miércoles, 28 de noviembre de 2012

PRINCIPIOS FILOSÓFICOS Y EPISTEMOLÓGICOS DEL SER DOCENTE, ROLANDO PINTO

Ser docentes en América Latina

Portada del libro de Rolando Pinto.

El legado intelectual, ético y pedagógico de educadores como Simón Rodríguez, José Martí, Omar Dengo, Paulo Freire y de tantos otros personajes ilustres de nuestra región, constituye una fuente indispensable de conocimientos originales y creativos que nos permitirán comprender a cabalidad el rol del docente en la escuela latinoamericana del presente y del futuro.

Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica

Se acaba de presentar en Costa Rica el libro Principios filosóficos y epistemológicos del ser docente, del educador e investigador chileno Rolando Pinto Contreras. Publicada bajo el sello editorial de la Coordinación Educativa y Cultural Centroamericana, esta obra constituye una sugerente invitación a pensar lo que significa ser docente en los particulares contextos sociales y políticos de Centroamérica y República Dominicana, y en un sentido mayor, de nuestra América toda.

Como lo explica el autor, en América Latina “necesitamos legitimar una mirada sobre estos principios [filosóficos y epistemológicos], que fundamentan la práctica formativa, pero, esta vez, desde la historia, las identidades socio-culturales, las tradiciones ético-políticas y pedagógicas que nos constituyen como territorios latinoamericanos. Solo desde ese rescate de lo propio podríamos entender las condiciones teóricas y políticas que nos impiden avanzar en el desarrollo de una educación propia, que dé más calidad a los procesos y productos formativos que desarrollamos con nuestras prácticas formativas”[1].

¿Cómo avanzar en ese rescate de lo propio, sustento de todo proceso de construcción de nuevas realidades en nuestros países? En nuestra perspectiva, una tarea prioritaria para dar pasos en la dirección sugerida por Pinto es retomar la rica tradición del pensamiento filosófico y pedagógico latinoamericano, para repensar desde allí las tareas prioritarias y las dimensiones de la función docente. Es decir, se trata de abocarnos individual y colectivamente a la tarea de rastrear, y de identificar, las principales ideas pedagógicas que han estado vinculadas a las luchas emancipatorias de nuestros pueblos, a lo largo de ya varios siglos.

En esa tarea, no son pocos los ejemplos que tenemos a la mano, aunque los relatos y políticas oficiales muchas veces se empeñen en invisibilizarlos o incluso negarlos en nuestros sistemas educativos. Aquí queremos referirnos a cuatro casos: el venezolano Simón Rodríguez, el cubano José Martí, el costarricense Omar Dengo y el brasileño Paulo Freire, toda vez que en ellos encontramos la lucidez intelectual y la solvencia ética y moral que les permitió a estas figuras articular una crítica profunda y coherente al sistema y estado de cosas dominante en su época. Una crítica en la que lograron ubicar a la educación y al maestro -o docente- como agente transformador de las distintas estructuras de opresión y dominación.

En la primera mitad del siglo XIX, Rodríguez (1769-1854), maestro del Libertador Simón Bolívar, logró perfilar una sensibilidad y un modo de pensar la cuestión de la cultura, la educación y la organización de los nuevos países que, al poner en primer plano la reflexión desde la América hispana, trascendió las circunstancias inmediatas de los convulsos años de la independencia de la corona española. Luces y virtudes es el gran emblema que sintetiza el pensamiento pedagógico de Rodríguez, y bajo su alero, despliega sus tesis sobre la educación popular y democrática como condición imprescindible para forjar naciones originales. “Se ha de educar a todo el mundo –dice-sin distinción de razas ni colores. No nos alucinemos: sin educación popular no habrá verdadera sociedad”[2]. Y en otro momento afirma: “La América debe considerar hoy la lectura de las obras didácticas (especialmente las que tratan de la sociedad) como uno de sus principales deberes. Si, por negligencia, da lugar a la internación de errores extranjeros, y permite que se mezclen con los nativos, persuádase que su futura suerte moral, será peor que la pasada”[3].

En la segunda mitad del siglo XIX, José Martí (1853-1895) toma la estafeta dejada por Simón Rodríguez. Como bien explica Armando Hart, son tres los ejes fundamentales del ideario pedagógico martiano: uno es la vinculación del estudio con el trabajo; otro, el papel formador del trabajo en la conciencia y la personalidad integral ser humano; y el tercero, “la función socialmente crucial en nuestros pueblos de la enseñanza”[4]. Estas ideas se sintetizan de modo pleno en un artículo de Martí titulado Maestros ambulantes, del año 1884, en el que relaciona las condiciones de vida de la población rural y campesina, mayoritaria en la América Latina de su tiempo, con el sentido transformador que confería a la educación: “¡Urge abrir escuelas normales de maestros prácticos, para regarlos luego por los valles, montes y rincones, como cuentan los indios del Amazonas que para crear a los hombres y a las mujeres, regó por toda la tierra las semillas de la palma moriche el Padre Amavilca!”[5].

En ese mismo texto, el Apóstol cubano plantea la que puede ser considerada como la fórmula de su pensamiento pedagógico: “Los hombres son todavía máquinas de comer, y relicarios de preocupaciones. Es necesario hacer de cada hombre un antorcha”[6]. Martí se refiere aquí al fuego del conocimiento, que será el que haga arder la conciencia y la inteligencia de cada persona, y también alude, de un modo indirecto pero imposible de ignorar, a la misión de los docentes: en última instancia, los encargados de iniciar la combustión del saber y de la transformación, primero, de la realidad inmediata de la persona, y después, de la sociedad como un todo.

En las primeras décadas del siglo XX, no fueron de menor calado las contribuciones –también críticas- de los intelectuales de lo que en la América Central, y específicamente en Costa Rica, se conoció como la nueva intelectualidad nacionalista y antiimperialista. Una figura representativa de este movimiento fue el educador Omar Dengo (1888-1928) quien, como ya lo había hecho Martí, asumió un importante liderazgo en el desarrollo de los procesos políticos costarricenses de esos años (la cuestión obrera y las luchas por la democracia), tanto a nivel de las ideas y la práctica pedagógica, como de la participación política como tal.

En términos de sus contribuciones al pensamiento pedagógico latinoamericano, que aquí nos interesa particularmente, cabe destacar un elemento común en las ideas de Dengo, a lo largo de distintos episodios de su vida: la concepción de la pedagogía como instrumental teórico de interpretación de la realidad social, y al mismo tiempo, como práctica para subvertir, desde la educación, aquellos aspectos de dicha realidad que impiden o detienen el bienestar del individuo y de las grandes mayorías.

Dengo creía que el maestro, el docente, no podía estar “en el Olimpo como los dioses”, sino “por los caminos de su patria […] bajo los aleros de la aldea rodeado de campesinos o en las esquinas de la ciudad ayuna de pórticos majestuosos”, dialogando siempre “con el pequeño escolar, con el humilde trabajador, con el campesino de mano firme, con la joven colegial, con el maestro, con el togado, con el reportero cazador de noticia, con la madre de una niña que estudia en su escuela, con el gamonal de pueblo”[7].

Para Dengo, no era posible la educación ni la escuela entendidas como islas, desvinculadas del ambiente social, sino como constructoras de puentes con el resto de la sociedad. Y en ese escenario, atendiendo la finalidad de colectiva del hecho educativo, el maestro debía cumplir una tarea de primer orden: “Preparar al hombre para el cumplimiento de sus deberes en el campo que cada cual debe cultivar particularmente y prepararlo para la siembra, el cultivo y la recolección, en el inmenso lote de actividades y aspiraciones que al conjunto como conjunto le corresponde”[8].

Una última escala en este breve recorrido por la historia de las ideas pedagógicas latinoamericanas nos ubica en la América del Sur de la segunda mitad del siglo XX, cuando, en medio de las distintas formas de explotación propias del sistema capitalista mundial –la acumulación por desposesión, la alienación, el analfabetismo, las brutales desigualdades sociales, el colonialismo interno y el desarrollo subdesarrollante-, emerge una corriente nueva, liberadora, en las ciencias de la educación: la pedagogía del oprimido del brasileño Paulo Freire (1921-1997). 

En una de las épocas más convulsas de la historia contemporánea de la región, Freire desarrolla una pedagogía de la resistencia a la opresión. Además, con Freire y sus ideas pedagógicas la condición del educador, el ser docente, se coloca en un nuevo plano como agente de las transformaciones sociales y de la liberación humana, en especial de los grupos sociales tradicionalmente oprimidos.

En Pedagogía del oprimido, Freire sostiene que el docente necesario para nuestra América es aquel que dialoga y que realiza la docencia en el diálogo; dialogando, a su vez, ayuda a los otros a crear las condiciones para el reconocimiento de su condición de oprimidos para abrir, juntos, los caminos de su liberación, de su alfabetización, de sus posibilidades de ser, estar y decir su palabra en el mundo. La suya es la tesis del diálogo en la educación –y del diálogo de la educación- como práctica de la libertad. Es decir, se trata de una exigencia existencial, que debe formar parte del ser mismo del educador. Al respecto, decía el pedagogo brasileño: “El hombre dialógico tiene fe en los hombres antes de encontrarse frente a frente con ellos. (…) El hombre dialógico que es crítico sabe que el poder de hacer, de crear, de transformar, es un poder de los hombres y sabe también que ellos pueden, enajenados en una situación concreta, tener ese poder disminuido” [9].

¿Por qué volver a las raíces del pensamiento pedagógico latinoamericano hoy, en el siglo XXI, en un mundo deslumbrado por el vértigo de la inmediatez y desprovisto de anclas con su pasado? ¿Será acaso un exceso de romanticismo latinoamericanista o, por el contrario, se trata de un imperativo que se desprende de las grandes tensiones culturales que recorren a nuestra región? 

Si aceptamos, como sostiene Rolando Pinto[10], que uno de los grandes desafíos filosóficos y epistemológicos de nuestro tiempo es aprender a ser docentes situados en América Latina, entonces, el legado intelectual, ético y pedagógico de Simón Rodríguez, José Martí, Omar Dengo, Paulo Freire y de tantos otros personajes ilustres de nuestra región, constituye una fuente indispensable de conocimientos originales y creativos que nos permitirán comprender a cabalidad el rol del docente en la escuela latinoamericana del presente y del futuro.

Necesario es volver a ellos, estudiarlos, analizarlos y vivir sus ideas hoy.

NOTAS
[1] Pinto, R. (2012). Principios filosóficos y epistemológicos del ser docente. San José, C.R.: Coordinación Educativa y Cultura Centroamericana / SICA. P. 15.
[2] Galeano, E. (2002). Memoria del fuego. Las caras y las máscaras. México D.F.: Siglo XXI Editores. P. 161.
[3] Rodriguez. S. (1990). Sociedades americanas. Caracas: Biblioteca Ayacucho. P.180.
[4] Hart, A. (2000). José Martí y el equilibrio del mundo. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. P. 138.
[5] Ídem., p. 136.
[6] Ídem, p. 136.
[7] Alfaro Rodríguez, M. y Vargas Dengo, M. (2009). “Semblanza y liderazgo de Omar Dengo: vigencia de su pensamiento”, Revista Electrónica Educare, vol. XIII, núm. 1, junio, 2009, P. 157. Recuperado de: >

[8] ídem, p. 162.
[9] Freire, P. (2002). Pedagogía del oprimido. México D.F.: Siglo XXI Editores. P. 104.
[10] Pinto, op. cit. pp.134-135

http://connuestraamerica.blogspot.com/2012/11/ser-docentes-en-america-latina.html

domingo, 11 de noviembre de 2012

Imperativo contemporáneo de la reflexión sobre el acto de educar

El desafío

Foto Gaceta del Nuevo Milenio. Guillermo Molina M.

Por: William Ospina
ElEspectador.com

Es extraño que una especie que lleva un millón de años en este planeta, que hace cuarenta mil años inventó el lenguaje y el arte, que hace quince mil ya construía poblados, que hace diez mil en Ecuador y en Mesopotamia cultivaba la tierra para obtener alimentos, que hace nueve mil empujaba ganados por el África, que hace seis mil ya tenía ciudades, que hace cinco mil ya andaba sobre ruedas, que hace cuatro mil quinientos producía seda con los capullos de los gusanos, guardaba reyes en pirámides y sistematizaba alfabetos, que hace cuatro mil años ya levantaba imperios, todavía tenga que preguntarse cada día cómo educar a la siguiente generación.

Casi todas las culturas anteriores supieron transmitir sus costumbres y sus destrezas, porque sus filosofías y religiones siempre creyeron en el futuro; pero en nuestro tiempo cunde por el planeta una suerte de carnaval del presente puro que menosprecia el pasado y desconfía del porvenir. Tal vez por eso nos atrae más la información que el conocimiento, más el conocimiento que la sabiduría. Los medios se alimentan de esa curiosa fiebre de actualidad que hace que los diarios sólo sean importantes si llevan la fecha de hoy, que los acontecimientos históricos sólo atraigan la atención mientras están ocurriendo: después se arrojan al olvido y tienen que llegar otras novedades a saciar nuestra curiosidad, a conmovernos con su belleza o con su horror.

En la política, la mera lucha por el poder termina siendo más urgente que la responsabilidad de ese poder; nadie les pide cuentas a los que se fueron y lo imperativo es decidir quiénes los reemplazarán. Los liderazgos personales eclipsan en todo el mundo la atención sobre los programas, el debate sobre los principios. Los líderes se preguntan de qué manera recibirán los electores tal o cual promesa, si se decepcionarán de ellos por proponer esto o aquello, y la tiranía de lo conveniente reemplaza principios y convicciones.

Nadie habría pensado en otros tiempos que los pastores sólo pudieran decir lo que está dispuesto a escuchar el rebaño, y la palabra liderazgo va perdiendo su sentido de orientación y de conocimiento para ser reemplazada por la mera astucia de la seducción, por todos los sutiles halagos y señuelos de la publicidad.

Ello no significa que sean los pueblos los que ahora deciden: poderes cotidianos gobiernan sus emociones, modelan sus gustos y dirigen sus opiniones. Fuerzas muy poderosas gobiernan el mundo, y pasa con ellas lo que con las letras más grandes que hay en los mapas: resultan ser las menos visibles, porque las separan ríos y montañas, meridianos y paralelos. ¿En qué consiste esta aparente seducción de las multitudes, que sólo quiere decirles lo que están dispuestas a oír, aunque se gobierne a sus espaldas y no siempre a favor de sus intereses?

Nietzsche decía que cualquier costumbre es preferible a la falta de costumbres. Nuestra época es la de la muerte de las costumbres: cambiamos tradiciones por modas, conocimientos comprobados por saberes improvisados, arquitecturas hermosas por adefesios sin alma, saberes milenarios por fanatismos de los últimos días, alimentos con cincuenta siglos de seguro por engendros de la ingeniería genética que no son necesariamente monstruosos, pero de los que no podemos estar seguros, porque más tardan en ser inventados que en ser incorporados a la dieta mundial antes de que sepamos qué efectos producirán en una o varias generaciones, todo por decisión de oscuros funcionarios que no siempre pueden demostrar que trabajan para el interés público. El doctor Frankenstein es ahora nuestro dietista y el Hombre Invisible toma decisiones delicadas que tienen que ver con nuestra salud y con nuestra seguridad.

Tenemos a veces un sentimiento que no tenían las generaciones del pasado: el de estar viviendo en un mundo desconocido. Mientras el maíz que comíamos era el mismo que comieron nuestros antepasados durante milenios, no teníamos por qué sentir esa aprensión. Mientras los alimentos obedecían a una dieta largamente probada por abuelos y trasabuelos, podía haber confianza en el mundo.

Nos preguntamos si pasaron los tiempos en que se podía hablar del ser humano utilizando las palabras de Hamlet: “¡Qué obra maestra es el hombre!, ¡Cuán noble por su razón!, ¡cuán infinito en facultades! En su forma y movimientos ¡cuán expresivo y maravilloso! En sus acciones, ¡qué parecido a un ángel!, en su inteligencia, ¡qué semejante a un dios! ¡La maravilla del mundo! ¡El arquetipo de los seres!”.

Gradualmente se incorporan al mundo cosas que no proceden de la tradición ni de la memoria, sino de una sed extraña por abandonar el pasado, por renunciar a todo lo conocido, por refugiarnos en el presente puro, en sus espectáculos e innovaciones, en sus mercados sin descanso y en la prisa inexplicable de sus muchedumbres. El mundo ya no parece estar para ser conocido, sino sólo para ser retratado, las ideas no piden ser profundizadas y combinadas, sino ser transmitidas; una manía no de la sentencia, sino del eslogan, parece apoderarse del mundo, y la humanidad tiende a verse arrojada a un hipermercado que sólo pertenece momentáneamente a quien pueda pagarlo: por último refugio los centros comerciales, por último alimento del espíritu los espectáculos, por toda escuela las pantallas de la televisión, por toda religión el consumo, por todo saber la opinión.

El último hombre bien podría ser aquel que, al preguntarle por sus ambiciones, contestó: “He vivido como todos, quiero morir como todos, quiero ir a donde van todos”.

*William Ospina

http://www.elespectador.com/opinion/columna-386357-el-desafio

 
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