siendo limitado, sometido y controlado.

Otra virtud es la tolerancia. Sin ella es imposible realizar un trabajo pedagógico serio, sin ella es inviable una experiencia democrática auténtica; sin ella, la práctica educativa progresista se desdice. La tolerancia, sin embargo, no es una posición irresponsable de quien juega el juego del «hagamos de cuenta».

Ser tolerante no significa ponerse en connivencia con lo intolerable, no es encubrir lo intolerable, no es amansar al agresor ni disfrazarlo. La tolerancia es la virtud que nos enseña a convivir con lo que es diferente, a aprender con lo diferente, a respetar lo diferente.

En un primer momento parece que hablar de tolerancia es casi como hablar de favor. Es como si ser tolerante fuese una forma cortés, delicada, de aceptar o tolerar la presencia no muy deseada de mi contrario. Una manera civilizada de consentir en una convivencia que de hecho me repugna. Eso es hipocresía, no tolerancia. Y la hipocresía es un defecto, un desvalor. La tolerancia es una virtud. Por eso mismo si la vivo, debo vivirla como algo que asumo. Como algo que me hace coherente como ser histórico, inconcluso, que estoy siendo en una primera instancia, y en segundo lugar, con mi opción político-democrática. No veo cómo podremos ser democráticos sin experimentar, como principio fundamental, la tolerancia y la convivencia con lo que nos es diferente.

Nadie aprende tolerancia en un clima de irresponsabilidad en el cual no se hace democracia. El acto de tolerar implica el clima de establecer límites, de principios que deben ser respetados. Es por esto por lo que la tolerancia no es la simple connivencia con lo intolerable. Bajo el régimen autoritario, en el cual se exacerba la autoridad, o bajo el régimen licencioso, en el que la libertad no se limita, difícilmente aprenderemos la tolerancia. La tolerancia requiere respeto, disciplina, ética. El autoritario, empapado de prejuicios sobre el sexo, las clases, las razas, jamás podrá ser tolerante si antes no vence sus prejuicios. Por esta razón el discurso progresista del prejuiciado, en contraste con su práctica, es un discurso falso. Es por esto también que el cientificista es igualmente intolerante, porque toma o entiende la ciencia como la verdad última y nada vale fuera de ella, pues es ella la que nos da la seguridad de la que no se puede dudar. No hay cómo ser tolerantes si estamos inmersos en el cientificismo, cosa que no debe llevarnos a la negación de la ciencia.

Me gustaría ahora agrupar la decisión, la seguridad, la tensión entre la paciencia y la impaciencia y la alegría de vivir como cualidades que deben ser cultivadas por nosotros si somos educadores y educadoras progresistas.

La capacidad de decisión de la educadora o del educador es absolutamente necesaria en su trabajo formador. Es probando su habilitación para decidir como la educadora enseña la difícil virtud de la decisión. Difícil en la medida en que decidir significa romper para optar. Ninguno decide a no ser por una cosa contra la otra, por un punto contra otro, por una persona contra otra. De ahí que toda opción que sigue a una decisión exija una meditada evaluación en el acto de comparar para optar por uno de los posibles polos, personas o posiciones. Y es la evaluación, con todas las implicaciones que ella genera, la que finalmente me ayuda a optar.

Decisión es ruptura no siempre fácil de ser vivida. Pero no es posible existir sin romper, por más difícil que nos resulte romper. Una de las deficiencias de una educadora es la incapacidad de decidir. Su indecisión, que los educandos interpretan como debilidad moral o como incompetencia profesional. La educadora democrática, sólo por ser democrática, no puede anularse; al contrario, si no puede asumir sola la vida de su clase tampoco puede, en nombre de la democracia, huir de su responsabilidad de tomar decisiones. Lo que no puede hacer es ser arbitraria en las decisiones que toma. El testimonio de no asumir su deber como autoridad, dejándose caer en la licencia, es sin duda más funesto que el de extrapolar los límites de su autoridad.

Hay muchas ocasiones en las que el buen ejemplo pedagógico, en la dirección de la democracia, es tomar la decisión junto con los alumnos después de analizar el problema. En otros momentos en los que la decisión a tomar debe ser de la esfera de la educadora, no hay por qué no asumirla, no hay razón para omitirla.

La indecisión delata falta de seguridad, una cualidad indispensable a quien sea que tenga la responsabilidad del gobierno, no importa si de una clase, de una familia, de una institución, de una empresa o del Estado.

Por su parte, la seguridad requiere competencia científica, claridad política e integridad ética. No puedo estar seguro de lo que hago si no sé cómo fundamentar científicamente mi acción o si no tengo por lo menos algunas ideas de lo que hago, de por qué lo hago y para qué lo hago, si sé poco o nada en favor de qué o de quién, en contra de qué o de quién, hago lo que estoy haciendo o haré. Si esto no me conmueve para nada, si lo que hago hiere la dignidad de las personas con las que trabajo, si las expongo a situaciones bochornosas que puedo y debo evitar, mi insensibilidad ética, mi cinismo me contraindican para encarnar la tarea del educador, tarea que exige una forma críticamente disciplinada de actuar con la que la educadora desafía a sus educandos. Forma disciplinada que tiene que ver, por un lado, con la competencia que la maestra va revelando a sus alumnos, discreta y humildemente, sin alharacas arrogantes, y por otro lado con el equilibrio con el que la educadora ejerce su autoridad —segura, lúcida, determinada—.

Nada de eso, sin embargo, puede concretarse si a la educadora le falta el gusto por la búsqueda permanente de la justicia. Nadie puede prohibirle que le guste más un alumno que otro por x razones. Es un derecho que tiene. Lo que ella no puede es emitir el derecho de los otros a favor de su preferido.

Existe otra cualidad fundamental que no puede faltarle a la educadora progresista y que exige de ella la sabiduría con la que debe entregarse a la experiencia de vivir la tensión entre la paciencia y la impaciencia. Ni la paciencia por sí sola ni la impaciencia solitaria. La paciencia por sí sola puede llevar a la educadora a posiciones de acomodación, de espontaneísmo, con lo que niega su sueño democrático. La paciencia desacompañada puede conducir a la inmovilidad, a la inacción. La impaciencia por sí sola, por otro lado, puede llevar a la maestra a un activismo ciego, a la acción por sí misma, a la práctica en que no se respetan las relaciones necesarias entre la táctica y la estrategia. La paciencia aislada tiende a obstaculizar la consecución de los objetivos de la práctica haciéndola «tierna», «blanda» e inoperante. En la impaciencia aislada, amenazamos el éxito de la práctica que se pierde en la arrogancia de quien se juzga dueño de la historia. La paciencia sola se agota en el puro blablá; la impaciencia a solas, en el activismo irresponsable.

La virtud no está, pues, en ninguna de ellas sin la otra sino en vivir la permanente tensión entre ellas. Está en vivir y actuar impacientemente paciente, sin que jamás se dé la una aislada de la otra.

Junto con esa forma de ser y de actuar equilibrada, armoniosa, se impone otra cualidad que vengo llamando parsimonia verbal. La parsimonia verbal está implicada en el acto de asumir la tensión entre paciencia e impaciencia. Quien vive la impaciente paciencia difícilmente pierde, salvo casos excepcionales, el control de lo que habla, raramente extrapola los límites del discurso ponderado pero enérgico. Quien vive con preponderancia la paciencia, apenas ahoga su legítima rabia, que expresa en un discurso flojo y acomodado. Quien por el contrario es sólo impaciencia tiende a la exacerbación en su discurso. El discurso del paciente siempre es bien comportado, mientras que el discurso del impaciente en general va más allá de lo que la realidad misma soportaría.

Ambos discursos, tanto el muy controlado como el carente de toda disciplina, contribuyen a la preservación del statu quo. El primero por estar mucho más acá de la realidad; el segundo por ir más allá del límite de lo soportable.

El discurso y la práctica benevolentes del que es sólo paciente en la clase hace pensar a los educandos que todo o casi todo es posible. Existe una paciencia casi inagotable en el aire. El discurso nervioso, arrogante, incontrolado, irrealista, sin límite, está empapado de inconsecuencia, de irresponsabilidad.

Estos discursos no ayudan en nada a la formación de los educandos. Existen además los que son excesivamente equilibrados en sus discursos pero de vez en cuando se desequilibran. De la pura paciencia pasan inesperadamente a la impaciencia incontenida, creando en los demás un clima de inseguridad con resultados indiscutiblemente pésimos.

Existe un sinnúmero de madres y padres que se comportan así. De una licencia en la que el habla y la acción son coherentes pasan, al día siguiente, a un universo de desatinos y órdenes autoritarias que dejan a sus hijos e hijas estupefactos, pero principalmente inseguros. La ondulación del comportamiento de los padres limita en los hijos el equilibrio emocional que precisan para crecer. Amar no es suficiente, precisamos saber amar.

Me parece importante, reconociendo que las reflexiones sobre las cualidades son incompletas, discutir un poco sobre la alegría de vivir, como una virtud fundamental para la práctica educativa democrática.

Es dándome por completo a la vida y no a la muerte —lo que ciertamente no significa, por un lado, negar la muerte, ni por el otro mitificar la vida— como me entrego, con libertad, a la alegría de vivir. Y es mi entrega a la alegría de vivir, sin esconder la existencia de razones para la tristeza en esta vida, lo que me prepara para estimular y luchar por la alegría en la escuela.

Es viviendo —no importa si con deslices o incoherencias, pero sí dispuesto a superarlos— la humildad, la amorosidad, la valentía, la tolerancia, la competencia, la capacidad de decidir, la seguridad, la ética, la justicia, la tensión entre la paciencia y la impaciencia, la parsimonia verbal, como contribuyo a crear la escuela alegre, a forjar la escuela feliz. La escuela que es aventura, que marcha, que no le tiene miedo al riesgo y que por eso mismo se niega a la inmovilidad. La escuela en la que se piensa, en la que se actúa, en la que se crea, en la que se habla, en la que se ama. Se adivina aquí la escuela que apasionadamente le dice sí a la vida, y no la escuela que enmudece y me enmudece.

Realmente, la solución más fácil para enfrentar los obstáculos, la falta de respeto del poder público, el arbitrio de la autoridad antidemocrática es la acomodación fatalista en la que muchos de nosotros nos instalamos.

«¿Qué puedo hacer, si siempre ha sido así? Me llamen maestra o me llamen tía continúo siendo mal pagada, desconsiderada, desatendida. Pues que así sea». Ésta en realidad es la posición más cómoda, pero también es la posición de quien renuncia a la lucha, a la historia. Es la posición de quien renuncia al conflicto sin el cual negamos la dignidad de la vida. No hay vida ni existencia humana sin pelea ni conflicto. El conflicto hace nacer nuestra conciencia. Negarlo es desconocer los mínimos pormenores de la experiencia vital y social. Huir de él es ayudar a la preservación del statu quo.

Por eso no veo otra salida que no sea la de la unidad en la diversidad de intereses no antagónicos de los educadores y de las educadoras en defensa de sus derechos. Derecho a su libertad docente, derecho a hablar, derecho a mejores condiciones de trabajo pedagógico, derecho a un tiempo libre remunerado para dedicarse a su permanente capacitación, derecho a ser coherente, derecho a criticar a las autoridades sin miedo de ser castigadas —a lo que corresponde el deber de responsabilizarse por la veracidad de sus críticas—, derecho a tener el deber de ser serios, coherentes, a no mentir para sobrevivir.

Es preciso que luchemos para que estos derechos sean, más que reconocidos, respetados y encarnados. A veces es preciso que luchemos junto al sindicato y a veces contra él si su dirigencia es sectaria, de derecha o de izquierda. Pero a veces también es preciso que luchemos como administración progresista contra las rabias endemoniadas de los retrógrados, de los tradicionalistas —entre los cuales algunos se juzgan progresistas— y de los neoliberales, para quienes la historia terminó en ellos.

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