Las dos mutaciones en la hemoglobina que hicieron posible nuestra existencia
Jorge Laborda Fernández
The Conversation*
Recreación de moléculas de oxígeno y eritrocitos flotando en un vaso del torrente sanguíneo. Derechos de autor de la imagen SHUTTERSTOCK Image caption
Uno de los aspectos más fascinantes de la ciencia es que nos proporciona una narrativa de cómo y por qué las cosas son como son.
Esta narrativa revela una ingente cantidad de eventos que, de no haber sucedido o haber sucedido de otro modo, habrían hecho imposible nuestra existencia.
Estos eventos suelen ser de una enorme dimensión: grandes erupciones volcánicas, colisiones de asteroides, drásticos cambios climáticos.
Todos ellos modularon la evolución de la vida y la aparición de la inteligencia.
Sin embargo, existen pequeños eventos sucedidos en algunas moléculas que son al menos tan importantes para nuestra existencia. Uno de esos eventos originó la hemoglobina.
Si la hemoglobina no existiera, sería imposible que hubiera animales más grandes que un pequeño gusano. En ausencia de esta proteína transportadora, el oxígeno no se podría difundir desde el aire más que unos pocos milímetros en el interior del cuerpo.
El oxígeno no es un gas muy soluble en agua, por lo que el plasma sanguíneo por sí solo no puede transportar a los tejidos la cantidad necesaria para un metabolismo rápido.
Sin hemoglobina, un cerebro de la complejidad y talla del nuestro sería impensable.
La hemoglobina transporta oxígeno al organismo. Derechos de autor de la imagen GETTYImage caption
¿Por qué la hemoglobina es tan adecuada para el transporte de oxígeno?
La respuesta a esa pregunta reside en su estructura molecular. Está formada por cuatro proteínas iguales dos a dos, la cadena alfa y la cadena beta. Una cadena alfa se une a una beta y estas dos se unen a otra combinación idéntica.
Cada una de las cuatro cadenas lleva unida una molécula que contiene un átomo de hierro.
Esta molécula se denomina "grupo hemo", que da su nombre a la hemoglobina. El átomo de hierro es el encargado de unir un átomo de oxígeno.
Así, cada molécula de hemoglobina es capaz de unir cuatro átomos de oxígeno.
Un GPS para la hemoglobina
Para trasportar de manera adecuada el oxígeno en la sangre no basta con capturarlo en cantidad suficiente. La hemoglobina debe también detectar en qué parte del organismo se encuentra.
Si se encuentra en los pulmones, debe ser capaz de capturar el oxígeno con mucha fuerza y no soltarlo.
Cuando con la circulación de la sangre llega a los órganos y tejidos, la hemoglobina debe saberlo para disminuir la fuerza con la que une al oxígeno y poder soltarlo.
Que la hemoglobina sepa dónde se encuentra es posible porque detecta tanto la cantidad de oxígeno disponible como la acidez del plasma sanguíneo en su entorno.
En los pulmones abunda el oxígeno y se expulsa dióxido de carbono, un gas que disuelto en agua produce ácido carbónico.
Sin hemoglobina el oxígeno no se podría difundir desde el aire más que unos pocos milímetros en el interior del cuerpo. Derechos de autor de la imagenGETTY Image caption
Esta expulsión hace que disminuya la cantidad de ácido carbónico, lo que también disminuye la acidez de la sangre.
En cambio, en el resto de los órganos se consume oxígeno, que abunda mucho menos que en el pulmón. Al mismo tiempo, se genera dióxido de carbono en el metabolismo.
Esto hace que al disolverse en el plasma sanguíneo el gas genere ácido carbónico y la acidez de la sangre aumente.
No solo cada cadena de la hemoglobina puede detectar el nivel de oxígeno y acidez, sino que además puede comunicar esta información a sus cadenas vecinas. Así todas colaboran y hacen lo mismo que ellas en el momento adecuado.
En los pulmones, la colaboración entre las cadenas permite una captación del oxígeno coordinada y muy eficiente. En los tejidos, este gas es igualmente liberado de manera coordinada y extremadamente eficiente por las cuatro cadenas.
Resurrección molecular
¿Cómo ha evolucionado esta capacidad de la hemoglobina?
Se sabía que los ancestros de esta proteína estaban inicialmente formados por una sola cadena aislada que capturaba un solo átomo de oxígeno.
La cadena solitaria no era capaz de detectar la cantidad de oxígeno ni la acidez del entorno con precisión y, por supuesto, carecía de compañeras con las que colaborar.
Para que la hemoglobina apareciera fue necesario que su gen ancestral primero se duplicara: donde había uno ahora había dos, el alfa y el beta.
Sin hemoglobina, un cerebro de la complejidad y talla del nuestro sería impensable. Derechos de autor de la imagen GETTY Image caption
Posteriormente, fue también necesario que estos genes mutaran, cada uno por su lado, para generar la combinación de las cuatro cadenas que existe hoy.
Todo este proceso parece complejo, e improbable.
Para intentar averiguar cómo pudo suceder, un grupo internacional de investigadores ha conseguido resucitar, mediante una combinación de técnicas bioinformáticas y de biología molecular, al ancestro más probable de la hemoglobina.
Esta molécula surgió hace alrededor de 400 millones de años y estaba formada por la unión de solo dos cadenas de proteína idénticas. No poseía las propiedades de la hemoglobina actual.
Los investigadores intentan reconstruir el camino evolutivo que, desde el segundo ancestro, pudo originar la hemoglobina moderna.
Esperaban decenas de mutaciones diferentes en los dos genes primigenios, ocurridas a lo largo de decenas de millones de años. Sin embargo, no fue así.
Sorprendentemente, solo dos mutaciones en zonas particulares de los genes ancestrales, que modifican la superficie de las cadenas alfa y beta y permiten su interacción, son suficientes para generar una hemoglobina muy similar a la actual.
Estos estudios demuestran que, al menos a nivel molecular, cambios puntuales en ciertos genes pueden permitir grandes saltos evolutivos.
En este caso, dos pequeñas mutaciones hicieron posible nada menos que el proceso de la respiración por pulmones y branquias y la aparición de animales de metabolismo rápido, como los mamíferos.
Gracias a ellas estamos aquí.
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*Jorge Laborda Fernández es catedrático de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de Castilla-La Mancha, España.
Este artículo se publicó en The Conversation. Puedes leer la versión original aquí.
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