miércoles, 21 de enero de 2009

El orgullo del mestizaje


El orgullo del mestizaje

Por: William Ospina

 Hace poco, en una de esas Academias de no sé qué, que abundan en nuestro país, oí a un viejo jurista decir que somos indudablemente españoles. Recordé entonces una frase de Borges, quien, al ser tratado de hispano en alguno de sus viajes contestó: “Lo siento, yo no soy español, yo, hace ciento cincuenta años tomé la decisión de dejar de ser español”.

Como la Constitución que gobernó a Colombia durante cuatro generaciones fue redactada por Miguel Antonio Caro, un gramático al que sólo le gustaba hablar en latín, y que, sin salir nunca de la Sabana de Bogotá, gobernaba estos trópicos como si estuviera en el Imperio Romano, muchos aquí crecieron con la idea de pertenecer sólo a la tradición occidental: la Colombia de la Constitución de 1886, a la que anhela tanto volver este gobierno, regía un país en el que no había indios, ni negros, ni selvas, ni caimanes, ni anacondas, ni jaguares, ni samanes ni ceibas ni guamos ni guásimos, sino racimos de uvas, lobos que hablaban en los bosques con las niñas, cipreses, primaveras, otoños, e innumerables ruiseñores. Un país inventado en la Sabana, un país de blancos, católicos, liberales, donde se celebraba el día de la raza, que no era la india ni la negra, el día del idioma, que no era el sikwani ni el tunebo, un país de muebles vieneses, de humor británico, o como diría León de Greiff, de “chismes, catolicismo, y una total inopia en los cerebros”.

Lo bueno que tiene para nosotros ir a Europa es el comprender que no somos europeos, porque si tardamos en descubrirlo, los franceses, los españoles o los alemanes se encargarán de recordárnoslo. Volvemos entonces a América a descubrir de verdad quiénes somos, y empezamos a encontrar un sentido para la palabra mestizaje.

 Hay quienes piensan que nuestra Independencia de hace dos siglos fue simplemente una rebelión de españoles contra españoles, que los de aquí expulsaron a los de allá, pero que todo se limitó a una suerte de guerra civil entre dos maneras de ser español. Yo creo que lo que ocurrió fue mucho más complejo. Sin que importe el color de la piel, los nacidos en América somos algo más que españoles, participamos de un mestizaje que puede ser racial pero que es sobre todo cultural, el sentimiento de pertenencia a un mundo distinto, en gran medida todavía desconocido, la certeza de no poder reclamarnos de ninguna pureza racial, idiomática o cultural.

 La lengua que hablamos no es la que llegó de Europa, está llena ahora de matices distintos, tiene otro modo de nombrar las cosas, otra manera de pensar, otra respiración y otro ritmo. La religión católica está entre nosotros llena de sincretismos, de fusiones de la divinidad europea con entidades y símbolos de la naturaleza americana, llena de animismo, de santería, de ritos africanos. Y basta ver nuestra literatura para entender que Pedro Páramo, Cien años de soledad o el Aleph de Borges no habrían podido escribirse en España.

Un día le oí decir a un español que hemos exagerado mucho las diferencias, y también la importancia de los hechos de la Independencia: según él aquellos combates ni siquiera merecían el nombre de batallas, tal vez, me imagino, porque no tenían suficientes muertos para que pudieran serlo en el sentido europeo del término. Y yo me decía mientras tanto: “¿Este hombre no se dará cuenta de que cuanto más disminuya la magnitud de los combates más vergonzosa hace la enormidad de las derrotas?”. Ser derrotado en una batalla gigantesca puede dejarle a uno su tamaño de paladín, pero ser derrotado en una escaramuza lo convierte en un combatiente irrisorio.

 De todos modos yo creo que es hermoso que una tierra que se conquistó con tanta sangre se haya liberado, comparativamente, con tan poca, aunque los cultores de la sangre y de la dialéctica de las bajas, que también extasia a este gobierno nuestro, nos exijan que para que nuestras victorias sean dignas tienen que mostrar millares de muertos.

Pero lo más importante es el mestizaje. En el Bicentenario que se acerca no dejarán de aparecer los que se empeñen en creer que la independencia fue un error porque somos españoles y hemos debido seguir siéndolo. Y surgirá, también, o ya ha surgido, la idea de que no somos españoles en absoluto sino sólo indígenas americanos y que hasta hablar español es un error. Ambas posiciones se empeñan en negar el mestizaje, que es lo que más ampliamente somos en el continente.

 Es tarde para salir a decirle a Colón que no desembarque; las religiones cristianas, la lengua castellana, las instituciones republicanas debidas a la Revolución Francesa, son ya parte irrenunciable de nuestro ser, pero la memoria indígena, las tradiciones, los mitos y los conocimientos de las culturas milenarias de América también nos pertenecen y tienen que ser interrogadas, asumidas y defendidas por nuestra cultura continental. Tan grave error es negar lo español como negar lo indígena y lo africano, lo mismo que el aporte de tantos generosos y creativos inmigrantes que llegaron después. Lo nuestro es el Aleph de la modernidad, en el que todas las tradiciones caben, y no tenemos derecho a renunciar a una sola tradición, ni a irrespetar ninguno de los elementos sagrados de la cultura.

Por eso es tan grave que se siga pisoteando a los indígenas en nuestro suelo, y se les siga negando su originalidad, su importancia como ciudadanos y su primado como protectores de una parte esencial de nuestra memoria. Pero necesitamos algo más amplio que el indigenismo: el deber de respetarnos en nuestra integridad, de reconocernos plenamente, y de darle un lugar a cada elemento de lo que somos en el diseño de nuestro presente.

  • William Ospina
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