CARTA AL MAESTRO DESCONOCIDO!!!
Por William Ospina.
"Los
gobiernos suelen confiar a los guerreros la misión de salvar a sus
pueblos. “Salve usted la patria”, le dicen a un hombre a caballo que
tiene una lanza en la mano, y que tiene el deber heroico de desbaratar a
grupos feroces de enemigos armados. Hoy, la situación de Colombia es
otra. Es el maestro el que tiene el deber y la posibilidad de salvar a
la sociedad. Pero ¿quién es el maestro?
No
necesariamente alguien que tiene esa profesión y a quien se le paga por
enseñar: yo creo que en todos nosotros tiene que haber un maestro, así
como en todos tiene que haber un alumno. Es tanto lo que hay por
aprender que nadie puede darse el lujo de ser solamente el que enseña y
nadie puede darse el lujo de ser solamente el que aprende. Estamos en
tiempos difíciles, estamos en tiempos sombríos, por eso tampoco podemos
darnos el lujo de pensar que sólo hay unos sitios especializados
llamados escuelas donde se enseña y se aprende. El país entero es la
escuela, el mundo entero es la escuela, y un buen maestro debe ayudarnos
a aprender también las lecciones que nos dan los ríos cuando se
desbordan, las selvas cuando son taladas, la industria cuando no tiene
conciencia de sus responsabilidades, los políticos cuando en lugar de
cumplir con su noble misión de administrar los recursos públicos para el
beneficio común, se abandonan a la corrupción y al egoísmo.
Todos
los seres humanos estamos aprendiendo continuamente. Lo real no es que
no aprendamos, sino que a menudo aprendemos lo que no se debe. Porque de
nada se aprende tanto como del ejemplo: y cualquier persona en el mundo
moderno está continuamente expuesta a elocuentes y pésimos ejemplos. La
televisión no es precisamente una cátedra de buenas maneras, la
política no es siempre una lección de honestidad, la publicidad no es
que sea una lección de modestia y de austeridad, la economía mundial no
es ni mucho menos una lección de generosidad, el modo como se gobierna
el mundo no es por supuesto una admirable lección de lógica. Y cuando
los alumnos, al responder las pruebas de evaluación de sus procesos de
entendimiento, demuestran que no saben manejar los principios básicos de
la lógica, que no logran razonar, que no saben deducir, que no
comprenden bien el sentido de los textos, que no consiguen argumentar
con claridad y con método, a menudo lo que nos están demostrando es que
viven en un mundo que no enseña lógica, que no muestra sensatez, que no
trasmite orden mental, que no enseña a entenderse con los demás.
No
cometamos el error de pensar que todo ello se debe exclusivamente a que
están fallando los maestros, a que están fallando los métodos
pedagógicos, a que está fallando la escuela. Lo que ocurre es que la
escuela es una parte apenas del sistema educativo, y a veces descargamos
sobre ella toda la culpabilidad de los males y toda la responsabilidad
de las soluciones. Por eso repito que la educación tiene el deber de
corregir los males de la sociedad y de salvarla en momentos de tanta
confusión y de tanta angustia, pero me apresuro a aclarar que esa
educación tiene que comprometer a toda la comunidad y no sólo a la
escuela y a sus maestros.
La
escuela, sin embargo, tiene unas posibilidades de ayudar al cambio que
otros sectores no tienen. Recibe a las personas en una edad temprana,
cuando son más receptivas, más curiosas, más vivaces y más capaces de
confiar en quien las guía. Tiene todo el tiempo para experimentar
métodos de aprendizaje apelando al entusiasmo, a la solidaridad, a la
sana emulación, a la cooperación, a la capacidad de juego, a la
extraordinaria memoria y al alto sentido del honor y del orgullo
personal que normalmente tienen los jóvenes cuando no se los trata de un
modo ofensivo o despótico. Todo niño está lleno de preguntas, y la
educación sería más fácil si no creyera estar llena de respuestas, si
aprendiera que, como decía Novalis, todo enigma es un alimento, algo que
nos mueve a buscar, que debe movernos a buscar la vida entera; que lo
peor que le puede ocurrir a una pregunta verdadera es saciarse con la
primera respuesta que encuentre.
La
educación no debe consistir tanto en llenarnos de certezas como en
orientar y alimentar nuestras búsquedas. Si a alguien le interesa, por
ejemplo, el tema de la salud y de la enfermedad, valdría la pena
preguntarle por qué casi todas las medicinas vienen de las plantas, qué
misterio casi milagroso hay en esos surcos y en esas semillas. Y a todos
nos conviene preguntarnos cuándo se separaron la gastronomía y la
medicina. Yo no tengo duda de que en sus orígenes la gastronomía y la
medicina debían ser la misma cosa, como creo que tendrán que volver a
serlo. La medicina preventiva son los alimentos, y buena parte de la
medicina curativa deben serlo también. El mundo moderno parece
demostrarnos que cuanto más separadas ambas cosas, más rentables son, y
más dañinas. Si lo que comemos nos hace daño, la industria farmacéutica
gana más.
Todo
eso tiene que ver con la idea que planteaba antes de que el mundo
entero es en cierto modo la escuela, y que la educación está, o debería
estar, en todas partes. Voy a poner otro ejemplo que tiene que ver con
la alimentación. Una especie tan antigua y diestra como la especie
humana debiera experimentar métodos de aprendizaje apelando al
entusiasmo, a la solidaridad, a la sana emulación, a la cooperación, a
la capacidad de juego, a la extraordinaria memoria y al alto sentido del
honor y del orgullo personal que normalmente tienen los jóvenes cuando
no se los trata de un modo ofensivo o despótico.
Una
especie tan antigua y diestra como la especie humana debió aprender
hace mucho tiempo que los alimentos confiables tienen cincuenta siglos
de seguro. Quiero decir, alimentos que hayamos puesto a prueba durante
cinco mil años, nos brindan ya todas las garantías de que son sanos, de
que son provechosos. Esas semillas que hemos domesticado a lo largo de
los milenios: el maíz, el trigo, la cebada, el centeno; esa leche, esos
quesos, esas frutas, esas verduras y esas nueces. Hay que decir que esas
bebidas, también, los jugos, las cervezas, los vinos. Pero en tiempos
recientes la experimentación científica ha empezado a modificar esas
semillas tan largamente conquistadas. La genética está en condiciones de
incorporar genes de una especie a otra, para fortalecer o alterar
algunas de sus características, y todo eso está bien, es muy humano
investigar y experimentar. Pero por supuesto, una especie sensata y
prudente lo que no puede hacer es incorporar enseguida esos resultados a
la dieta común, cuando faltan décadas, si no siglos, para saber cuáles
serán las consecuencias de esas modificaciones. Conviene estar alertas
frente a las locuras de la industria, capaz a veces de proponer que se
incorpore de modo abrupto a la dieta humana un producto manipulado
genéticamente, por mero afán de rentabilidad, pretendiendo que se han
hecho pruebas suficientes, sin saber aún qué efecto causarán esos
cambios sobre la información genética de las generaciones.
Otra
característica casi divina de la naturaleza es la prodigalidad de las
simientes. Desde siempre en el mundo cada especie derrocha sus semillas,
el polen fecundo vuela en el viento, la simiente humana y animal, los
mecanismos de reproducción, son de una abundancia abrumadora, y ello
prueba que la principal tendencia de la vida es la voluntad de
permanencia, el designio de la perpetuación, y que el principal seguro
de las especies es la generosidad, la abundancia de recursos para
multiplicar eso que Rubén Darío llamaba, “la universal, omnipotente,
fecundación”. Ahora la técnica y la industria han empezado a obrar
modificaciones curiosas: a inventar, por ejemplo, frutos sin semilla,
con el fin de hacerse dueños de las patentes y de obligar a los
cultivadores a tener que comprar las semillas de nuevo, siempre y
siempre. Pretenden que haber obrado una innovación sobre los bienes de
la tierra les asegura la propiedad sobre ellos, la privatización de sus
dones. Nunca he visto nada que contraríe de un modo más alarmante la
prodigalidad de la vida. ¿Cuándo nos cobró la naturaleza por sus
semillas? ¿Cuándo nos privó del derecho a cultivar naranjas y viñedos?
Yo
no suelo hablar de pecados, pero me resulta difícil concebir un pecado
más evidente que ese de reemplazar la generosidad infinita de la
naturaleza por la mezquindad del mercado. Educación es plantear el
debate sobre temas como estos, y en ese sentido, lo que hay que aprender
aquí es lo mismo que hay que aprender en todo el planeta. El planeta es
la escuela. Hay, sin embargo, otros campos en que la educación tiene
que ver con temas locales.
He
oído decir que cuando un chino visita otro país, asume la actitud de
que no es una persona quien está visitándolo sino que es la China misma
quien viene. No sé si eso será verdad, pero me parece altamente
recomendable: cada uno de nosotros debería ser una especie de síntesis
consciente de la tierra a la que pertenece. Ello significa conocer el
país, su geografía, su naturaleza, su historia, sus costumbres, ser
vocero de una comunidad, representante de una tradición y de una manera
singular de estar en el mundo. Y claro que en los tiempos que corren
conviene que cada ser humano sea de algún modo el mundo, que represente a
la humanidad, sus memorias y sus valores, sus recursos y sus
esperanzas, y la educación debería ayudarnos a tener esa alta conciencia
de nosotros mismos y del mundo al que pertenecemos.
La
principal característica del ser humano, lo que lo diferencia de todas
las otras criaturas, es su capacidad de aprender. Algunos animales son
capaces de adiestramiento, de asimilar conductas, pero la mayoría tiene
incorporada una información instintiva que sólo le permite sobrevivir y
repetir un modo de estar en el mundo. La abeja fabrica miel y nunca se
le ocurrirá fabricar otra cosa, la hormiga innumerable saber retacear
las hojas y alimentar con ellas al hongo que alimenta su hormiguero,
este felino sabe cazar antílopes y este hipopótamo sabe refrescarse en
el agua, esta araña sabe tejer su malla exquisita y este castor sabe
hacer diques con leños, pero sólo el ser humano es capaz de aprender y
de innovar.
El
hombre es esa criatura peligrosa capaz de inventar espadas y arados,
violines y cañones, catedrales y campos de concentración, sinfonías y
bombas nucleares. No sé si somos plenamente conscientes de que nuestra
capacidad de aprender es a la vez nuestro principal privilegio y nuestro
principal peligro. Que los recursos con que construimos nuestra
civilización: el lenguaje, el Estado, la técnica, la ciencia, el
pensamiento, la disciplina, también pueden servir para construir nuestro
infierno. Somos hijos de la naturaleza, pero somos distintos del resto
de la naturaleza, andamos buscando como ninguna otra criatura, y si se
puede esperar de nosotros lo peor, también es un consuelo saber que se
puede esperar lo mejor.
Aprender,
es en primer lugar aprender la lengua, porque sólo en el ámbito de la
lengua se da nuestra habilidad para interpretar el mundo, entenderlo y
transformarlo. La lengua es también, por supuesto, la memoria, y no sólo
la memoria personal sino la memoria acumulada de las generaciones:
desde el arte de preparar alimentos, utensilios, indumentarias, desde
las ceremonias que nos enseñan a pasar de una edad a otra, a compartir, a
celebrar, a agradecer, hasta las técnicas que nos permiten cultivar,
habitar, transformar, enfrentar lo desconocido. La aventura de vivir es
una aventura formidable, y la realidad es esencialmente increíble.
Pero,
¿de qué modo aprendemos la lengua? En todas las edades el recurso
fueron los cuentos y los cantos. Una voz afectuosa narraba historias
desde la cuna, la música de cada región nos traía en canciones los
secretos elementales del mundo. No tengo la certeza de que los cuentos y
los cantos sigan acompañando desde temprano a los seres humanos; a lo
mejor la letra escrita, la letra impresa, logran reemplazarlos, pero yo
dudo que las pantallas de televisión y los llamados métodos
audiovisuales logren introducirnos de la misma manera en los secretos
del lenguaje, que no son sólo secretos del sentido sino secretos del
sonido, del ritmo, del afecto, de la identificación. A través de esas
palabras cordiales escuchadas temprano aprendemos a sentirnos parte de
una comunidad, de una manera de ser, y eso sólo lo da la compañía de
otros seres humanos. Como decía Juan de la Cruz, “mira que la dolencia
de amor que no se cura, sino con la presencia y la figura”.
Pero
hemos entrado en una edad donde sólo parece atendible lo que está
lejos: el que habla a nuestro lado resulta menos importante que el que
llama por teléfono, los cuerpos parecen estorbar; los fantasmas, las
señales, las meras voces, resultan más cómodas. Hay quien piensa que la
educación consiste principalmente en proveernos de información. Algunos
llevan más lejos su fe y piensan que la educación debe llenarnos de
conocimiento. Aunque es un error creer que aprender es memorizar, los
exámenes a menudo sólo ponen a prueba esa facultad humana. Se cree que
lo que no se recuerda no se sabe. Pero si uno recuerda algo, ¿lo sabe de
verdad? Parece exagerada la frase de Nietzsche “sólo sabemos lo que
sabemos hacer”, pero es interesante y desafiante. La educación formal a
veces hace pensar que las matemáticas, que la física, son un conjunto de
fórmulas para ser memorizadas. Pero esas ciencias exigen mucho más que
memoria, exigen que seamos capaces de razonar, de analizar, de resolver
los problemas de muchas maneras distintas.
Las
pruebas evaluadoras de nuestra educación nos revelan que no estamos
aprendiendo a razonar, ni a argumentar, y ni siquiera a entender lo que
leemos. Y se cree que no tenemos pruebas que permitan evaluar cuánto
estamos aprendiendo en términos de convivencia, de respeto por los
demás, de incorporación de valores éticos, de cordialidad con la
naturaleza, de pertenencia a la comunidad. Yo me atrevo a decir, con
tristeza, que esas otras evaluaciones de nuestra educación sí existen:
son los índices de criminalidad, los niveles de corrupción, los índices
de violencia intrafamiliar, los incontables procesos que se acumulan en
los juzgados, el auge de la delincuencia, el tono de los comentarios en
los foros públicos.
Gracias
a un vasto proceso de reflexión hemos identificado algunos problemas
que es urgente resolver en los procesos educativos. Tienen que ver con
el pensamiento, la creatividad, la afectividad, la comunicación y la
socialización. Enseñar a pensar por sí mismo requiere el reconocimiento
respetuoso de la dignidad y la importancia de quien aprende. La ciencia,
decía Estanislao Zuleta, exige argumentación y demostración, y sólo se
le demuestra algo a quien es nuestro igual: a alguien inferior se le
ordena, a alguien superior se le suplica, sólo al que es igual a
nosotros se le argumenta y se le demuestra. Por esto el desafío
principal en el campo del pensamiento y de la argumentación es el
respeto por la dignidad de aquel a quien enseñamos o con quien
dialogamos: todo autoritarismo forma seres sometidos o resentidos, nunca
seres libres e iguales. En el campo de la creatividad el principal
aliado es el arte. Resolver los problemas de un modo original y
armonioso requiere un sentimiento de lo bello, un sentido del ritmo y
del equilibrio, y conciencia de que los procesos deben ser placenteros.
Para que sea artística, la educación debe proporcionar placer y
entusiasmo. Debe tener el rigor de la perfección y la alegría del juego.
En
el orden de la afectividad, donde están comprometidos los sentimientos,
es necesario un sentido de la justicia, de la armonía y de la cortesía.
Es fundamental que las cosas que se aprenden sean verdaderas y sean
bellas, pero también es necesario que sean buenas, y ello implica un
sistema de valoraciones. También requerimos capacidad de comunicación, y
el instrumento en este campo no es sólo el lenguaje sino el diálogo. La
conversación, a la que Kant consideraba la más importante de las artes.
Y
por último, el propósito de todo proceso educativo no es sólo crear
seres humanos libres, lúcidos, armoniosos y expresivos, sino seres con
un sentimiento profundo de pertenencia a una comunidad. La
competitividad extrema estimula el egoísmo, los ejercicios de
cooperación estimulan nuestra conciencia de que necesitamos de los
otros, fortalecen nuestro sentido de comunidad. Tal vez los contenidos
de la educación, siendo tan importantes, son secundarios; tal vez lo que
más necesitamos es una filosofía de la educación, una actitud, un
método, y sobre todo un propósito. El propósito de la educación no puede
ser hacernos exitosos y rentables: eso limita la educación a la
formación de operarios sin gracia y sin valores, nos hunde en el peligro
de creer que allí donde hay éxito individual se ha cumplido la misión.
Hay que ver de qué manera el narcotráfico desnudó la locura de una
educación orientada a la rentabilidad y al éxito, demostrando que esas
cosas pueden alcanzarse sin pasar por la escuela, y demostrando sobre
todo que la riqueza separada de un sentido profundo de dignidad y de
comunidad sólo trae espanto a los individuos y a las sociedades.
Nunca
valoraremos bastante el papel del hacer en los procesos educativos.
Conviene recordar la antigua sentencia de Confucio: “Lo escuché y lo
olvidé, lo vi y lo entendí, lo hice y lo aprendí”. De modo que quisiera
terminar estas meditaciones recordando la importancia de tres cosas.
Una, del aprendizaje a través del hacer. La segunda, el entender que la
educación no educa a todos sino a cada uno: que para ser una formación
que ayude a vivir, debe tener en cuenta las preguntas que brotan de cada
conciencia, de cada ser humano. Y la tercera, que en el camino de
superar el aspecto puramente cerebral, teórico e intelectual, es urgente
aprender con todo el cuerpo.
Para
todo ello se requiere, sin duda, que los maestros sean el más valorado
de los recursos de una sociedad. Son los principales encargados de
introducir a toda una nueva generación en el universo. ¿Cómo pueden
tener un reconocimiento menor que el de los guerreros? También los
recursos destinados a la educación deben ser la prueba de que queremos
abandonar la edad de la barbarie, entrar en el espíritu de la
civilización.
William Ospina