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ENFOQUE
CRÍTICO*
The historical failure of liberalism in
Colombia: a critical approach
Miguel
Eduardo Cárdenas Rivera**
Resumen
El presente
estudio versa sobre el liberalismo en Colombia. Adopta como criterio de fondo
que el liberalismo no puso en práctica las reformas sociales que propuso
adelantar desde la década del treinta del siglo pasado, en especial la reforma
social agraria –que luego intentó en los sesenta– sin avanzar en ese propósito –lo
que dio pábulo a la insurgencia–; en los noventa maduró hacia el neoliberalismo, y a estas alturas del
desenvolvimiento histórico del conflicto interno armado no es dable aceptar que
si retornase a la senda liberal reformista pudiera dar una salida a la crisis
colombiana. El liberalismo colombiano no logró dar base orgánica y material a
políticas públicas orientadas a la distribución justa de la riqueza; a pesar de
entender que la paz requería reformas sociales, no las pudo hacer. Así, la
guerra es una catástrofe que tiene su fundamento en el fracaso del liberalismo
como intenta demostrar el artículo.
Palabras clave: Estado hobbesiano, guerra
civil, veto a la nación, liberalismo, conflicto en Colombia.
Abstract
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1
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This paper is
about Liberalism in Colombia. The main argument is that throughout the whole
twentieth century, Liberalism in Colombia failed to implement the social
reforms that it had promised as early as in the thirties. Especially important
was the failure of the agrarian social reform, which fed the further rise of
the insurgent forces. Later on, in the nineties, Liberalism matured into a new
form: Neoliberalism. This new form of Liberalism was less capable of producing
the social reforms that the old Liberals had promised. Today, and after the
historical development that the internal armed conflict in Colombia has
followed, it is impossible to think that a return to the reformist Liberal path
of the old times would be sufficient to provide a solution to the crisis in
Colombia. Colombian Liberalism was simply not able to provide an organic and
material base that would guide public policies towards a fair distribution of
wealth. And so, as this paper attempts to demonstrate that the Colombian war is
a catastrophe that has its foundations in the failure of Colombian Liberalism.
Keywords: Hobbesian state, civil war, veto
to the Nation, Liberalism, conflict in Colombia.
*
Artículo de investigación científica e
histórica, resultado del proceso interdisciplinar, político y académico sobre
la relación entre doctrinas políticas, justicia social y paz que adelanta el
Grupo de Investigación Primo Levi de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales
de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, bajo la orientación del
doctor Luis Bernardo Díaz Gamboa. Tiene un enfoque crítico de la filosofía
social aplicado a la ciencia del derecho mediante el análisis jurídico-político
con expresa intencionalidad praxiológica.
**
Jurista. Profesor universitario. Doctor en
Derecho de la Universidad Externado de Colombia. migueleduardozp@gmail.com
Sumario. Introducción. El liberalismo en Colombia:
orígenes y persistencia; 1. La
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continuidad de la violencia: expresión de una dinámica sistémica; 2.
El liberalismo
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en la historia colombiana: intento y fracaso en la búsqueda de una
salida a la
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crisis; 3. La solución del problema agrario: base para la superación
de la violencia
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sistémica; 4. De la relación entre Palacios Rozo y Uribe López: ¿el
discípulo
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supera al maestro?; Conclusión: La salida política: construcción del
posconflicto y
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pluralidad de enfoques; Referencias.
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Metodología. La metodología se basa en el materialismo
histórico soslayando el
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doctrinarismo obstinado y la autocomplacencia con las conclusiones
propia del
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dogmatismo, para tal efecto el rigor analítico y conceptual es
decisivo para no
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perder la realidad concreta del conflicto social que configura el
contexto histórico
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colombiano. Lejos de una ideología que da juego a los vanguardismos se
apela a
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la conciencia de clase para hacer la revolución que permita la
emancipación de los
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trabajadores por obra de los trabajadores mismos. En esta línea
metodológica se
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utiliza el análisis inductivo y el abstracto-deductivo de causalidad
que se encuentra
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en la economía política marxista. Con este instrumental se responde la
pregunta
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de guía el estudio: ¿cuál es el papel del liberalismo en la
profundización de la
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crisis sistémica que afecta a Colombia?
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2
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Introducción
El liberalismo en Colombia:
orígenes y persistencia
El liberalismo en
Colombia tuvo una gran influencia desde fines del siglo XVIII cuando en 1794
Antonio Nariño tradujo y publicó la “Declaración de los Derechos del Hombre y
el Ciudadano”, proclamada por la Revolución francesa en 1789. Este acto, de
carácter subversivo bajo la égida de la “utopía del liberalismo democrático”
(Fals, 2008, p. 244), va a marcar una etapa conocida como la “revolución de
independencia” que, más adelante –luego de grandes confrontaciones ideológicas
y militares acaecidas a partir de “la fundación de la República” en 1819– lleva
al Radicalismo a imponer la idea “liberal pura”, como fue plasmada en 1863 en
la Constitución de Rionegro.
Este proyecto de
nación “sin mito fundacional”, fue derrotado en la Guerra de 1885 por “La
Regeneración”. En este crucial período, el liberalismo colombiano fue sometido
a una severa defenestración y convertido en un eunuco que desapareció para
siempre como una fuerza para la transformación política. Así –en ese recoveco
de la historia– se generó la actual catástrofe producto del freno a la
revolución social por parte del catolicismo conservador (España, 2003, p. 283).
No
obstante,
tal postura ideológica –de gran factura retórica– pervive en la actualidad,
como se comprueba en la reivindicación de un enfoque “liberal” in extremis –que clama por un Estado hobbesiano– en el libro La Nación vetada: Estado, desarrollo y guerra civil en Colombia de Mauricio
Uribe López (2013). Perspectiva que lo aúna
de manera estrecha con el libro Violencia
pública en Colombia 1958-2010 de Marco Palacios (2012b). El liberalismo es
el pegamento conceptual de estos dos autores1.
El presente
trabajo tiene por objeto estudiar de manera crítica la historia del liberalismo
en Colombia, para así escudriñar en su fracaso y explicar la acritud del
fenómeno de la violencia.2
Para ello abarca de manera crítica estas dos obras, con énfasis en la forma
como Uribe López aplica desde la ciencia política una categoría económica (el “sesgo
anticampesino del modo de desarrollo”). Por su parte, Palacios, en su ejercicio
como historiador, no asume la categoría “guerra civil”, sino que utiliza y
define una fórmula genérica y evasiva que denomina la “violencia pública”.
La estructura del
libro de Uribe López comprende cuatro capítulos: el primero asume como enfoque
el “institucionalismo histórico y la economía política del
1 3
El liberalismo es una doctrina que postula la idea de la
realización humana sin la intervención divina. Aspira a crear una forma de
organización económica y social que se construye con base en los principios de
libertad, igualdad, fraternidad y propiedad. La democracia liberal se
fundamenta en el contrato social para
hacer posible la superación del estado de naturaleza, remontar la violencia, y
alcanzar la paz y la convivencia. El discurso liberal no se comporta en la
historia de manera congruente pues la dominación burguesa y el capitalismo no
permiten al conjunto de la población el acceso a los bienes materiales
necesarios para la realización de los derechos que reconoce erga omnes de manera formal. Coerción y
consenso, violencia y legitimidad, libre mercado e intervención del Estado, son
los dos rieles por los que corre desbocada la máquina del capital.
La deliberación que caracteriza la sociedad civil requiere de niveles de
educación y de participación que el sistema político y la educación tampoco
posibilitan. El mercado como institución y el sistema de partidos no logran el
reparto de la riqueza ni la representación para la formulación de las leyes en
pro del beneficio general. El Estado en el régimen liberal expresa la
concentración del poder privado de las corporaciones en detrimento del bien
común.
La sociedad burguesa basada en la idea liberal es una fórmula que combina
el individualismo, el utilitarismo, el pragmatismo, la ley del más fuerte
propia del darwinismo social, la concentración aberrante de la riqueza y de
contera la masificación de la pobreza. Una explicación plausible es que “el
liberalismo es la cobardía del comerciante, la palabrería del polemista, el
entretenimiento de los brutos”. (Silva Herzog, 2006, p. 33).
El triunfo del liberalismo a nivel planetario conlleva el fenómeno del
hambre. Para un recuento crítico de los efectos del liberalismo, véase Caparrós
(2014).
2 El sociólogo francés Daniel Pecaut –quien luego de serias y
sistemáticas reflexiones históricas a lo largo de tres décadas llegó a su tesis
de la existencia de una “guerra contra la sociedad”– desde 1976 formuló la
necesidad de un estudio objetivo que permitiese una interpretación del fenómeno
de la violencia en Colombia. Objetivo en cuanto superara como explicación de
fondo el sectarismo partidista de la mitad del siglo pasado entre liberales y
conservadores y que asimile “que esta violencia generalizada no se ha
manifestado sino en Colombia y ello no ha sido [así] en otra parte, al menos
bajo esta forma, el acompañamiento necesario ni de modernización del
capitalismo”. (Pecaut, 1976, p. 71).
desarrollo”
para hacer el estudio de caso sobre la “guerra civil prolongada”; el segundo
hace un estudio comparativo de la guerra civil colombiana; el tercero escudriña
el problema de fondo de la obra: el “veto a la nación y el antiestatismo de las
élites”; el cuarto asume la inaplicación del liberalismo político a la Rawls como guía de interpretación
de la crisis colombiana, enlazada al ya mencionado “sesgo anticampesino”.
La estructura del
libro de Palacios comprende cuatro capítulos: el primero es un ensayo que se
titula “Palabras, momentos y lugares de un conflicto armado inconcluso”; el
segundo, de gran rigor, analiza la “Guerra Fría y la Revolución”; el tercero
trata el asunto de la “Guerra a las drogas, escalamiento y guerra sucia”, y el
cuarto aborda la “Paz cuatrienal”.
El hilo conductor
del libro de Uribe López es la idea liberal pura
que asume el institucionalismo como base del debido funcionamiento del mercado, entendido como la institución
fundamental. Ese institucionalismo se confunde con la idea de Estado en el
sentido hegeliano (como garantía de la preservación de lo general sobre lo
particular). Es un libro liberal que se queja de la ausencia de liberalismo
como causa fundamental del problema que analiza.
Su contenido es
el resultado de
una profunda mirada
del problema de
la
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4
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construcción de
la Nación que no cuestiona al Estado como categoría, ni se pregunta ¿qué es el
Estado? o al menos se permita indagar ¿qué tipo de Estado? Uribe, luego de
hacer un perspicaz recuento sobre el debate en torno al problema de Estado en
el capitalismo actual, no se arriesga a desatar el nudo gordiano de tan
complicado asunto, ergo no asume una
crítica a la categoría Estado. Pareciera como si el Estado (burgués) fuese
bueno y necesario per se. Así, de la
mano de Kant y Hegel, Uribe hace que Hobbes adquiera plena personalidad liberal. No obstante, Uribe se apoya en
Centeno para anotar que:
La perspectiva
neoliberal denunciaba la existencia de un poderoso Leviatán que había sumido a
la región en el caos económico y político. Las dictaduras y los regímenes
autoritarios que habían predominado en el paisaje político regional alimentaban
aún más la imagen del Estado latinoamericano como un Leviatán opresivo. (Uribe,
2013, p. 161)
Uribe López trata
de establecer una sutil diferencia para indicar que el liberalismo sirve como
antídoto al neoliberalismo, cuando en realidad este último es una maduración
del sistema de explotación en que se fundamenta el ejercicio del poder del
capital. Y en esa dubitación se pregunta y se responde a sí mismo:
Cuál
Leviatán opresivo si a pesar del indiscutible despotismo de múltiples gobiernos
en la historia de la región buena parte de las muertes producidas por la
violencia política han sido consecuencia de la incapacidad del Estado para
imponer su autoridad. (Uribe, 2013, p. 161)
Omite así la
realidad histórica de los resultados de la Doctrina de la Seguridad Nacional
tal como se aplicó en forma criminal a través de la Operación Cóndor en el Cono
Sur y del paramilitarismo en Colombia, como una de las más grandes “operaciones
encubiertas” que el “Leviatán opresivo” desplegó a través de la acción del
aparato de seguridad continental del gobierno de los Estados Unidos a
instancias del Departamento de Estado y el Pentágono a través de la CIA
(Cispal, 2012).
Así, su rechazo a
la guerra proviene de una postura moral, no la asume como fenómeno político con
raíces histórico–sociales. Omite la sustancia del problema: la violencia propia
del capitalismo,3
que en su estudio sobre el “estilo de desarrollo” Uribe López denomina el “sesgo
anticampesino” (2013, pp. 505-535), con seguridad el aporte más interesante del
libro.
Una explicación que se requiere matizar sobre
este tópico es la siguiente: (…) La lucha por la paz ha integrado los objetivos
contra el liberalismo, ha permitido el reconocimiento de la guerra como un
dispositivo feroz de legitimación del poder 5 capitalista (Hardt &
Negri, 2007, p. 103).
En primer lugar,
no es creíble que la guerra –en general– sea un dispositivo feroz de
legitimación del poder capitalista. No lo son las guerras de liberación. En segundo lugar, no hay una violencia propia del capitalismo,
sino varias: las dictaduras y la represión física es una de ellas, pero hay
otras: ideológicas, políticas y culturales por medio de las cuales, en
coyunturas determinadas, el sistema puede lograr el consenso de las mayorías
durante periodos más o menos largos. Cuando pierde ese consenso –o sabe que lo
va a perder –por ejemplo
3 Vale acotar que en el célebre estudio sobre la acumulación
originaria, que consigna el cap. XXIV del Libro I de El Capital, se refiere Marx al “pecado original” con que nace el
poder del capital y adquiere una forma social propia que solo es posible en la
modernidad, etapa que configura la plena madurez del dominio de la burguesía en
el siglo XIX, que se expresa en la imposición y aceptación social de la ley de
la plusvalía, bajo la fórmula liberal de una institucionalidad del mercado que
aplica la fórmula de coerción y consenso. Marx explica el fenómeno de manera
precisa: “De este pecado original data la pobreza de los más, que a pesar de
todo, y aun aferrándose al trabajo, solo podían vender su persona, y la riqueza
de los menos, que crece incesantemente, aunque haga mucho tiempo que han dejado
de trabajar”. (Marx, 2014, p. 637). En efecto, tal como lo pone al descubierto
Rosa Luxemburgo, la violencia es la base del poder del capital, es el mecanismo
que hace posible su funcionamiento inhumano –de esa manera y no de ninguna otra–:
“[…] era, finalmente, la propia insuficiencia del desarrollo de la
productividad del trabajo la que, a la vez, traía aparejada la periódica
contradicción de intereses entre las diferentes unidades sociales y, con ello,
planteaba la fuerza bruta como único medio de resolver esta contradicción”. (Luxemburgo,
1972, p. 136).
porque
emprende transformaciones modernizantes neocoloniales– recurre a la violencia
pura y simple. Esta es la explicación de buena parte de las dictaduras en
América Latina en los años 60–80, por establecer alguna fecha. Pero con
características específicas en cada país, incluida Colombia.
1. La continuidad de la violencia: expresión de
una dinámica sistémica
Es necesario
saber cómo Colombia transitó por la modernización neocolonizadora, para lo cual
es menester conocer la historia de las luchas campesinas en Colombia (Romero,
s.f.). La violencia extrema, pura y simple, que caracterizó varios decenios a
la sociedad colombiana, es también diferente de la que existió en otros países
de América Latina. En Colombia, las atrocidades fueron impensables. Hubo una “cultura”
de la atrocidad que aparentemente respondió a ciertos códigos. Ese terror
extremo practicado tuvo, al parecer, un objetivo muy preciso: desalojar a los
campesinos de sus tierras para dejarlas en manos de los terratenientes.
Quizá le asiste razón a Uribe López cuando se
refiere a las carencias del institucionalismo, que sirvieron como campo abonado
para la violencia extrema. Aunque la razón principal de esta última fue el
despojo de los campesinos. Eso es 6 bastante más que un simple “sesgo
anticampesino”.
Lo cierto es que
ese largo periodo de violencia extrema contribuyó a que en ciertas capas
sociales colombianas la vida humana pasase a carecer de valor. De manera
creativa, la literatura4
y el cine dieron explicación del asunto, a partir de la aparición en 1983 de la
película Cóndores no entierran todos los
días, basada en la novela de 1972 de Gustavo Álvarez Gardeazábal.5
No se puede
desconocer la relación entre conflicto social e insurgencia en el caso
colombiano. También es cierto que no se puede hacer un paralelo en Colombia
entre la lucha armada y la lucha de clases. Se asevera que si la insurgencia
encarnó un proyecto liberador, dejó de serlo hace tiempo, y ahora es más un
obstáculo que una ayuda al desarrollo de la lucha de clases. Por ello, Palacios
tiene razón cuando escribe –conocedor de la categoría “hegemonía” en Gramsci–:
4
Marianne Ponsford, en su editorial para la
Revista Arcadia N° 100 “Cien años de
realidad” anota: “Pero quizás lo que genuinamente abruma del particular
conjunto de obras aquí reunidas es la evidencia de que la mayoría de los
creadores del país han buscado con vehemencia casi febril, década tras década,
dar nombre a la violencia que ha atravesado, como un hierro encendido, el
cuerpo de la historia de Colombia”.
5
Como también lo hace el escritor William
Ospina quien, a lo largo de su obra, estudia la reacción de la literatura y de
la cultura en general con respecto a la violencia.
Es
erróneo suponer que las FARC hubieran alcanzado, así fuera momentáneamente, el
control militar completo o la hegemonía ‘gramsciana en esos territorios’.
Siempre han sido débiles en los cascos urbanos y deben negociar constantemente
las lealtades de la población selva adentro. (Palacios, 2012b, p. 129)
Sorprende la
reiterada alusión al ideólogo del nazismo Carl Schmitt para explicar la
categoría de enemigo (Serrano, 2002). Este es un lapsus teórico inaceptable que toma fuerza en el enfoque que
consigna el prólogo de Jorge Giraldo Ramírez al libro de Uribe López, quien en
clave hobbesiana arguye contra toda
evidencia sobre la “debilidad del Estado colombiano” (Uribe, 2013, p.24).
En el caso de Giraldo vale señalar ese notorio fenómeno que sucedió:
Cuando no pocos
intelectuales conservadores y neoconservadores se detuvieron alarmados en las
puertas del edificio teórico schmittiano, muchos de los que provenían del
marxismo y otras variantes del pensamiento crítico se adentraron en el mismo
irresponsable y desaprensivamente, sin medir las consecuencias de sus actos.
(Borón & González, 2004, p. 136)
Reconoce Giraldo
Ramírez en su nota introductoria que “en Colombia la estrategia de la guerra
prolongada de Mao Ze Dong ha superado toda expectativa y ha
hecho empalidecer, en el plano temporal, las
guerras revolucionarias que se 7 libraron en Asia y África”
(Uribe, 2013, p. 23)
En efecto, en
esta parte del mundo como en otros lugares, influyó –tal vez en demasía– el
pensamiento de Mao –ideólogo marxista y dirigente de un proceso político
concreto en la China imperial, semifeudal y colonial–. Mao (1968) advierte sin
titubeo que:
Una revolución es
una insurrección, es un acto de violencia mediante el cual una clase derrota a
otra. En la sociedad de clases, las revoluciones y las guerras revolucionarias
son inevitables; sin ellas, es imposible realizar saltos en el desarrollo
social y derrocar a las clases dominantes reaccionarias, y, por lo tanto, es
imposible que el pueblo conquiste el Poder. La tarea central y la forma más
alta de toda revolución es la toma del Poder por medio de la fuerza armada, es
decir, la solución del problema por medio de la guerra. Este principio
marxista-leninista de la revolución tiene validez universal. (Mao, 1968, p.
188)
En Colombia, esta
concepción se aplicó al revés y de manera torticera; así, parte de la guerrilla
maoísta, anduvo por un vericueto de la historia, para mutar en el flagelo del
paramilitarismo. Segmentos de estructuras guerrilleras no desmovilizadas se
sumaron al paramilitarismo, como el Frente Pedro León Arboleda del Ejército
Popular de Liberación, que en 1996 adhirió a las
Autodefensas
Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu) al mando de Carlos Castaño Gil (Vélez,
s.f.). También el Frente Urbano Yariguíes del Ejército de Liberación Nacional
en Barrancabermeja se desdobló como estructura paramilitar en 2002 (Aponte
& Vargas, 2011, p. 46). Es difícil comprenderlo, pero en Colombia sucedió
que sectores de las guerrillas se convirtieron en paramilitares. El común
entendimiento de la historia en Colombia afirma que el paramilitarismo fue un
mecanismo contrainsurgente establecido por las élites instaladas en Colombia
para extender su poder y contener o destruir todo aquello que atentara contra
sus intereses, focalizándose en la destrucción precisamente de las guerrillas6.
El antropólogo y
siquiatra Alberto Pinzón (en entrevista realizada el 18 de agosto de 2014)
explica como uno de los puntos más reiterados en el discurso oligárquico es el
aserto según el cual los revolucionarios solo están por la “toma del poder” a
secas. Esta consigna se ha utilizado por el imperialismo y sus togados para
quitarle la segunda parte, que es la más esencial e importante, y que consiste
en tomar el poder para hacer “cambios profundos” o estructurales en la
sociedad. No es “el poder por el poder” como históricamente y toda la vida lo
ha hecho la oligarquía sino para hacer los cambios revolucionarios. Ahí está la
esencia de la discusión que no se quiere dar.
Palacios, al intentar una comprensión del fenómeno insurgente, llama
la atención
|
8
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acerca de cómo en lo militar:
La tecnología,
los helicópteros y sistemas de comunicación satelital han permitido a la fuerza
pública, más que a cualquier grupo ilegal, ‘matar la distancia’, literalmente y
en ‘tiempo real’, una ventaja técnica que se pierde ante el déficit del factor estratégico. (Palacios, 2012b, p.
53)
Y efectúa un balance estratégico para aseverar que:
El verdadero
problema que hubo de enfrentar la guerrilla en general al terminar la década de
1980 fue el creciente poderío paramilitar basado en el mismo principio de que ‘el
poder nace del fusil’ y en la misma técnica de ‘construir’ territorios y ‘bases
liberadas’. (Palacios, 2012b, p. 58)
6 Para un estudio comprehensivo sobre el problema histórico
de la violencia y la guerra in genere
es muy amplia y completa la literatura existente, desde el clásico de Federico
Engels, Las guerras campesinas en Alemania. (Medellín: Oveja Negra, 1969),
pasando por John Keane, Reflexiones sobre
la violencia. (Madrid: Alianza,
2000), hasta de Eric Hobsbawm, Guerra y
paz en el siglo XXI. (Barcelona: Crítica, 2007). Sobre Colombia desde la epopeya
que narra Alfredo Molano en Trochas y
fusiles. Historias de combatientes. (Bogotá: Instituto de Estudios
Políticos y Relaciones Internacionales–El Áncora Editores, 1994), pasando por
Arturo Guerrero, Guerra, humanismo y
ética. (Bogotá: Fondation Charles Leopold Mayer pour le Progrés de l'Homme–Asocaci,
2010), hasta de Gonzalo España, El país
que se hizo a tiros. Guerras civiles colombianas (1810-1903). (Bogotá: Editorial Debate, 2013).
2. El liberalismo en la historia colombiana:
intento y fracaso en la búsqueda de una salida a la crisis
Debe observarse
que los dos libros analizados tienen un marco contextual en cuanto a la
producción bibliográfica de su objeto de estudio. A efectos de valorar su
importancia y establecer su peso específico, es preciso remontarse a 1967 y
abarcar hasta 2013. Es un arco que se abre con el fracaso de la llamada “generación
de La Violencia” que estudia el Maestro Orlando Fals Borda en su opus magnum titulado La Subversión en Colombia (aparecido en 1967 y actualizado en 2008). Un balance histórico del período lo hace
Fidel Castro Ruz, quien lo consigna en su documento La paz en Colombia (2010). Una obligatoria referencia por el
realismo crudo del relato es el libro de Yesid Campos Zornoza El Baile
Rojo (2008). Como lo es el importante libro Paramilitarismo en Colombia. La Modernidad que nos tocó de Alonso
Otero (2007).7 En
el contexto que describimos da frutos
la tarea editorial del Grupo de Memoria Histórica de la CNRR que a lo largo de
una década realizó 22 estudios sobre la barbarie más reciente, estudios que
confluyen en el Informe Basta ya
(2013)8 -con el que el que se cierra
el arco-.
Basta ya trae un paquete de
recomendaciones para realizar los derechos de las víctimas sobre verdad, justicia, reparación y no repetición.
También hace 9 recomendaciones para la construcción de paz. Estas recomendaciones han
sido omitidas por el gobierno de turno y desconocidas por la opinión pública.
Su punto
de partida es reconocer que:
Durante décadas,
el Estado colombiano ha moldeado su estructura jurídica respondiendo a la
necesidad de hacer frente a un conflicto armado interno que lo ha debilitado y
desangrado. Por eso, el ordenamiento jurídico interno, responde, en gran parte,
a la lógica de un Estado en conflicto, lo que hace que en un proceso de
7
Se trata de una investigación que se
distancia de los conceptos que predominan en la discusión académica y política
del tema, para plantear una visión según la cual los fenómenos de la
insurgencia y el paramilitarismo no están relacionados con el atraso de las
estructuras, sino que contrario sensu
responden a presiones y necesidades que la globalización impone a los países
periféricos (del “Tercer Mundo”) para adoptar una modernización, sin examen
previo de sus consecuencias y sin medios para contrarrestar sus impactos. El
examen realizado en este libro del periodo 1982-2002 busca reconstruir una
etapa de la historia que tuvo un alto costo en términos de muerte, pérdida de
mentes brillantes, y deterioro moral. El autor relata una serie de episodios
para reconocer los errores y aciertos del pasado, las necesidades de corregir
el rumbo y pensar en un futuro justo y con equidad. Su propuesta consiste en
reorientar la política para construir un país tolerante, diverso, solidario y
productivo en armonía y cooperación.
8
Departamento Administrativo para la
Prosperidad Social–Centro Nacional de Memoria Histórica. Colombia,
Informe ¡Basta Ya! Colombia:
Memorias de Guerra y dignidad (2013). El significado de este Informe es de
tal alcance que constituye una
detallada “declaración de parte” por parte del régimen oligárquico –que debe
clarificarse y recogerse de la mejor manera posible– para evitar confusiones en
cuanto al panorama táctico y estratégico en pleno desenvolvimiento.
construcción
de paz sea necesario ajustar, modificar y derogar aquella normativa que
interfiera con esos objetivos. Resulta entonces necesario revisar la estructura
normativa e institucional a fin de que su configuración responda y facilite la
transición.
Construir la paz demandará
cuantiosos recursos, pero más costoso resultaría mantener la guerra. Durante
décadas, el presupuesto del Estado destinado para la guerra se ha incrementado
de manera significativa, lo que hace necesario, en una etapa de transición,
desmontar paulatinamente esa tendencia hasta alcanzar el objetivo de diseñar y
ejecutar un presupuesto para la paz y el desarrollo social. (Departamento
Administrativo para la Prosperidad Social, 2013, p. 242)
El cuadro que
pinta este valioso informe es el siguiente: doscientas veinte mil muertes
(incluye los ‘falsos positivos’), de los cuales el ochenta por ciento eran
personas no involucradas en acciones bélicas, sesenta y dos mil desaparecidos,
Operación Baile Rojo contra la UP que eliminó bajo el método nazi tres mil
personas entre dirigentes políticos (quinientos concejales, diputados, alcaldes
congresistas) y sociales de sindicatos y ligas campesinas, cinco millones de
desplazados, siete millones de hectáreas despojadas a los campesinos
(aniquilación de las organizaciones campesinas). Los magnicidios de Pardo,
Pizarro, Jaramillo y Galán ad portas
de la maniobra constitucional de 1991. Un país teñido de sangre y batido por el
sufrimiento. Millones de colombianos
vapuleados, burlados, escarmentados,
sacrificados. Mujeres y niñas sumidas en la 10 violación y el oprobio.
Hombres y niños hundidos en la vorágine de La
virgen de
los sicarios, que relata Fernando Vallejo (1994). Es un
problema de una postración moral, de
degradación en la vida colectiva que ha llevado a considerar a Colombia como un
‘Estado fallido’ (Acemoglu & Robinson, 2012), como una nación al borde de
la disolución. Una situación por su gravedad comparable con la de Ruanda,
Namibia, Pakistán, Bangladesh, Siria, Palestina, Irak, Afganistán, en materia de
lo que la comunidad internacional denomina ‘crisis humanitaria’.
No se puede
desconocer la relación entre conflicto social e insurgencia en el caso
colombiano. Uno de los puntos más álgidos de nuestro debate es el relacionado
con el vínculo entre el conflicto social y el enfrentamiento armado. Se arguye
que no hay relación aceptable de causalidad, dado que si fuese posible este
vínculo, otros países más pobres que el nuestro estarían en la posibilidad de
generar guerras internas. En fin, si se trata de hacer un balance militar y
social, sería recomendable y conveniente revisar tranquila, reflexiva y
pausadamente la debacle militar durante los dos gobiernos del presidente Uribe
Vélez (2002-2010) y el de su sucesor, el actual presidente reelegido Juan Manuel
Santos, ambos
seriamente
cuestionados por su forma de ejercer el poder9. Desde 2004 se presentaron
acontecimientos hasta ahora en proceso de esclarecimiento, que partían de su
peculiar forma de ver el conflicto colombiano. La estrategia se basaba en la
idea de “lucha contra el terrorismo”, que niega la existencia de un conflicto
con raíces sociales en el país. Así se privilegian las acciones militares y de
inteligencia sobre las políticas públicas distributivas10.
En 2004 se
conoció el informe “Conflictividad territorial en Colombia”, elaborado por
Alfredo Rangel, Armando Borrero y William Ramírez, resultado de un Convenio de
Cooperación Científica para Investigación entre la Escuela Superior de
Administración Pública y la Fundación Buen Gobierno. Este estudio reconoce la
existencia de una parainstitucionalidad que genera alteraciones, en tanto y en
cuanto, se convierte en una fuente de conflictividad por el accionar de grupos
armados –ejércitos de guerrilleros y “paramilitares”– que actúan en contra o
9 Uribe Vélez basó su ejercicio del poder en vínculos con los
sectores más retardatarios de la clase terrateniente, las expresiones
ultramontanas del militarismo criollo, el espionaje a las mismas instituciones
del Estado que consideraba infiltradas como las altas cortes de justicia, la
propaganda negra contra sus opositores, la persecución a los sectores sociales
considerados por los servicios de inteligencia como base de apoyo de la
insurgencia, combinado todo ello con los más sofisticados programas de asistencia
social. Santos cabalgó sobre este esquema para hacerse elegir en 2010 como
candidato del uribismo, luego se escinde de su antiguo mentor para aplicar
fórmulas propias de un jugador de póker, habilidad de la que se precia el
mismo Santos, quien proyecta una
imagen de estratega político vinculado sólidamente con la élite 11
económica, en especial al hombre más rico de Colombia, Luis Carlos Sarmiento
Angulo, banquero, dueño del principal diario del país, y ahora gran empresario
agrícola. Santos está ligado de manera estrecha con el
cuerpo ejecutivo de las multinacionales y la diplomacia de los países que
conforman la OCDE; a su vez reparte dinero público en las regiones para obras
de infraestructura que da réditos políticos a la coalición que lo respalda en
el Congreso Nacional, más conocida como la fórmula de la “mermelada”. El uno es
el fiel continuador del otro con un cambio de manejo táctico de la crisis
nacional para mantener el modelo neoliberal basado en el extractivismo y las
plenas garantías para la inversión extranjera directa que incluye la actividad
de las bases militares norteamericanas en suelo colombiano para el control de
centro y sur del conteniente americano. Así las cosas, la guerra de Uribe es la
misma paz de Santos: preservar los intereses de la gran burguesía nacional
socia del capitalismo internacional para depredar los sectores estratégicos de
la economía colombiana.
10 Los costos del conflicto de manera general en materia del
PIB nacional por año han estado por encima de todos los rubros. De 2010 a 2014
estos se duplicaron. La guerra la usufructúan ‘hombres de negocios’ que nunca
van a la guerra. El Ejército ha sido utilizado por la clase política para
ahondar los odios entre distintos sectores sociales y políticos por razones
ideológicas, pero los muertos siempre son los de las clases menos favorecidas
(militares, policías, guerrilleros, paramilitares y otras bandas). Los
ministros de defensa civiles, resultaron más militaristas que los militares y
han coadyuvado a generar otra especie de odio de clases entre los actores del
conflicto. Su afán de presentar resultados, los llevó a generar una nueva
doctrina apoyada por crímenes de lesa humanidad que denominaron “falsos
positivos”. La ‘democracia en Colombia’ está en crisis pues las libertades
ciudadanas se reducen a votar cada cuatro años para elegir los miembros de un
congreso cuya función principal es mantener la distracción y desorganización de
los sectores populares. Los costos de la guerra no son únicamente los 26
billones de pesos que en el 2013 se destinaron para “seguridad y defensa”. El
gasto militar es igual al gasto en salud, educación y saneamiento ambiental en
conjunto. De 600 mil funcionarios del orden
central, 515 mil están vinculados al Ministerio de Defensa; así las cosas, más del 80% del rubro ‘gastos de personal’ son
destinados a la seguridad. Consúltese
Aurelio Suárez Montoya y Miguel Eduardo Cárdenas Rivera (2009).
paralelamente
al Estado para disputarle y suplantar su poder, y que por esta razón tienen,
además de la militar, una connotación claramente política. Se plantea la
hipótesis que sostiene que la conflictividad que genera este fenómeno violento,
más allá de ser la sumatoria de las secuelas de un grave problema de seguridad,
es un proceso de apropiación y ejercicio del poder; una forma de dominación que
se soporta y se reproduce gracias a las fisuras que deja la construcción de
Estado y de territorio en este país; gracias a las fisuras (intersticios) que
dejan la inequidad y el desorden del desarrollo económico colombiano; y gracias
a las fisuras (rupturas) de nuestro tejido social construido entre sucesivas
violencias, rápidos cambios demográficos y desarraigos. Los conflictos que
genera la parainstitucionalidad impactan y distorsionan el sistema político, la
administración del Estado, la organización social y el desarrollo económico. Se
identifican también en la hipótesis dos factores que potencian el impacto del
accionar parainstitucional: el control efectivo que ejercen sobre el territorio
y los comportamientos sociales, políticos y económicos de la comunidad que lo
ocupa, y el ejercicio de la administración de la “justicia”.
El conflicto en Colombia tiene hondas raíces
políticas y sociales. Por ejemplo, menos de un tercio de la población
colombiana tiene acceso a una vida digna,11 mientras los otros dos tercios están excluidos
o en condición de vulnerabilidad.12 12 Se trata de una democracia social formal, la
cual fue descrita por el presidente de
la República (en encargo),
Darío Echandía, como un “orangután con sacoleva” (Gutiérrez, 2014).
Los diferentes gobiernos han
sido incapaces de adelantar la reforma social que el país necesita. El Partido
Liberal, en diferentes oportunidades, fracasó en llevar a
11
Se entiende por “vida digna” una fórmula proveniente
del concepto de “vida buena” acuñada por el célebre filósofo liberal Jürgen
Habermas, según la cual todo ser humano por el hecho de ser humano le
corresponde la plena satisfacción de sus necesidades materiales para proyectar
su realización como persona y ser social a través del proceso discursivo, esto
es la capacidad ciudadana de intervenir de manera concreta en la deliberación
democrática y contrarrestar así los frenos para alcanzar la igualdad real (no
formal). En el lenguaje jurídico tomó fuerza en las sentencias de la Corte
Constitucional creada por la Constitución Política de 1991. Así se contrastan
dos formas de existencia social: una denominada “el estado de cosas
inconstitucional” que no garantiza los derechos sociales y económicos a amplios
sectores ciudadanos, y otra de “vida buena” para los que si acceden a los
bienes materiales y culturales necesarios para su plena realización como seres
humanos.
12 Según
Alfredo González del PNUD “en Colombia, la clase media está integrada por 13
millones de personas, los pobres son 16 millones, y hay 18 millones de
ciudadanos que son la gran preocupación, pues están en condición de
vulnerabilidad, con riesgo de caer, regresar o permanecer en la pobreza”. http://www.eltiempo.com/economia/finanzas-personales/desigualdad-en-colombia-el-pais-ocupa-el-puesto-12/14298377
cabo
tales reformas.13
Así ocurrió con Alfonso López Pumarejo en 1934, los gobiernos liberales
compartidos de los años 60 y 70, y con Virgilio Barco, quien fue incapaz de
emprender las reformas económicas y sociales que acompañaran las reformas
políticas emprendidas por Belisario Betancur. Por el contrario los gobiernos de
los liberales César Gaviria y Ernesto Samper dieron rienda suelta al modelo
neoliberal y fracasaron estruendosamente en la “superación de la pobreza”
(Ospina, 2013). Con el conservador Pastrana se intentó un acuerdo de paz con
las FARC-EP que fracasó luego que se desistiera de la idea de “compartir el
poder”. Así se hizo al solio de Bolívar una expresión de la clase terrateniente
con vínculos mafiosos que a través del accionar del paramilitarismo contuvo la
ofensiva estratégica de las guerrillas revolucionarias. En este nuevo
equilibrio de poder se produjo un desempate técnico a favor del régimen gracias
a la intervención directa del Comando Sur del Ejército de los Estados Unidos a
lo largo del primer gobierno de Santos, plan operacional en curso desde su
época cuando fungía como ministro de Defensa de Uribe Vélez.14
3. La solución del problema agrario: base para
la superación de la violencia sistémica
13
El conflicto
sigue girando alrededor de la tierra y su solución requiere de la adopción de
medidas en el campo social y económico. Se requiere de una forma de organizar
el aparato político-administrativo para que en todo el territorio se garantice
la debida prestación de los servicios públicos, administrativos y sociales, y
que no sean solo para determinadas capas sociales como los grandes propietarios
de la tierra, los potentados de la industria, los banqueros y las inversiones
de las multinacionales. A lo largo de la historia en Colombia para el resto de
la población se ha aplicado una modalidad de caridad pública que toma forma a
través de la llamada “responsabilidad social empresarial”, consistente en
acciones desplegadas por las fundaciones de las grandes empresas que con
13
Debe precisarse que el Partido Liberal fracasó no solo
por la culposa responsabilidad de sus dirigentes. No es dable entender que su
postura reformista encontró un obstáculo infranqueable en sus dirigentes. Si
bien a ellos cabe una alta cuota en ese fracaso son las clases sociales a las
que representa las que así lo impidieron. Por ejemplo el reformismo de los
treinta obedecía a una alianza de los banqueros, los industriales y los
terratenientes liberales para impulsar unas reformas que quitaran aliento a la
movilización social que tuvo su hito y se contuvo con la Masacre de las
Bananeras en noviembre de 1928. Como se constata estas reformas, en especial la
agraria, se fueron al traste.
14
La estrategia militar del Pentágono para
América del Sur se implementa por parte del Comando Sur que opera desde La
Florida con su base estratégica instalada en Colombia durante la gestión de
Santos como ministro de defensa de Uribe. La ofensiva actual contra la insurgencia
se denomina operación ‘Espada de Honor’ que cuenta con el apoyo directo en
materia logística y de táctica operacional por parte del Comando
Sur.
donaciones
obtienen rebajas de impuestos, estas acciones se aúnan a los programas
asistenciales de corte tecnocrático dotados de una gran capacidad de inversión
pública que se aplican a través de organismos no gubernamentales creados ex professo para servir de operadores en
la “lucha contra la pobreza extrema”, que por cierto se convierten en fuente de
poder electoral mediante nuevas modalidades de clientelismo, como es el caso de
las reconocidas “familias en acción”.
La distribución
de la propiedad de la tierra es una herencia colonial que no se ha superado,
constituyendo una aberratio ante el
mundo. El poder de la tierra en Colombia se expresa en un nivel de
concentración en el que
(…) los predios de más de
2.000 hectáreas que corresponden al 0,06% de los propietarios, poseen el 53 %
de la superficie, en tanto que cerca del 80% de los propietarios que poseen
menos de 10 hectáreas les corresponde cerca del 5% de la superficie rural. El
área promedio de los predios grandes es de 18.093 hectáreas por propietario,
perteneciente a tan solo 2.428 propietarios. (Vergara, s.f.)
En la actualidad esa tendencia “anticampesina” se expresa en el
Indicador Gini
|
|
para la propiedad rural que alcanza el 0.87. Esto significa que uno de
cada cien
|
|
propietarios controla 0.87 del total de la tierra disponible, mientras
que los otros
|
|
noventa y nueva propietarios acceden al 0.13. (Suescún, s.f.)
|
14
|
Como si lo
anterior fuese poco se ha comprobado que entre cuatro y seis millones de
hectáreas quedaron en manos de los narcos y paramilitares. En este aspecto la
inoperancia de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras es ostensible.
Los recursos que
se destinan a ejecutar los fracasados planes militares se deberían más bien
orientar a solucionar el problema de la tenencia de la tierra en Colombia, para
dar un adecuado uso económico social y ambiental como bien común (Houtart,
2012). Lo que hasta ahora se ha hecho es cumplir con un componente social en la gestión gubernamental con un limitado
enfoque asistencialista que no incluye el acceso a la tierra o a inversiones
reales con asistencia técnica y financiera.
Un problema adicional
del que adolecen ambos estudios es su falta de claridad sobre el problema de la
guerra como fenómeno humano e histórico-mundial.15 La
15 Es preciso asumir la categoría guerra de la manera más correcta posible para entender que esta
hace una diferencia con la categoría de conflicto
como un fenómeno inherente al ser humano que no desaparece nunca, y frente al
cual lo que se debe hacer es resolverlo a través del diálogo; pero la guerra es
una forma violenta de resolver los conflictos, a no ser que fuese posible
librar la lucha política de clases en forma de
guerra
es inevitable en el capitalismo tal como se decantó en cinco siglos y se
configuró con base en la “ley de hierro” de la acumulación y la concentración, –ley
que en su aplicación lleva ínsita la violencia sistémica–. Pero, además:
Pensamos en términos de
guerra, nos sentimos en guerra con nosotros mismos y, sin saberlo, pensamos que
la depredación, la defensa territorial, la conquista y la interminable batalla
de fuerzas antagónicas son la base misma de la existencia. La guerra es
inherente al ser humano, lo ha acompañado como una sombra a través del tiempo y
el espacio. La guerra es, pues, normal: no solo engendra el cosmos (Heráclito),
sino que constituye el estado natural del hombre (Hobbes, Kant); más aún, el
ser se revela como guerra (Lévinas): de ella surge la estructura misma de la
existencia —individual y social— y nuestra manera de pensarla. Pero
paradójicamente la guerra es “inhumana”: aunque la lleven a cabo hombres, estos
actúan poseídos por potencias que los rebasan y transforman, potencias que la
mitología identificaba con dioses. La guerra tiene vida propia, no está sujeta
al control humano, existe solo para sí: la comprensión de este hecho, ignorado
por los modelos seculares, implica el cabal entendimiento de lo que la guerra
engendra en los hombres: atracción, culto y, en última instancia, un “terrible
amor”. (Hillman, 2010, p. 12)
En un mundo en el que la violencia es omnipresente y multiforme, “la
guerra es el
|
|
fundamento del ser, como lo son la muerte y el amor, la belleza y el
terror”, y que
|
|
no hay solución racional ante el amor que provoca sino el
encauzamiento de este
|
|
hacia la pasión estética. No solo nos aleja de la “ignorancia
voluntaria” en que
|
15
|
estamos inmersos
sino que, al mismo tiempo, nos otorga una novedosa perspectiva para hacer
frente a la guerra y la violencia desde sus propias entrañas. Por eso:
Si queremos ver menguar el
horror de la guerra para que la vida siga, es necesario entender e imaginar. Los
humanos somos la especie privilegiada en cuanto a la comprensión. Solo nosotros
tenemos la facultad y el alcance de mirar para comprender los avatares del
planeta. Tal vez sea por eso que estamos aquí: para aportar comprensión
sensible a los fenómenos que no tienen la necesidad de comprenderse a sí
mismos. Incluso puede que sea una obligación moral tratar de entender la
guerra. (Hillman, 2010, p. 15)
Así formulada la
cuestión de la guerra, el problema de fondo de los dos libros consiste en
desconocer que:
guerra no armada —como confrontación de fuerzas organizadas que no apelan
a la lucha armada—. No necesariamente a la ‘no-violencia’ que como postura
ética rechaza la idea de eliminar al contrario —se refiere claro está a la
eliminación física— como algo propio de la guerra. La guerra política sin armas
se asume entonces como guerra civil
según la sabia fórmula de Sun Tse: “…subyugar al enemigo sin presentar batalla:
este será el caso en que cuanto más te eleves por encima del bien más te
acercarás a lo incomparable y lo excelente”. Léase Sun Tse (1974, p. 37).
Frente
a la figura del Leviatán, que
simboliza la construcción del orden y la paz, está la de Behemoth, que representa la guerra civil confesional, es decir, el
conflicto violento por las razones más profundas. Dos monstruos que combaten:
de un lado, el control del poder fáctico; del otro, la disidencia. Podría
parecer que una vez constituido el monopolio de poder soberano que representa
el Leviatán, nada pudiera hacerlo
caer. No parece haber un más allá del Estado. Sin embargo, Hobbes indica que el
Leviatán, a pesar de toda su potencia
y ferocidad, es mortal, está sujeto a la decadencia, igual que las demás
criaturas de la tierra.
No obstante, el Estado
moderno sigue en pie; cierto que con muchos cambios y adaptaciones a las nuevas
circunstancias. Se muestra hoy con un rostro menos feroz que aquel diseñado por
Hobbes, aunque no menos dañino. Está sostenido en los mismos presupuestos que
el viejo monstruo: una antropología materialista, un concepto negativo de la
libertad, un contrato entre enemigos potenciales en el origen de la comunidad
política, la contención del terror y la violencia como fin de la política, la
imposibilidad de un orden internacional de cuño universalista y una idea de razón
pública como argumento legitimador del poder político. (Herrero, 2012, pp. 7-8)
En su reciente ensayo sobre
la guerra y la paz, el escritor Santiago Gamboa (2014, p. 38) explica:
La guerra, siempre la guerra
al principio de todo. Lo importante es lo que se hace después de ella, una vez
que se logra construir la paz. Tal vez por esto Kant consideró que la paz entre
los hombres no es un estado de la naturaleza, es decir, 16 que no es natural, y por lo tanto se debe
instituir. Se debe propiciar. En otras palabras, negociar. Como la paz no es un estado natural, aunque sí un fin
deseado, podemos afirmar que es el resultado de un largo proceso de
civilización
(…).
En la vía de
Uribe López habría que reconocer la necesidad de acudir al Republicanismo como
forma de construir el Estado moderno, con un sólido sustento ideológico en el
liberalismo social poskeynesiano, con base en la teoría de los derechos
sociales, pero ello tampoco se deja vislumbrar en el libro. Desconoce que:
Los republicanos
contemporáneos tienen los pies en la tierra: no abogan por una igualdad
material extrema, sino que se contentan con la adopción de medidas políticas,
sociales y económicas que promuevan la independencia de los ciudadanos, esto
es, con que se preserve un cierto nivel de bienestar que les proporcione el
tiempo, los recursos, la cultura, la educación y los conocimientos
imprescindibles para ejercer sus deberes cívicos. (Ruiz, 2013, p. 135ª)
Pero, además,
omite la relación entre el imperialismo y el militarismo, clave para comprender
el pathos de la violencia sistemática
desde arriba, que se remonta al belicismo del siglo XIX. España (2003) dice:
La carta del 63 consignó lo
que se llamó el sagrado derecho a la
insurrección. Todo el mundo tenía derecho a armarse, la apelación a las
armas se convirtió en el
método
más expedito para resolver cualquier litigio político…Esto determina en buena
parte la naturaleza extremadamente violenta de la segunda mitad del siglo XIX
colombiano. (España, 2003, p. 142)
Con el paso de
siglo la acción contra el “comunismo” que se materializa a partir de la Masacre
de Las Bananeras perpetrada en 1928, va a tomar forma en la versión criolla anticomunista de raigambre paisa político–religiosa, católica
conservadora, tal como la proclamó de
manera diestra en los años 40 del siglo pasado Monseñor Builes (Jaramillo,
2007, p. 102), para quien “no había comunista bueno”, de donde se desprendía su
soterrada autorización moral para
matarlos y enterrarlos boca abajo; así se suma la doctrina del Basilisco de Laureano
Gómez (De la Torre, s.f.), la que más adelante –luego de pasar por el crisol de
La Violencia– habría de servir de
base en nuestro medio a la Doctrina de la Seguridad Nacional, más adelante
renombrada como Doctrina de la Seguridad Democrática. Como sí lo explica
Palacios:
Lo que podría parecer
excepcional en el caso colombiano era la hibridación de las ideologías de la
Guerra Fría con residuos de La Violencia
y el estado de sitio de tipo dictatorial, cuando gobernó un régimen militar
(1953-1957), emanado de un cuartelazo (el único desde 1854) que fue apoyado por
la mayoría de las élites políticas, empresariales y religiosas del país.
(Palacios, 2012b, p. 18)
17
El “sesgo
anticampesino” (Uribe, 2013, pp. 172 y 290) no es otra cosa que el “poder feudal”
de los terratenientes en Colombia, que “a sangre y fuego” combatieron y
derrotaron la lucha agraria. Uribe López no le da el significado histórico a
esa gesta y a lo que significó la traición del Partido Liberal al movimiento
campesino cuando se coaligó con el Partido Conservador en el Frente Nacional,
pese a dar los suficientes elementos para contextualizar la Operación
Marquetalia, que sirve de mojón al importante estudio La Nación Vetada que aquí se comenta.
4. De la relación entre Palacios Rozo y Uribe
López: ¿el discípulo supera al maestro?
Es notorio que el
autor se inspira, coincide, desarrolla y complementa en su condición de
economista político, el enfoque del historiador Marco Palacios que aparece en
el importante libro Violencia pública en
Colombia 1958-2010. La laguna de Uribe López, la expresa Palacios de manera
similar:
El liberalismo occidental
como una filosofía política, para diferenciarlo del Partido Liberal, nunca pudo
sembrar en el país los valores de la democracia y la
ciudadanía.
Por el contrario, soslayó la distribución equitativa de la propiedad agraria,
permitió, bajo el formalismo con el que se maneja todo en el país, que los
mandones locales desplegaran actitudes de matones y rufianes en su entorno y
que, con sus fondos electorales y públicos, chantajearan hacia arriba. Esto, en
las condiciones de desequilibrio económico y de poder que genera el
narcotráfico y la tozudez de las políticas prohibicionistas de Washington,
crearon ese coctel explosivo que se sirve a diario en Colombia. (Palacios,
2012b, pp. 54-55)
El problema
agrario que Uribe López denomina el “sesgo anticampesino”, en Palacios es un
asunto de tal magnitud que requiere dejar claro que “la restitución de tierras
no puede sustituir una reforma agraria”, que “no hay un catastro confiable que
permita siquiera saber quiénes son los propietarios de las tierras”. A lo que
se suma otro problema “la presión que las grandes mineras y capitales ejercen
sobre la tierra” y la “sobredimensión del ejército” que no ha podido resolver
el problema de la violencia dado que “las élites colombianas solo buscan
reproducirse a sí mismas y extender su poder familiar, de amigos, de roscas, a
otros campos”, y agrega:
El problema en Colombia son
las élites del poder, tanto las que están en el gobierno en el Congreso como
los guerrilleros y mafiosos que los quieren desalojar
(…), nosotros tenemos una
clase dirigente muy autocomplaciente. Se creen unos genios que todo lo
controlan y todo lo saben, como si fueran dioses del Olimpo. 18 Esa autocomplacencia no les
permite ver los problemas que siguen ahí. Por ejemplo, el Estado no ha podido
controlar territorialmente el país, ni siquiera el control militar que han
querido imponer sin inversión social. El problema es que mientras que en otros
países hay garrote y zanahoria, en Colombia la fórmula ha
sido garrote y bla, bla, bla; y la gente ya no
come cuento. (Palacios, 2012a, p. 18).
Palacios al
comenzar su exposición hace una aseveración —en apariencia baladí— pero
sustancial para su enfoque de “violencia pública”: “(…) más colombianos han
perdido la vida por accidentes de tránsito que en la confrontación armada
directa”. (Palacios, 2012b, p. 18).
Es loable su
precisión conceptual sobre la violencia
pública tal como la emplea en el título del libro, dado que ella “denota
toda forma de acción social o estatal por medios violentos que requiera un
discurso de autolegitimación” (Palacios, 2012b, p. 25).
La solución que esboza comprende:
Negociar consensos políticos
alrededor de la demolición de la propiedad latifundista, principalmente
ganadera; de la ideología del latifundismo y del clientelismo; habrá que
asegurar mejor las libertades individuales y públicas, proteger efectivamente
los derechos humanos, abrir la ciudadanía a todos los
Palacios constata
que el funcionamiento del Estado colombiano (1958-2010) adolece de un “flagrante
déficit de legitimidad y soberanía en el ámbito del territorio nacional y en el
sistema internacional (sic)”.
(Palacios, 2012b, p. 21).
Palacios acepta
como premisa de su estudio la idea hobbesiana
según la cual los “súbditos a(d)miran al Estado que empuña en una mano la
espada y en la otra un báculo” (Palacios, 2012b, p. 37). A esta medieval
concepción suma la del funcionalista Weber para quien el Estado funciona con
base en el “monopolio legítimo de la violencia” y de la alta capacidad para
recaudar impuestos (Palacios, 2012b, p. 51), ergo en Colombia “no funciona el Estado” conditio sine qua non de la modernidad que se asume como la clave
(demiurgo) del desarrollo, etcétera; esto es, todo el imaginario académico
producto del eurocentrismo al que se responde desde la decolonialidad, debate
de crucial importancia que ha pasado de agache entre nuestra “intelectualidad”
marcada por el verbalismo que encubre su servilismo y postración al statu quo.
No obstante es significativo su aporte sobre la modernización que:
19
No explica, sin embargo, la
profundidad del cambio que representó la aceleración de un tipo de capitalismo
salvaje y sus conexiones profundas con el complejo política-violencia; ni las
transformaciones del poder mundial y el papel de Estados Unidos en la
modernización de un país tecno-económicamente atrasado y fiscalmente débil como
Colombia. (Palacios, 2012b, p. 48).
Al igual que
Uribe López, Palacios se aferra al concepto de Estado hobbesiano propio de un liberalismo hirsuto. El primer capítulo del
libro es en realidad un testimonio de vida, que no logra un orden expositivo
con los capítulos subsiguientes que aparecen inacabados, pues resultan en
últimas una crónica con vacíos en el arsenal bibliográfico, por ello deja en
espera un ulterior estudio histórico.
Conclusión: La salida política: construcción del
posconflicto y pluralidad de enfoques
Los factores para
el ‘posconflicto’ (Cárdenas, s.f., pp. 31-41) resultantes de una negociación
que conlleva una reducción efectiva y rápida del gasto militar en pro de lo
social, pasan entonces por un cambio de fondo en el manejo del país, una
dirección de los asuntos públicos como república moderna, una administración
pública
digna de llamarse pública, y el cese del abuso de los banqueros, los
hacendados, los contratistas y proveedores, y la eliminación de los privilegios
que gozan los altos funcionarios del Estado.
La guerra civil –aquella
que se libra sin armas– permitirá a Colombia superar el conflicto armado para
ocupar el próximo medio siglo en la construcción de una sociedad libre y justa
en el sistema dinámico y cambiante de relaciones económicas y políticas
internacionales. Estos serían algunos de los factores necesarios para superar
el conflicto que se inició con el Frente Nacional y construir una sociedad con
un manejo adecuado de los recursos naturales como un bien común, base cierta de
una economía social que garantice el pleno respeto a los derechos humanos de
carácter universal.
Una gran causa
por la cual se han librado guerras inútiles y costosas, y sin gloria como lo
demostró con entereza y valor el General de la República, Luis Alfonso Mejía Valenzuela, en su libro de 2008 sobre “la endemia de la
sedición en Colombia”, en el cual explica que las raíces de la insurgencia
actual se hallan en la crisis agraria.
En la actualidad se puede encontrar una dimensión global del conflicto
marcada
por un componente sustancial en la lucha por la
humanización de la vida en el 20 planeta: la preservación
formal y la aplicación real de los derechos humanos, económicos y sociales, y
de lo que más recientemente se ha venido a acuñar
como el “derecho
al desarrollo”, a la seguridad alimentaria y humana, como doctrina que toma
fuerza para orientar políticamente el sistema de relaciones internacionales.
Hoy no es posible concebir el problema de la seguridad sin asumir un respeto
integral, esto es, conceptual y pragmático, con los Derechos Humanos como
instrumento clave para la “construcción del posconflicto” en términos de
soberanía alimentaria.
Hay quienes
piensan que dejar atrás la dinámica bélica y construir el posconflicto es un
sinsentido. Consideran que aún vivimos una fase primaria de la agudización de
la crisis y que es menester que el conflicto madure, esto es, que se agudice
para delimitar mejor las posturas y saber con precisión cuál es la capacidad
real de las fuerzas enfrentadas para, sobre esa base, hablar de posconflicto.
En su mirada falta recorrer una fase en la que la correlación de fuerzas
permita un desequilibrio estratégico que pueda crear las condiciones para que
así el llamado posconflicto alcance la conditio
de categoría de la ciencia política aplicable al proceso colombiano, dada su
composición y características actuales.
Así
las cosas, cuando se habla de la “solución política del conflicto en Colombia”,
la referencia es la necesidad de perseverar en una idea arraigada en amplios
sectores de la opinión pública nacional e internacional acerca de cómo dar
curso a un proceso integral de negociación que reconozca las causas objetivas y
subjetivas del conflicto; que no se autoengañe con la idea de la derrota del
enemigo, y que abra la posibilidad de ofrecer una solución –en términos de plan
de vida– no solo a unos tantos miles de insurrectos levantados en armas –sino a
la población que sufre las consecuencias del conflicto–, cuyas raíces se hunden
en el problema agrario y en la exclusión política que ha conllevado al uso de
la violencia desde arriba, a partir de la década del veinte durante el siglo
pasado.
La salida a la
crisis colombiana no puede resultar de una retórica “concertada por arriba” que
realiza algunas reformas institucionales “para la paz” con el fin de lograr una
“buena administración del Estado” e impulsar “reformas sociales” que den “vida
digna al conjunto de la población”. En realidad
(…) No hay un capitalismo
enfermo de la mundialización neoliberal y de guerrerismo y otro capitalismo “posible”
o utópico, estable y eficiente, que funcionaría con fluidez, libre de las
crisis, del militarismo y la guerra y de brotes neofascistas. (Teitelbaum 2010,
p. 21).
En resumen se trata de la modernidad que trae el capitalismo desde el
siglo XV a
|
21
|
un país tropical,
ubicado en el centro geoestratégico de un continente; es por tanto explicable
un colonialismo cultural que persiste a través de diversas formas de
colonialismo económico y político. Como bien lo reconoce Uribe López, en
Colombia el tipo de liberalismo inserto en los libretos cognitivos del bloque
en el poder no es el que busca amordazar al Leviatán para conjurar su
despotismo, sino un liberalismo que busca mantener debilitada su capacidad
infraestructural a fin de evitar un poder capaz de ponerle cortapisas a sus
intereses particulares. Como con su habitual lucidez lo advirtiese Ernesto Guhl
(…) es un hecho sabido que
quienes están arriba triunfan, y por lo mismo les asiste la razón, corrompiendo
en la mayoría de los casos a las ciencias, poniéndolas al servicio de sus
intereses, hasta llegar a ejercer la violencia. (1991, p. 5) .
Se trata de un
sistema basado en comportamientos egoístas, pragmáticos e individualistas. Por
ello es necesario hacer una lectura de los dos textos y sumarlos a la búsqueda
de una interpretación de la violencia en Colombia, que tiene una causa
fundamental: la élite en el poder que impide manu militari la existencia de una antiélite. (Cárdenas, 2014, pp.
356-386). Por eso la crisis permanece y se profundiza. Colombia –al igual que
el resto del mundo– transcurre
“[…]
una era de la historia que ha perdido el norte y que, en los primeros años del
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