domingo, 17 de agosto de 2014

ESTANISLAO ZULETA, EL MAESTRO

Imagen: correvedile.com/images/antonioacevedo/estanislao-zuleta.jpg

DOSSIER DE ARTÍCULOS EXTRAÍDOS DE LA REVISTA AQUELARRE DE LA UT EN HOMENAJE A ESTANISLAO ZULETA

Un viaje por iniciar 

Se rompió la rutina de una amarga resignación y ahora puede brotar libre- mente una renovadora, una santa indignación. Y de la dispersión mecánica de nuestras vidas, en los dormitorios y puestos de trabajo, surge la comunidad, la asamblea que delibera, grita, teme y calcula. Ahora no es necesario aturdirse de fútbol y de alcohol, porque el pensamiento se ha vuelto interesante y útil y ha dejado de ser simple incremento del dolor de nuestras vidas que solo le agrega la conciencia de su insensatez. 

En el año 1935 nació en Medellín Estanislao Zuleta, el gran pensa- dor colombiano que hizo de la palabra su principal arma de combate, en contra de la permanente domina- ción que trae consigo la ignorancia. su juventud fue cruzada por las incompren- siones de sus profesores de escuela, sus encuentros con grandes maestros, como Fernando Gonzalez, el filósofo de a pie, además de los innumerables intelec- tuales y artistas del mundo con los que compartía dudas y disertaciones en sus permanentes lecturas.

Con el paso de los años el carácter arriesgado del maestro lo llevó a constituirse como un utodidacta, un hombre feliz y enamorado de la lectura, el arte, la literatura y la música, que configuró su propia forma de ver el mundo, criticarlo cuestionarlo y trasformarlo. Sus sensibilidades aflorarían a lo largo de su vida en cada uno de los espacios lugares y tiempos que compartía con sus amigos, su familia y sus estudiantes, elevando su sólida figura de hombre de palabras, acciones e ideas. Todo eso era el maestro. 

Zuleta fue un hombre que se dedicó al pensamiento, que se construyó y aceptó a sí mismo, en la ardua tarea de preguntar, aprender y desaprender el mundo, en toda su complejidad. Nunca guardó temor por decir lo que pensaba, pues sus críticas, pulsantes y certeras, no escatimaban argumento alguno, para confrontar todo lo que limitara el pen- samiento libre y condujera al hombre, a mantenerse en un estado de heterono- mía, de minoría de edad. 

Al escuchar y leer a Zuleta, sus contradictores y críticos levantaron sus discursos e hicieron uso de sus plumas, para desvirtuar al maestro, llamándole charlatán y hablador; las universidades, fueron trincheras empleadas en contra de esa libertad de pensamiento que propiciaba Estanislao Zuleta. Pero las palabras de este nada ritual ni abnegado académico, fueron implacables frente a los mediocres del currículo y las notas, pues, a pesar de ellos, desde la propia universidad, construyó de forma viven- cial una nueva mirada reveladora del mundo, fuera de esa espantosa estructura mecánica, brusca y coercitiva que es el sistema escolar, que prepara a los niños para la vida de adultos sirviéndose de una transmisión de precariedades y ca- rencias que abusivamente, a nombre de la libertad, forja el espíritu y el cuerpo, en lecciones que nunca serán olvidadas y que sólo dan validez a la obediencia y repudian toda reflexión crítica, obrando siempre en función mecánica de una sociedad de trabajadores y trabajos, de materias primas y manos de obra, alejadas por supuesto de la libertad y el pensamiento autónomo. 

Sus palabras, su mayor orgullo, sus ideas su mayor lucha, su práctica, su vida; los altísimos niveles de su auto-formación intelectual, no sólo constituyeron un reto para consigo mismo, sino una afrenta para quienes lo miraron, y aún lo miran, con desdén por carecer de los títulos y las acreditaciones que hoy inundan el mundillo universitario; tam- bién simbolizan una crítica devastadora al modelo educativo que se practica en nuestras instituciones educativas. 

Zuleta fue sin lugar a dudas uno de los más grandes filósofos y pensadores de la historia de nuestra patria, lo fue con una rigurosidad poco conocida, pues su recorridos por el saber universal pasaron por el psicoanálisis, el marxismo, la literatura y el arte sin que sus disertaciones hallaran descanso y sus ideas perdieran la alegría, la jovialidad y el regocijo. 

La revista Aquelarre ha querido rendir un homenaje al pensador más libre de Colombia, al enamorado de la lectura, al tierno amante de la palabra, al maestro Estanislao Zuelta. Desde su obra no bus- caremos hacer llamados académicos que demuestren la validez del trepadorismo o el acomodamiento, nos es suficiente promover la lectura de su amplia obra, nuestro interés no es constituir un banco de citas bibliográficas para llenar los tan acreditados requisitos académicos, que ponderan la mediocridad del estándar con el que se valora la vida universitaria. Al contrario, queremos rendir homenaje a un hombre y a su palabra con el ma- yor respeto y admiración, que podamos transmitir esta selección de artículos, entrevistas y textos, que son impactantes en el sentido de un humanismo militante. 

El viaje que empezamos hace algunos meses, y hoy nos trae a este lugar, fue un transcurrir encantador, pues el querer dedicarle esta publicación a Estanislao Zuleta nos cuestionó desde el principio, pues no entendíamos cómo deberíamos hacerlo, no es fácil hablar del intelectual integral que dedicó su vida a pensar, despojado de valores superficiales y ma- terialismos torpes; se trataba de hablar de un autentico filósofo. 

intentamos, entonces, presentar al maestro desde su proverbial tranquilidad y simpleza, pero también desde su más abisal profundidad; llamarlo a hablar, sin caer en apreciaciones pragmáticas, reduccionistas y obtusas la respuesta la encontramos en él mismo, en su obra, en su transparente vida. 

Agradecemos a los maestros, a los alum- nos, a los amigos, a su hijo José Zuleta, a la Corporación Cultural Estanislao Zuleta, a la Corporación Fernando Gon- zález -otraparte, y a todos aquellos que constituyen esa especie de sinfonía del pensamiento que el maestro ha dejado como herencia, diseminados por toda Colombia y que hoy nos juntamos para evitar el olvido y tener presente siempre la memoria y la palabra viva del gran Estanislao Zuleta. 

Johan sebastian Gutiérrez Mosquera
Editor


Notas sobre un lector 

José Zuleta Ortiz* 

Débora Arango. Bailarina en descanso. Acuarela

Nací en una familia en la cual los libros eran objetos de pla- cer. Ese placer fue contagiado 

por nuestros padres en unas lecturas que hacíamos todos los días antes de dormir. No había en casa televisión, mi padre prescindió de ese electrodoméstico y nos ofrecía a cambio, leernos en voz alta. Con su carácter pausado y ceremonial hacía un preámbulo a cada lectura para desper- tarnos la curiosidad por el texto, el cual, luego ejecutaba con una voz tranquila y clara. sabía como pocos hacer los énfasis y transmitir la música, las cadencias y los momentos claves de la narración. De algún modo, el pequeño auditorio que le escuchaba comprendía que leer era un acto placentero, que había una relación muy íntima entre el escritor y el lector, y que lo que llegaba a nuestros oídos no sólo eran historias, era también música, y el placer con que se leía hacía que todo uera más claro. Entonces una pequeña conmoción de gozo estético y felicidad de la inteligencia se apoderaba de nosotros y nos llenaba de dicha. 

Esas lecturas no tenían propósitos in- formativos, no había en ellas nada que sugiriera encontrar utilidad práctica, sólo pretendían gozar los textos, y explorar sus secretos. Pero no era ese gozo, esa exploración, una mera deleitación, era una suma de experiencias estéticas que abría nuestras pequeñas conciencias a una libertad que luego se haría irrenunciable. 

La lectura en voz alta de la literatura fue la puerta de entrada al placer de leer, y nos brindó la música de los textos, la intimidad y el silencio con que están construidos, las múltiples maneras de abordar la vida, sus luces y sus sombras, nos mostró que la literatura trasciende lo moral, lo ideológico, lo religioso y finalmente nos alentó a escribir.

Una vez sorprendí a mi padre en su biblio- teca hablando en voz alta con los libros. Le pregunté desconcertado, qué hacía. Él me dijo: “le estoy dando una gran noticia a Baudelaire”, “¿Qué noticia?”, pregunté. “Que la traducción de la obra de Poe, que ha hecho Cortázar al español, es magnífica; ya sabes, fue Baudelaire quien tradujo a Poe al francés. He puesto la traducción de Cortázar al lado de los libros de Baudelaire y Poe para que sean amigos”.

En otra oportunidad me contó que sus primeras lecturas las había realizado sien- do muy niño, en la biblioteca del colegio. según sus propias palabras, “era muy mal estudiante, no aceptaba la disciplina y quería saber más de lo que los profesores estaban en condiciones de enseñar, por lo que me hacía muy impertinente y terminaban por castigarme”. El castigo en aquel colegio consistía en enviar al niño a la biblioteca. Tal vez una forma inteligente de no aceptar el castigo, fue encontrar placer en el castigo.

La capacidad de leer es en gran parte la capacidad de entregarse, de irse en el texto, de fundirse con el autor en la obra, de percibir lo que no se dice. Lo evidente siempre estará para todos expuesto de una manera plana y roma casi mineral. Aprender a leer, en el sentido poderoso de la palabra, es la capacidad de hacer de la lectura una apasionante tarea de transformación. Esa es la senda por la cual discurrió la vida de uno de los mejores lectores que hayan existido. Tal vez a ello se refería cuando dijo que la lectura debe provocar a una más abierta invitación a descifrar y a interpretar; una más brillante capacidad de dejarse arrastrar por el ritmo de la frase y, al mismo tiempo, de frenar por el asombro del contenido (…) hay que aprender a escuchar la factura musical de este pensamiento, la manera alusiva y enigmática de anunciar un tema que sólo encontrará más adelante toda su amplitud y la necesidad de sus conexiones. (…) es la otra cara de un nítido concepto de la lectura que, a medida que se hace más exigente y más minucioso, libera a la escritura de toda preocupación efectista o periodística, y de toda aspiración al gran público”. 

Durante su vida, Estanislao Zuleta se las arregló para vivir de lo que más le gustaba: leer. De una u otra forma lo que hizo para ganar el sustento fue compartir lecturas que le habían conmovido. Logró ganarse un prestigio por su capacidad crítica y muchas personas durante tres décadas acudieron a escuchar el producto de su oficio de lector. son legendarias en varias ciudades de Colombia las “charlas de Zu- leta”. Esas charlas no eran otra cosa que el comentario de las lecturas que hacía y terminaron siendo la base de la mayoría de los libros que se le han publicado. 

George steiner en su libro Tolstoy o Dos- toievski dice: La crítica literaria debería surgir de una deuda de amor. De un modo evidente y sin embargo misterioso, el poe- ma, el drama o la novela se apoderan de nuestra imaginación. Al terminar de leer una obra no somos los mismos que cuando empezamos. Recurriendo a una imagen de otro campo artístico, diremos que quien ha captado verdaderamente un cuadro de Cezanne verá luego una manzana o una silla como si nunca la hubiera visto antes. 

Las Grandes obras de arte nos atraviesan como grandes ráfagas que abren las puer- tas de la percepción y arremeten contra la arquitectura de nuestras creencias con sus poderes transformadores (…) Cierto instinto primario de comunicación nos impele a transmitir a otros la calidad y la fuerza de nuestra experiencia, y desearíamos convencerlos de que se abran a ella. En ese intento de persuasión se originan las más auténticas penetraciones que la crítica puede proporcionar”.

Nada más aproximado a la forma de vivir y compartir las lecturas y al espíritu de ge- nerosidad que se apoderaba de Estanislao después de una lectura conmovedora, o como él las llamaba: “una lectura funda- mental”. Cuando leía llenaba de anotacio- nes los libros, escribía sobre los márgenes o en pequeñas cartulinas que iba dejando entre las páginas, leía releyendo, volviendo sobre el texto que aún no terminaba, a veces, a mitad del libro volvía a empezar, otras veces lo terminaba y comenzaba inmediatamente su relectura. De noche, en la soledad de su biblioteca se le oía reír, con frecuencia, en el momento más alto de su entusiasmo, llamaba a alguien y lleno de júbilo le compartía un fragmento que consideraba extraordinario. En medio de esa felicidad, con la necesidad de compartir la experiencia, y de que otros compartie- ran su gozo, perdió cientos de libros que prestaba a sus estudiantes o amigos con la ilusión de tener interlocutores para compartir los hallazgos y la dicha de sus lecturas. Muchos de ellos guardan esos libros como fetiches y los muestran en las fiestas como objetos de colección. 

La crítica literaria que sobrevenía a sus lecturas era algo muy diferente a lo que usualmente conocemos como crítica literaria. No tenía mayor aprecio por la exégesis que se realiza en el mundo uni- versitario, o por las teorías que se aplican a la interpretación de los textos literarios. Conocía bien esas teorías, había seguido con cuidado desde la filosofía, y en las dis- tintas interpretaciones y valoraciones del arte, a los formalistas, a los estructuralis- tas, a los lingüistas, a los postformalistas, a los semióticos, al deconstructivismo, y como decía irónicamente, a todos los “istmos”, sugiriendo que esas disciplinas de interpretación eran de alguna forma maneras de aislarse. 

En el trabajo de compartir lecturas cons- truyó muchos lectores. Y alentó a algu- nos de sus alumnos y amigos a tomar el camino de las palabras, o al menos, el de leer desde otra perspectiva. Algún escritor dijo, con ocasión de su muerte: “Murió el hombre que le enseñó a leer a Colombia”.

Más allá de lo que lograba comunicar, y de su oficio de contagiar a otros el entusiasmo por los textos que leía, había algo que podríamos llamar las acciones derivadas. Esto es, el efecto que las lec- turas ejercían sobre las decisiones de su propia vida. La lectura en su caso, tenía un efecto trasformador, a tal punto, que podía cambiar su forma de vida de una manera radical. La decisión de retirarse del colegio y de asumir su formación por cuenta propia, enfrentándose a la familia y a la sociedad cuando sólo era un adolescente, la de irse a vivir con los campesinos del páramo de sumapaz, la de no tener televisión, la de no enviar sus hijos al colegio, y otras acciones que adoptaba respecto al amor, a la amistad, o a la política. su singular manera de ejercer el oficio de profesor y de subvertir los sis- temas de evaluación de los alumnos, eran acciones que estaban, de algún modo, relacionadas con su trabajo de lectura. 

Cuando se lee así, cuando la lectura es una herramienta de trasformación, de interrogación y búsqueda, y se está dispuesto a asumir las consecuencias de esa búsqueda, leer deja de ser un acto para adquirir conocimientos o para in- formarse. Cuando se lee así, leer es un acto en el cual se deben aplicar todas las potencias personales y la mayor de las exigencias humanas. Allí puede residir la clave de la vasta índole de sus lecturas, de la interrelación que había entre ellas, y de la enorme despensa de su memoria.

La manera de leer de Estanislao Zuleta era intensa; impugnaba verdades, hacía temblar estructuras ideológicas, se obli- gaba a cambiar y a ser consecuente. se entregaba de un modo temerario a la pasión provocada por sus lecturas, así construyó una voz sólida, y trasmitió a muchas generaciones (aún lo hace) el producto de su creación como lector. 

Pero hay que decirlo; leer de ese modo es un acto de re-evolución, que si bien le permitió pensar, ser original en su pen- samiento y construir una obra, también lo condujo a una gran soledad, y a una cierta marginalidad intelectual. 

Alguna vez Borges escribió: 

“Un escritor, o todo hombre, debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas por un fin y esto tiene que ser más fuerte en el caso del artista. Todo lo que le pasa, incluso las hu- millaciones, los bochornos las desventuras, todo le ha sido dado como arcilla, como ma- terial para su arte; tiene que aprovecharlo. De esa forma la humillación, la desdicha, la discordia, son cosas que nos han sido dadas para que las trasmutemos para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a serlo”. 

De todas las lecturas posibles, la literatu- ra es el escenario donde mejor se puede aprehender la esencia de lo humano; los dramas y los grandes temas de la aventura vital del hombre y sus complejidades son tratados por, y en ella. 

La literatura, la verdadera literatura, la hacen grandes lectores, no lectores de libros, los escritores son lectores de todo, y siempre están leyendo, cuando ven una hoguera están leyendo, cuando miran un río, están leyendo. Leen gestos, tonos de de voz, el lenguaje del cuerpo, la conducta, los actos son lenguaje, los escritores logran descifrar la ecuación de una sonrisa. Al mirar construimos un texto para que otros lo lean, nuestra capacidad de leer es en gran parte nuestra capacidad de vivir, también son capaces de leer el tiempo, la adversidad, de leer el amor, los aromas, de algún modo toda relación con el mundo está mediada por la capacidad de leer ese mundo y la profundidad de esa lectura es en gran parte la capacidad de disfrutarlo. 

El artista es un lector aplicado. La belleza suele habitar en múltiples lugares, en los más insospechados, pero no todos estamos en capacidad de percibirla, no todos podemos leerla. La literatura proviene de lectores que son capaces de leerlo todo de aprehender el mundo y de revelar los secretos de esa intensa lectura. 

Hay en la lectura de la literatura una di- ferencia con la lectura de otros textos; la comprensión del sentido es una labor del intelecto, la aprehensión de una obra de arte es una labor que requiere mucho más que intelecto. Lo que comunica una obra de arte va más allá de lo comprensible, de lo racionalmente explicable. Las experiencias estéticas, la vivencia de la música, o de la imagen, escapan a lo meramente compren- sible, de ahí la fascinación que producen. 

Las sensaciones que trasmite una obra de arte literaria, tienen que ver, más con lo que produce la música, que con lo que producen la filosofía o la razón, así la literatura las contenga a ambas. En ese sentido me place citar una de las más extrañas afirmaciones de Estanislao: “sólo se escribe para escritores y sólo el que escribe realmente lee”. 

En la sociedad en que vivimos nada nos prepara para la literatura, nada nos alienta a otra cosa que a consumir, la cultura ya fue asimilada como un bien de consumo, al cine y al teatro se los denomina: “la in- dustria del entretenimiento”. Gran parte de lo que ocurre con el mundo editorial en la actualidad, tiene que ver con la industria del entretenimiento, o con la del escándalo público. se diría que la literatura, el gran arte, no llega a grandes públicos. Que la poesía sigue siendo una actividad dirigida a unos pocos iniciados, o a otros artistas que están dotados de las herramientas para comprenderla, para sentirla, para entrar en ella. Nada más alejado del entretenimiento, que la lectura tal y como la vivía mi padre. 

En algunas afortunadas ocasiones, per- cibimos que el lector es quien completa la creación literaria, que la relación del escritor con el lector es una relación de coautoría. Nada dirá la obra si otro no puede percibir, gozar y sacudirse. Pero

¿podríamos aventurarnos a decir que la lectura es en sí misma un arte? si leer puede ser una de las artes, si pu- diéramos afirmar que la lectura puede ser creación, y que haya en ese acto, además de una acción complementaria, una posibilidad de construir, de articular un acto creativo. se nos haría comprensible la idea de que la lectura es una creación en sí. Y la afirmación: “sólo se escribe para escritores y sólo el que escribe realmente lee” se vuelve más provocadora y más estimulante. 

Leer es algo más que reconocer símbo- los, articular palabras y comprender su significado, Leer literatura es un acto de creación que no todos podemos realizar plenamente. 

Aunque no es una idea muy democrá- tica, podríamos decir en defensa de esa hipótesis, que así todos podamos cocinar, pocos podemos hacer de ese acto un acto artístico. ¿No es el baile una de las lecturas de la música, y no es al mismo tiempo una creación artística? Aunque todos podemos ver en la noche las estrellas, no todos podemos leerlas, o al menos las leemos con diferente intensidad. 

se podría arriesgar una idea final sobre la lectura: 

1. Existen varios niveles de lectura; la lectura informativa que es la que sigue los acontecimientos simples y escuetos de una narración, aquella que acoge un texto literario de la misma manera en que se lee una noticia en el periódico, ese nivel de lectura arruina lo artístico y sólo puede llegar a producir infor- mación, a lo sumo entretenimiento. 

2. La que accede a otros ámbitos del texto literario, que percibe y aprecia la belleza y que puede incluso aplicar sistemas de interpretación teórica al texto, como los que se aplican en las escuelas de literatura de las universi- dades. Y... 

3. La lectura que es en sí misma creación, la que complementa la obra literaria, la que permite al lector fundirse en el texto y refundarse con él. 

En estas primeras notas para la cons- trucción de un boceto del lector que fue mi padre, deseo expresar, más allá de las tribulaciones vividas como consecuencia de lo que denominé las “acciones deriva- das”, que tengo una gratitud muy especial con él por haberme permitido entrar en la literatura a través de su voz mágica, En esas lecturas de las primeras noches de mi vida, recibí un bien que me ha permitido tener el mayor instrumento de gozo que se me haya otorgado. 

Desde muy niño advertí que yo podía penetrar en la belleza de las cosas, atisbar la esencia de los seres, percibir el canto de la existencia. No sabía muy bien que era aquello, pero me hacía muy feliz, me producía gozo y una ebriedad saludable e involuntaria. 

La literatura es la suma de la experiencia vital del ser humano, en ella nos confron- tamos, descubrimos los hilos que tejen el mundo, contamos nuestra aventura, en ella y con ella cantamos, porque la literatura proviene de una deuda de amor con la vida y es, en últimas, una íntima acción de gracias.
__________

* José Zuleta ortiz, hijo del Maestro. Texto presentado en el Coloquio en homenaje a Estanislao Zuleta en Manhattan, Nueva York, 16 de febrero 2008.

La lectura en el pensamiento de Estanislao Zuleta 

Alberto Valencia Gutiérrez* 
Débora Arango. Palomas

La lectura era la principal “herra- mienta” de la actividad intelectual de Estanislao Zuleta quien, antes que cualquier otra cosa, era un exigente y riguroso lector. La primera lección que se debía seguir en contacto con él era el aprendizaje de las condiciones funda- mentales de la lectura. Por ello buena parte de su magisterio, y del patrimonio intelectual que nos ha legado, podría resumirse en estos términos sencillos: Zuleta enseñó a leer1. 

Sólo es verdadero lector aquel que escribe, repetía con frecuencia citando a Derrida o a Nietzsche. La escritura es una ruptura, una decisión de romper con el mundo que nos rodea y con sus connotaciones. Un hombre que no escribe es porque “ya está escrito” en “un orden normal: su situación, su función, su posición y su significación están definidas previamen- te. Un escritor es un ser que tiene que buscarse y hacerse”2. De esta manera la lectura, y la escritura como consecuen- cia, se constituían en instrumentos de búsqueda de un fundamento sobre el cual construir la vida, la lucha, el amor y el trabajo transformador. Por todas estas razones, la referencia a la teoría de la lectura implícita y explícita en su obra es una condición necesaria para llevar a cabo una interpretación de las orientaciones fundamentales de su pensamiento. 

En sus textos encontramos una clara teoría de la lectura que aparece desarrollada de manera explícita en muy diversos lu- gares o implícita en sus propios trabajos, y que es posible reconstruir y sintetizar en algunas fórmulas que constituyen una de las más importantes premisas de toda su actividad intelectual. Lo importante de esta teoría de la lectura no es necesaria- mente su novedad, ya que sus orígenes son fácilmente reconstruibles en las grandes fuentes de su pensamiento, sino la manera como a partir de estos criterios de lectura se lleva a cabo un gran trabajo de interpretación y de exégesis de textos, autores y teorías que lo caracteriza.

La formulación explícita de una teoría de la lectura, que el lector puede consultar directamente en los lugares en que está expuesta3, es elaborada a partir de un diálogo con la filosofía de Nietzsche: “Acaso ningún escritor haya hecho tan conscientemente como Nietzsche de su imagen de un lector pasivo que asimila algo que le viene de afuera o de un “lec- tor ocioso” que recibe como regalo “un saber que no posee y que va a adquirir”, o que solo busca estar informado y por lo tanto está a la búsqueda de una noticia cada vez mas nueva, como en el modelo periodístico: “leer no es recibir, consumir, adquirir”. La lectura es un trabajo, es una actividad mediada por una actividad de interpretación por parte del lector. 

Es un trabajo porque no existe un código común entre el lector y el texto. Por el contrario hay que partir de la idea de que un texto define sus propios términos, ela- bora su propio código. El sentido de estos términos “no lo podemos ir a buscar en el diccionario”, “ni tomar directamente de un código preexistente que empleamos en la vida corriente o en una ideología domi- nante”; “ni puede tampoco ser asimilado a los conceptos de otros pensadores”4. Hay que identificar el código que el texto im- pone, hay que interpretar, y ello implica por parte del lector una posición activa: organizar una discusión, elaborar sus propias ideas, desarrollar sus diferencias e, incluso, iniciar un proceso de escritu- ra: “solo se escribe para escritores y sólo el que escribe realmente lee”, dice en su artículo sobre la lectura, citando una vez más a Nietzsche. 

Un texto constituye una especie de “len- guaje interior”, y establece “relaciones de afinidad, contradicción y diferencia” con otros “lenguajes”. Por consiguiente para determinar el valor que asigna a cada uno de sus términos hay que utilizar los mismos criterios que la lingüística utiliza para el estudio del lenguaje, al que con- sidera como un sistema de partes inter- dependientes, dotado de una autonomía, que se toma a si mismo como punto de referencia: “el poder significativo que constituye a un signo esta estrictamente condicionado por las relaciones que lo unen a otros signos de la lengua, de tal manera que delimitar su significado im- plica la posibilidad de reemplazarlo en una red de relaciones intralinguisticas”. Al igual que en el estudio del lenguaje es necesario entonces que el lector haga “explícito el sistema que confiere su valor” a los términos del texto5. 

La idea de que toda lectura es interpre- tación no se refiere propiamente a una opción posible, entre otras, que se toma o se deja, sino a una condición inevitable que puede obviamente ser o no asumida. No existe entonces una lectura “objetiva”, “neutral” o “inocente”; toda lectura es necesariamente interpretación así una concepción “consumista” trate de negarlo. El resultado será siempre una interpre- tación así lo que se produzca sea una “dislocación de las relaciones internas de un texto” como consecuencia de traducir sus valores a “la interpretación de una ideología dominante”. 

La concepción de la lectura que Zuleta propone está claramente inspirada en el psicoanálisis. Toda lectura está determina- da por una relación con el inconsciente, que media, por decirlo así, no solo la producción del texto, sino también su recepción. El modelo por excelencia de la lectura es el diálogo psicoanalítico. La propuesta de Zuleta consiste unicamen- te en asumir a fondo una idea pilar del psicoanálisis, que es expresada por Freud en los términos siguientes: “Todo hom- bre posee en su propio inconsciente un instrumento con el que puede interpretar las manifestaciones de lo inconsciente en los demás”6. En todo diálogo hay mucho que se nos escapa, y mucho que captamos, y de lo que no podemos dar cuenta nece- sariamente. Y así ocurre en toda lectura donde también prima una “finalidad selectiva inconsciente”: aprendemos más de lo que podemos dar cuenta, dejamos de lado muchas cosas, otras las olvidamos rápidamente y algunas las recordamos toda una vida. 

De parte del autor esto quiere decir que el sentido del texto siempre lo trasciende: no hay “un propietario del sentido llamado autor”. Este desajuste entre el resultado de un texto escrito y la intención de quien lo elabora se explica precisamente por la mediación del inconsciente. El sentido es un efecto incontrolable, que “el pro- pio autor puede ignorar por completo”, frente al cual puede asombrarse, o incluso rechazar. El hecho indudable es que efec- tivamente siempre “se le escapa en algún grado”. De allí se deduce entonces que leer no es tratar de reconstruir el sentido “auténtico” de un pensamiento, “lo que en realidad alguien quiso decir”, sino es- tablecer lo que efectivamente dice el texto en si mismo, más allá de las intenciones del autor. 

La polisemia es la condición de toda producción escrita. Ni el autor es dueño del sentido, ni el lector puede a su vez agotarlo ya que éste, a la manera del sueño según la célebre formulación de Freud7, es siempre múltiple, irrecuperable e inapropiable. Por tal motivo la inter- pretación es siempre limitada aunque sus posibilidades sean infinitas, y “la escritura no tiene un receptor controlable”. El hecho de asumir un trabajo de lectura con todo el rigor que se deriva de este criterio implica necesariamente una posición an- tidogmática ya que con mucha frecuencia encontramos que se descalifica la obra de un autor por sus ideologías políticas, o en el sentido inverso, que se pondera su obra por sus compromisos explícitos con procesos políticos. 

El lector debe dejar funcionar lo más libremente posible su propia actividad inconsciente; suspender las “motivaciones que habitualmente dirigen su atención”; suprimir la influencia que pueden ejercer sobre él sus prejuicios conscientes, de tal manera que en la relación con un texto prime, en lo posible, “una comunicación de inconsciente a inconsciente”. Esta condición no es nunca realizable en un sentido absoluto, ni en la práctica del psicoanálisis ni en un trabajo de lectura, pero si es una referencia a la cual deben estar orientadas estas actividades, aunque su realización no sea siempre efectiva. se trata en síntesis de hacer posible que una “finalidad selectiva consciente” propia de la actividad cotidiana deje su lugar a una “finalidad selectiva inconsciente”: “Hay que dejarse afectar, perturbar, trastornar por un texto del que uno todavía no pue- de dar cuenta pero que ya lo conmueve. Hay que ser capaz de habitar largamente en él, antes de poder hablar de él”8. 

De allí se derivan varias consecuencias importantes para el proceso de lectura. En primer lugar el hecho de que se lee siempre desde una posición, tanto si miramos el proceso desde el punto de vista de la significación que en él tiene el inconsciente, como desde las preocu- paciones conscientes de las que el lector puede dar cuenta: no existe una lectura neutral; se lee siempre “a la luz de un problema, de una pregunta abierta, desde un asunto no resuelto”. 

En segundo lugar toda lectura exige por parte del lector el “aprendizaje” de una actitud que en la tradición filosófica aparece en las condiciones originarias del método cartesiano: la suspensión del juicio. se trata de aprender a no dar un sentido inmediato a los elementos que un texto presenta, o declararlos carentes de sentido. Hay que aprender a “rumiar”, a esperar, como en las fórmulas de Nietzs- che. Un determinado aspecto puede tener un significado muy importante dentro de la lógica de un texto, así lo desconoz- camos en un primer momento; tenemos que aprender a convivir con él “en su carácter de incógnita”, “mientras no se pueda articular en un conjunto”. 

En tercer lugar, y en consecuencia con lo anterior, hay que reconocer que toda lec- tura es necesariamente retrospectiva: los nuevos elementos enriquecen el sentido de lo anterior; “cualquier formulación en el lenguaje espera su sentido de lo que lo complementa. Cualquier recepción del lenguaje es necesariamente una interpre- tación retrospectiva de cada uno de sus términos a la luz del conjunto o de la frase o del texto”. sólo poco a poco “la frase nos resulta inteligible, pero inicialmente no da la razón de sí”. De igual manera “los conceptos de un gran pensador no son una serie o sucesión de temas dispersos, tirados como confetis, sino que son una articulación sistemática, en la que todos dependen de todos y se soportan mu- tuamente. De modo que la lectura debe ser continuamente retrospectiva porque a medida que avanzamos y encontramos un nuevo tema, este precisa y redefine los anteriores”9. 

Finalmente habría que señalar que la teo- ría de la lectura en Zuleta no se limita a un plano puramente intelectual. Un texto es comprendido en la medida en que nos transforma. En esta dirección citaba una patética expresión de Nietzsche en el Zaratustra: “Entonces algo me habló sin voz; ¿lo sabes Zaratustra?”10. Esta cita reproduce a su manera la frase de 

Goethe que Freud había colocado como una enseña en su consultorio: “En vano andáis por el camino de la ciencia, cada cual aprende sólo que puede aprender”11. La idea que expresan estas citas es esencial en la concepción que Zuleta tiene de la lectura y de la actividad intelectual. 

Notas 

1. “Zuleta me enseño ante todo a leer. Era un gran lector, pero más que eso era un astuto lector. Leía lo que no estaba en el texto sino debajo y encima. No hacía lecturas literales sino de sen- tido y ese sentido era la crítica. Zuleta criticaba todo. sometía cada palabra, cada frase, cada libro a un análisis riguroso y despiadado. Hoy recuerdo esa tarea con melancolía. Leímos El Capital de pasta a pasta...” [...] “Por esa puerta entramos a un mundo maravilloso y peligroso: el psicoanálisis, la filosofía, la literatura, la pintura, la música. Digo peligroso porque Zuleta era un hombre apasionado...”. Molano, Alfredo, ‘Confesión de parte’, en revista Análisis político, No. 17, septiembre a diciembre de 1992, p. 102. 

2. Paráfrasis de sus comentarios al respecto en creer en sobre la idealización en la vida personal y colectiva, pag. 124, y La poesía de Luis Carlos López, p. 84. 

3. Recomiendo la lectura del artículo sobre la lec- tura publicado en Elogio de la dificultad y otros ensayos, y sobre la lectura, publicado en Sobre la idealización a la vida personal y colectiva, que es un comentario del propio Zuleta al primer artículo. Las citas entre comillas sin referencia explícita son tomadas de allí. 

4. A la memoria de Martín Heidegguer, en Elogio de la dificultad y otros ensayos, pag. 110. 

5. Lo que los lingüistas llaman, desde saussure, el concepto de valor. Ducrot oswald, Todorov Tzvetan, Dictionnaire encyclopédique des sciences du langage, Paris, Editions du seuil, Collection Points No. 110, 1972, pag. 32. 

6. Freud, sigmund, ‘La Disposición a la neurosis obsesiva’, en Obras completas, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, 1973, p. 1740. 

7. Me refiero a la idea de Freud sobre el “ombligo” del sueño, que consiste en el enlace que vincu- laría al sueño con “lo infinito”, expuesta en la Interpretación de los Sueños, Cap. VII. 

8. sobre la lectura, en Sobre la idealización en la vida personal y colectiva. Las referencias entre comillas sin referencia explícita son tomadas de allí. 

9. A la memoria de Martín Heidegguer, en Elogio de la dificultad y otros ensayos, Cali, Fundación Estanislao Zuleta, pag. 110. 

10. Ver ‘La más silenciosa de todas las horas’, en Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza Editorial, 1973, p. 213. 

11. Citada en Robert Marthe, La Revolución psicoa- nalítica, México, FCE, 1978. 

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* Doctor en sociología de la Ecole des Hautes Études en sciences sociales de Paris; Profesor Titular del Departamento de Ciencias sociales de la Universidad del Valle. Autor del libro En el principio era la ética. Ensayo de interpretación del pensamiento de Estanislao Zuleta, y de otros textos sobre Estanisla.

Zuleta: el amigo y el maestro 

Eduardo Gómez* 


Si había algo importante que tuviera en común con mis contemporá- neos de la Colombia de los años cincuenta, algo que permitiera hablar de una “generación”, era la convicción de que estábamos en una época en que era posible cambiar el mundo. El desa- rrollo de los acontecimientos nacionales pero, ante todo, de los internacionales, así parecía anunciarlo: la URSS se había consolidado como potencia de nuevo tipo que defendía a los pueblos débiles, emulaba con éxito en diversos campos del saber con EE.UU., y estaba aún fres- co el impacto que causó en la política mundial su heroísmo en la lucha contra el nazismo y su decisiva actuación en el triunfo de las potencias democráticas; la revolución china había superado las pruebas de fuego iniciales; la guerra de liberación de Vietnam contra los fran- ceses había terminado con la derrota de la metrópoli, y el Vietcong, fortalecido, iniciaba la segunda fase, en lucha contra la intromisión de EE.UU. Aunque no tan prometedor, el panorama histórico-social en Colombia parecía ofrecer un futuro mejor porque se había caído la dictadura conservadora de Laureano Gómez, y el General Rojas Pinilla había iniciado su gobierno con los logros inmediatos de una relativa pacificación, al obtener la entrega de las armas por parte de la guerrilla liberal (mayoritaria entonces) y estaba realizando una serie de obras públicas (la TV, el Centro Administrativo, el Aeropuerto El Dorado, la Avenida de el Dorado, la ayuda de SENDAS a los pobres, numerosos acueductos, etc.) que le dieron enorme prestigio. En la gran prensa se lo comparaba con Bolívar, y una manifestación de apoyo duró dos horas pasando frente a palacio. Todos estos hechos parecían confirmar los análisis de la oposición de izquierda, en el sentido de que un cambio radical podría lograrse en un plazo no muy largo. Esa impresión se hizo más compleja pero no varió en lo fundamental cuando Rojas Pinilla acen- tuó su política de inspiración peronista (con consecuencias negativas inmediatas entre muchos de sus admiradores de la oligarquía) y sus limitaciones y contra- dicciones se pusieron cada vez más en evidencia al tratar de afianzarse como militar católico. El cierre de El Tiempo y de El Espectador, la encerrona de la Plaza de Toros como venganza al abucheo a su hija María Eugenia y su complicidad con la masacre de estudiantes el 9 de junio de 1954 en pleno centro de Bogotá, junto con la exigencia que, por segunda vez, hizo el General Rojas a los capitalistas mayores de la ANDI y a los más ricos de pagarle al gobierno un bono para obras sociales, minaron rápidamente su posi- ción de poder y su prestigio. 

Participé activamente en los aconteci- mientos que desató la masacre de los es- tudiantes el 9 de junio, a raíz de los cuales fundamos en la Universidad Nacional la Federación de Estudiantes Colombianos (FEC), que se convirtió en la vanguardia agitacional de la lucha contra el gobierno de Rojas Pinilla. Durante tres años la vida de quienes la fundamos y orientamos cambió radicalmente: realizábamos hasta tres reuniones diarias, viajábamos a otras ciudades, organizando congresos y míti nes y, según se decía, aglutinamos a cerca del 70% del estudiantado colombiano. La huelga general que organizamos en la U.N., cuando Rojas nombró al Coronel Agudelo como rector, huelga que derribó a Agudelo en menos de un mes, nos fue cobrada con la expulsión de siete dirigen- tes de la FEC. Los expulsados acudimos al rector de la Universidad Externado de Derecho, doctor Hinestroza Daza (quien se había distinguido por su oposición al régimen) y logramos salvar el año lectivo. El eco malicioso que nuestros manifiestos y todo lo que hacíamos tenía en la gran prensa liberal nos devolvió una imagen exagerada de la importancia de nuestras modestas acciones políticas (si se tiene en cuenta la magnitud de los problemas del país), y a ello contribuyó también el hecho de haber logrado una unidad, en torno a nosotros, de todos los sectores juveniles de oposición, incluidos los de la clase alta liberal. Era común hacer reuniones “subversivas” en lujosas man- siones del norte de la ciudad; prestigiosos profesores de la universidad, como Luis Eduardo Nieto Caballero, se veían obli- gados a difundir sus escritos mediante el mimeógrafo. 

Cuando Ramiro Montoya (a quien había conocido como uno de nuestros princi- pales colaboradores en los sectores estu- diantiles de Antioquia) me presentó, en el café La Paz de la calle 19, a Estanislao Zuleta, las ilusiones y vanidades de ese mundo de la política juvenil en el que me hallaba inmerso comenzaron rápidamen- te a derrumbarse. Además, el ruido y la importancia de la FEC habían menguado mucho y la “generación del medio siglo” (“dispuesta a escribir su propia historia”) empezaba a dividirse, especialmente a raíz del homenaje que la dirección liberal rindió a los dirigentes estudiantiles en el salón Rojo del Hotel Tequendama. 

Hacía dos años que yo había ingresado a la Juventud Comunista (que había desempeñado un papel secreto y eficaz en la orientación de la FEC), pero en ese momento ya me sentía extraño en sus filas y vivía una escisión en mi personalidad, una contradicción grave que se manifes- taba como la existencia de dos yoes: uno era nocturno, morboso, que se regodeaba (no sin angustia) en una soledad y una vagomanía que a veces se prolongaba hasta el amanecer, y que se complacía en el trato esporádico con sectores sórdidos y lumpenizados; el otro era diurno y se esforzaba por interiorizar el papel de líder nacional estudiantil y por hacer suyas la disciplina piramidal, el Proletkult, la aus- teridad pequeñoburguesa y la censura que la burocracia estalinista había impuesto. Era cierto que los comunistas ayudaron a iniciarme políticamente en el siglo XX y que en el trabajo de la FEC habían mostrado sagacidad y cierta lucidez, pero después de un tiempo de militar en sus filas lo artificial y forzado de mi posición comenzó a tornarse insoportable. 

Zuleta captó, de entrada, esas contradic- ciones y comenzó a cuestionar con mucho humor la imposibilidad de ese proyecto que él ya conocía en el trato con otros militantes comunistas y que consideraba típico de esa organización, en la medida en que se había burocratizado y dogmati- zado. Gracias a él comencé a comprender que nuestro famoso liderazgo estudiantil tenía algo de parodia de los verdaderos liderazgos, algo lúdico-aventurero (muy característico de la condición experi- mental y de aplazamiento del estudiante universitario). Por otra parte, nuestras “audacias” no corrían muchos riesgos reales porque la dictadura de Rojas era bastante benigna y, después de la enorme resonancia que tuvo la masacre de estu- diantes, trataba al gremio universitario con un relativo tacto y hasta paternalismo (de lo cual me doy cuenta ahora, com- parando ese gobierno con los que poste- riormente ha soportado el país). Zuleta hizo consciente el malestar secreto que corroía mi papel como líder estudiantil y me mostró la imposibilidad de desligar ese mundo dual que me desgarraba. sus análisis sartrianos de la “inautenticidad” de mi “situación”, sus observaciones so- bre cómo no se puede aspirar a cambiar el mundo sino “asumiendo” los propios conflictos, suscitaron una crisis de mis convicciones políticas. Él me cuestionaba con dureza pero sin ofensas personales y su severidad estaba impregnada de solidaridad y humor, de voluntad de en- contrar la verdad en cada caso. siempre planteaba las críticas de manera tal que él estaba también involucrado en ellas, nunca en forma puramente personal, sino en forma indirecta y teórica, haciendo continuas citas de sus autores preferidos por entonces como sartre, Freud, simone de Beauvoir, Merleau Ponty, Dostoiesky y Kafka. Pronto comprendí que la filosofía existencialista, con su descripción fe- nomenológica, hacía posible pensar la cotidianidad, de tal modo que ninguna experiencia resultaba insignificante y podía ser redescubierta y relacionada con las cuestiones más profundas y trascen- dentes, si se sabían hacer las necesarias asociaciones y mediaciones. No había, entonces, separación entre lo interior y lo exterior, entre lo individual y lo social. 

De esa manera, la literatura (y en especial la novela y el teatro) adquiría un rango muy alto como forma de conocimiento, gracias a las sugerencias de un torrente de imágenes existenciales, profundamente significativas. Leí apasionadamente los cuentos de El Muro, leí La Náusea y las obras de teatro de sartre. ¿Qué es la literatura? me abrió amplios horizontes, aunque con reservas en lo que se refiere a la poesía. Freud todavía aparecía como no suficientemente relacionado con el existencialismo pero ya había un trasfon- do intuitivo de sus teorías. En cuanto a Marx, era mencionado por Zuleta con cautela, respeto y distancia y prefería hacer la crítica de las deformaciones de que había sido objeto en la praxis política de los partidos comunistas. 

Los diálogos con Zuleta (siempre en el café La Paz), preferiblemente en horas de la tarde, se hicieron diarios. Durante varias horas bebíamos algunas cervezas y a veces íbamos a comer. Era una cita tácita sin hora precisa pero a la que no fallába- mos. El café La Paz era un local pequeño y tranquilo de dos pisos, ubicado en una “muela” de la antigua calle 19 (entonces estrecha y ciega) y yo lo frecuentaba desde antes de conocer a Zuleta porque tomaba las tres comidas en la pensión de doña Emelina Velásquez (hermana del famoso guerrillero Cheíto Velásquez, por entonces ya muerto), situada una cuadra arriba del café mencionado. Yo había escogido esa pensión para “ayudar a la hermana de un guerrillero”, y allí me encontraba con algunos conocidos de la izquierda que vivían o comían en esa vieja casona. Zuleta estaba alojado al frente del café La Paz, en uno de los venerables apartamentos (propiedad de sus tías) de un viejo edificio (que todavía existe), situado unos metros arriba de la séptima sobre el costado norte. Por entonces, ese café ya era frecuentado por el grupo de la revista Mito. Allí conocí a Gaitán Durán, Eduardo Cote Lamus y Hernando Valen- cia Goelkel, los cuales subían de vez en cuando a conversar con nosotros. Pronto se fue formando un grupo de asistentes habituales a la tertulia, entre los que re- cuerdo a Manuel Gaitán (sobrino del líder sacrificado), el periodista Rafael Maldona- do, el actor y director de televisión y cine Manuel Franco, Ramiro Montoya (quien se perfilaba como cuentista), así como, ocasionalmente, Jorge Child, Francisco Posada Díaz, joven estudioso de filosofía, y otros. Mi verdadero interés era la posi- bilidad de dialogar exclusivamente con Zuleta, porque cuando llegaban los otros el diálogo se diluía en temas que me eran indiferentes. Me asombraba la capacidad de comprensión que mostraba Zuleta no sólo de mis problemas personales, sino de los teórico-existenciales en general. Me infundía una confianza total (nunca antes experimentada) su voluntad ostensible de superación mediante la profundización en común de los conflictos que vivíamos. No había en él ninguna pretensión de “ser un escritor”, de figurar o de dominar al interlocutor. Me olvidaba que él tendría por entonces cerca de veinte años de edad porque me daba la impresión de estar tratando con un intelectual mucho mayor y mucho más experimentado. sus inter- venciones nunca resultaban pedagógicas sino que enseñaban como por casualidad y a propósito de la inquietud inmediata de que se tratara. Como su humor era oportuno, espontáneo y punzante, sus intervenciones no estaban imbuidas de ese “espíritu de seriedad” que tanto cues- tionaba sartre. 



Sin embargo, Zuleta no tenía una orientación suficiente, por entonces, en cuestiones de praxis política. En este campo sus puntos de vista eran todavía muy abstractos y estaban afectados por una visión intelectualista. No influía en mí en cuestiones como la concepción de la libertad, pues la afirmación de sartre de que “elegimos nuestra existencia” y somos responsables hasta en el sueño de nuestra conducta, contradecía radicalmente mi experiencia de toda la vida y los lúcidos criterios histórico-concretos que había aprendido en Marx. otro tema en el cual divergía era en el de la poesía, por consi- derar que el cuestionamiento general de la poesía que hacía Zuleta no distinguía las diversas tendencias de la misma. Creo que lo que él cuestionaba era la manera como yo vivía la poesía, puesto que mis sórdidas aventuras nocturnas eran insepa- rables de cierto “amor al fracaso”, como después escribió sartre en el análisis de Genet. Estas críticas fueron (a pesar de su injustificable generalidad) eficaces y formativas en la situación que yo vivía entonces. Hasta ese momento no había querido publicar, sino por excepción, los pocos poemas que aún conservaba y no se me ocurría pensar en editar un libro. Dejé de escribir poesía (y esto se prolon- garía saludablemente por algunos años) y me sumergí en la lectura de novelas, ensayos filosóficos o psicoanalíticos y piezas de teatro, en su mayoría de sartre. Freud desplazó en buena parte a Marx y me enseñó que la comprensión de lo social e histórico en toda la complejidad de sus contradicciones y matices sólo se alcanza a través del estudio analítico del comportamiento individual, a partir de la infancia y de las relaciones familiares. Con estos criterios era que nos enten- díamos con más facilidad y provecho. 

En un momento dado, Zuleta me prestó sus apuntes autoanalíticos en donde diariamente se cuestionaba y autoanalizaba con una sorprendente severidad. 

Simultáneamente, la política nacional entraba en otra grave crisis: el derro- camiento de Rojas Pinilla mediante la acción unitaria de la oligarquía de los partidos liberal y conservador. Lo habían usado para derrocar la dictadura de Lau- reano Gómez y cuando Rojas se volvió populista y trató de prolongar su régimen, lo derrocaron con una huelga patronal organizada por Alberto Lleras. En lugar de hacer un juicio a los políticos corrup- tos y a los asesinos a sueldo que habían apoyado la dictadura de Laureano Gómez (pájaros, policía chulavita, curas fanáti- cos, etc.), Lleras pasó por alto los apoyos y sustentos de esa dictadura, viajó a España, trajo a Laureano, lo revivió políticamente, conservatizó al liberalismo, persiguió a los sindicatos y fundó el Frente Nacional (léase oligarca). La extensión y alcance nefastos de todas estas maniobras no se habían dado todavía en su totalidad pero ya se percibían síntomas alarmantes. Era imposible que un intelectual de la capacidad de Zuleta pudiera continuar marginado de la política de ese momento. Y en efecto, para entonces Zuleta ya se había acercado al marxismo, siempre bajo la influencia de sartre. 

El 10 de mayo de 1957 cayó el gobierno de Rojas y entonces formamos un grupo de trabajo político con Raúl Alameda (un economista que se había separado del PC, proclamando su marxismo independiente, y que como orientador de una larga huelga de los talleres Apolo nos había invitado a colaborar con los obreros), Zuleta, el periodista Rafael Maldonado, otros amigos y yo. En un pequeño mimeógrafo editamos e hici- mos circular miles de hojas en las que se analizaba la situación, tomando distancia tanto del gobierno de Rojas como de la política de Alberto Lleras. La dueña de la casa donde instalamos el mimeógrafo debió leer alguna de las hojas o escuchar nuestros comentarios, pues su actitud, súbitamente fría, despertó nuestras sos- pechas; entonces resolvimos trasladar rápidamente el mimeógrafo. Estábamos dándole la vuelta a la esquina cuando vi- mos entrar a varios soldados y un oficial. Fue un momento de grave peligro por- que, desde el 9 de abril del 48, las ideas marxistas se consideraban un delito, y en esa situación de caos, en que centenares de miles de personas desbordaban las ca- lles de Bogotá, cualquier tipo de violencia intramuros hubiera pasado desapercibida. No obstante, es necesario reconocer que Rojas entregó el poder sin provocar un derramamiento de sangre. 

Algunos domingos por la tarde nos reuníamos con Ramiro Montoya en el apartamento de las tías de Zuleta para escuchar la traducción fluida que éste hacía de los artículos de Les Temps Moder- nes. otras veces la lectura tenía lugar en el café y siempre suscitaba comentarios y discusiones, cada vez de un carácter más políticamente especializado. Por mi parte, no había buscado más a mis compañeros de militancia pero tampoco había roto con ellos y mantenía con algunos una re- lación amistosa. Desde la terminación de la acción política de la FEC, mis noches de vagabundaje habían vuelto a intensificarse pero ahora había una notable diferencia en la manera de vivirlas: ya no me sentía culpable y había adquirido un principio de auto-crítica y control. Desde hacía unos meses, Zuleta era el confidente de mis más íntimos problemas, sin que jamás abusara de ese saber en el trato con- migo o cuando nos encontrábamos con el resto de los asiduos a la tertulia. 

Tampoco permitía que ese conocimiento fuera causa de familiaridades en nuestro trato. Mantenía una distancia discreta, al interpretar teóricamente, con mucha sutileza, todo lo que le contaba. En alguna ocasión me preguntó cuál podía ser a mi criterio el peligro mayor de la amistad y yo le contesté sin vacilar: la indulgencia y la complicidad. Y como le manifestara mi preocupación por que yo no estaba apor- tándole casi nada a nuestra relación, él a su vez me contestó: aprovecho y aprendo de nuestra amistad minuto a minuto. De vez en cuando lo encontraba nervioso y un poco deprimido y, sin que me lo dijera directamente, intuía que se trataba de un sentimiento de soledad, pues no tenía una compañera. Tampoco era posible pensar en que alguien como él buscara relaciones de consolación en aventuras baratas. Por entonces, le propuse que aprovecháramos la licencia vigente del periódico Junio que habíamos editado en la FEC (bajo la dirección de Álvaro Paredes y luego de Armando Yepes) el cual estaba financiado gracias a la gerencia de María del Rosario ortiz santos, eficaz colabo- radora de la política de la FEC. Zuleta se mostró de acuerdo y quiso saber quién era María del Rosario. Le dije que se trataba de una joven sobrina de Hernando y En- rique santos, que se había apartado del liberalismo tradicionalista de los dueños de El Tiempo y que era muy moderna en sus costumbres. Como primer paso para la apropiación de Junio, y para su financiación, resolvimos organizar una modesta fiesta a la que asistiría María del Rosario. A última hora resolví no asistir pero después me contaron cómo Zuleta y María del Rosario habían simpatizado inmediatamente e iniciado una relación que pronto desembocó en el matrimonio.

Un grupo integrado por Zuleta, Carlos Rincón, Armando Yepes –que figuraba como director–, Ramiro Montoya, José Arizala y quien esto escribe asumió la tarea de publicar nuevamente Junio, en la que fue su última salida. Desde el comienzo, la conducta de Zuleta fue muy característica: no escribió ningún artículo en los tres números que salieron bajo nuestra responsabilidad pero los editoriales estaban inspirados en sus ideas y en otra ocasión hubo necesidad de en- trevistarlo. ¿Por qué Zuleta era tan reacio a escribir, siendo que su capacidad para hacerlo era excepcional, como además lo mostraron después algunos de sus ensayos? Pienso que no quería comprometerse en forma inapelable, como es la escritura, porque sabía que sus ideas estaban todavía en formación y tenían aún un carácter muy transitorio. Zuleta era un socrático vocacional y le daba una importancia muy grande a todo lo que se expresaba verbalmente. Probablemente conocía el famoso pasaje del Fedro donde Platón- sócrates consideran que el verdadero aprendizaje es el de quien interioriza y vive las ideas, no porque las haya memo- rizado, sino porque las ha recreado como suyas. La inmortalidad de un maestro se logra cuando el discípulo deja de serlo para, a su vez, ser un recreador del mundo heredado. Esto –según sócrates– no pue- de lograrse si no hay diálogo: “Lo terrible en cierto modo de la escritura, Fedro, es el parecido que tiene con la pintura: en efecto, las producciones de ésta se presen- tan como seres vivos, pero si les preguntas algo mantienen el más severo silencio. Y lo mismo ocurre con los escritos: podrías pensar que hablan como si pensaran; pero si los interrogas sobre algo de lo que dicen con la intención de aprender, dan a enten- der una sola cosa y siempre la misma”. Por lo demás, los escritos circulan también “entre aquellos a quienes nada interesan y no saben a quiénes dirigirse y a quiénes no. Y cuando los maltratan o los insultan injustamente tienen siempre necesidad del auxilio de su padre porque ellos solos no son capaces de defenderse…”. Hay necesidad, entonces, de considerar otro discurso: “aquel que se escribe con cien- cia en el alma del que aprende, discurso que es capaz de defenderse a sí mismo, y que sabe hablar y guardar silencio ante quienes debe hacerlo”. (Fedro o de la belleza, Platón, Obras Completas de Aguilar, pág. 882). En Zuleta se realizó esta concepción socrática puesto que, en la abrumadora mayoría de los casos, su palabra culminó en el libro solamente después de haber sido fogueada en miles de diálogos. Es por eso que es palabra vivaque sigue ensanchando el ámbito de su influencia. 

Los tres números de Junio provocaron reacciones inmediatas: el periódico con- servador El Siglo dedicó un espacio con- siderable a atacarnos. Un hermoso cuento de Mario Arrubla (por entonces, todavía en Medellín) fue muy elogiado, lo mismo que los aportes de Ramiro Montoya. No obstante, Zuleta se declaró insatisfecho y dijo que Junio todavía “mostraba cierto afán de figuración”, y el periódico no salió más. 

Zuleta había entrado al PC en condiciones singulares, pues con frecuencia lo llama- ban de diversas células para que dictara conferencias teórico-políticas. Mis lectu- ras de Freud y la confianza que tenía en mi amigo me llevaron a proponerle que hiciéramos un psicoanálisis. No sabíamos entonces que los expertos prohíben el psicoanálisis entre amigos. No obstan- te, me fue de enorme ayuda y durante los meses que duró aprendí más sobre Freud que en años anteriores de lectura. Apenas se podía llamar psicoanálisis (de acuerdo a la ortodoxia) pues las “sesiones” seguían siendo en el café La Paz, al calor de unas cuantas cervezas, y apenas se diferenciaban de nuestras conversaciones anteriores en que éstas se habían tornado de obligatoria exclusividad entre Zuleta y yo, y en que ahora era yo el que más hablaba. Desde el principio, la atmósfera fue muy propicia, como lo verificamos en el análisis de un sueño que tuve antes de empezar las sesiones. Aprendí el sencillo método de hacer el propósito de despertarme, después del sueño principal de la noche, para poder escribirlo en forma más completa, y la frecuente interpretación de sueños le dio un renovado interés, lleno de sorpresas, a nuestros encuentros. Era como obtener la comunicación con al- guien entrañable, oculto en los repliegues más recónditos de mi ser y hasta ahora reprimido e ignorado. súbitamente, cobraban una enorme importancia sus voces puras, insobornables y sibilinas. Las posibilidades de enriquecimiento que me brindaban me hacían comprender la necedad de mi arrogancia racionalista anterior al haberlas despreciado, siendo que siempre estuvieron, de alguna ma- nera, presentes con sus llamados cifrados y nocturnos. 

Entre tanto, los lazos con el grupo de ami- gos que Zuleta tenía en Medellín (entre los que se destacaban Mario Arrubla y Mario Vélez) entraron en una nueva eta- pa, cuando Arrubla y Vélez decidieron ve- nirse a vivir a Bogotá. Eso constituyó un acontecimiento para nuestra tertulia. Para entonces, yo recibía un modesto sueldo como colaborador de la revista Cromos, la cual había subido de categoría al encargar de la jefatura de redacción al respetado intelectual marxista Darío Mesa. Cro- mos, que hasta ese momento tenía la mala reputación de ser una “revista de peluquería”, se vendía muy poco (y eso muestra indirectamente la magnitud de los cambios que el país experimentaba), por lo cual los hermanos Restrepo resol- vieron ponerla a tono con los tiempos de renovación que corrían. Darío Mesa era un magnífico jefe de redacción que me dejó en libertad de escoger los temas, que en ningún momento me exigió horarios rígidos y cuyas observaciones siempre me fueron útiles. Darío venía de una abnegada militancia en el PC a la que puso término porque su lúcida y amplia cultura no fue debidamente apreciada entre los camaradas y no se lo estimuló ni apoyó como autor en potencia que hubiera podido escribir importantes en- sayos sobre cuestiones históricas. El caso de Darío Mesa era uno de los últimos, entre los numerosos anteriores a él, que ponía en evidencia la subestimación de los escritores e intelectuales por parte del PC estalinista. Muy pronto afrontarían una situación similar Estanislao Zuleta, Hernando Llanos, Jaime Mejía Duque y Jorge Villegas, para no hablar sino de los amigos más cercanos. La idealización del proletariado, al que se consideraba (y se sigue considerando) como una especie de sector predestinado a realizar la revolución; la censura que ejerce una burocracia inculta y esquemática contra muchos grandes autores, pensadores y artistas, impidió la investigación y estu- dio sistemático y profundo del país y fue causa de gravísimos errores en algunas de las intervenciones políticas del PC en el proceso histórico colombiano. En ese momento, sin embargo, todo (incluso el PC) parecía estar a punto de cambiar radicalmente y el hecho de que aún una revista como Cromos acogiera a Darío Mesa y luego a Mario Arrubla, como redactor y traductor del francés, era bas- tante sintomático. 

Recién llegado a Bogotá, y por los primeros días, Mario Arrubla se alojó en un pequeño apartamento con terraza que yo había arrendado en el sector del Centro internacional. Luego entraría a trabajar en el equipo de Cromos, se casaría con socorro Castro y arrendaría un apar- tamento en el centro de la ciudad. su instalación en Bogotá fue relativamente rápida y desde ese momento se modificó la estructura del grupo que habíamos formado en torno a Zuleta. Éste, además, había diversificado y ampliado sus rela- ciones con múltiples grupos y tendencias y empezaba a ser conocido en los círculos intelectuales bogotanos. Muy pronto dejamos de concurrir al café La Paz y lo reemplazamos por el café Lutecia, que funcionaba en un local grande y destar- talado en la calle 17, arriba de la carrera séptima. 

Por entonces, las directivas del PC acepta- ron nombrar a Zuleta (quien iría acom- pañado por María del Rosario), Arrubla y Vélez como instructores políticos en el Páramo de sumapaz, (zona de influencia del famoso líder guerrillero Juan de la Cruz Varela). Zuleta me invitó a parti- cipar en ese experimento pedagógico- político pero no acepté, no sólo por con- siderarlo bastante iluso y sin perspectiva, sino porque me conocía a mí mismo lo suficiente para saber que no aguantaría una semana en esas duras condiciones. Los tres instructores vivieron separados entre sí por grandes distancias, los campe- sinos asistían a las conferencias, extenua- dos de fatiga, se dormían con frecuencia y no tenían la capacidad de asimilar el len- guaje culto de los conferencistas. Gilberto Vieira los visitó y pidió a Zuleta y María del Rosario que se casaran para no darles mal ejemplo a los campesinos. Esto rebasó la copa. A la decepción por la conducta de los campesinos se unía el hecho de que ya se acercaba la fecha en que María del Rosario daría a luz. Resolvieron viajar a Medellín, donde se alojaron por un tiempo en casa de la madre de Zuleta. Cuando regresaron a Bogotá ya se habían casado y había nacido silvia. se instalaron en un apartamento de la calle 22 con carrera 5. En una típica manifestación de su noble carácter, Zuleta me autorizó (como parte del psicoanálisis) a que lo visitara en su apartamento sin previo anuncio, en el momento en que lo deseara e incluso en las primeras horas de la noche. Así alcanzó nuestra amistad sus momentos culminantes. 

Como el mismo Zuleta lo reconoció, yo tomaba cada vez más la iniciativa en las interpretaciones del análisis, de modo que resolvimos darlo por terminado. Como culminación, me encargó un resumen del proceso. Redacté más de 30 paginas (que aún conservo) que él encontró interesantes. En la última página del resumen 



yo plateaba la necesidad de irse del país y cambiar radicalmente de medio. Zuleta compartió ese punto de vista y llegamos a la conclusión de que debía irme a Ale- mania socialista por unos años. Como si todo estuviera planeado, me encontré, días después, con Gerardo Molina e inmediata- mente le planteé la necesidad que tenía de una beca en la RDA. Molina me contestó: “Querido amigo, acaban de llegar precisa- mente unas becas para ese país”, y como él presidía la junta que las otorgaba (en la cual estaban además Jorge Zalamea, Luis Carlos Pérez y Jorge Villegas, todos cono- cidos míos), me fue otorgada por unani- midad. A las pocas semanas me preparaba para viajar a Leipzig e iniciar estudios de Literatura y Dramaturgia. 

La amistad con Zuleta había sido deci- siva en este nuevo comienzo. También para otros muchos amigos –estudiantes y profesores de las nuevas generacio- nes– Zuleta jugó un papel igualmente significativo. Muchos fueron los sucesos y situaciones en que volví a encontrar a mi entrañable amigo después de los seis años que duraron mis estudios en la RDA. Los colegas de Zuleta en las universidades (muy pagados de sus tí- tulos académicos europeos), al no tener argumentos convincentes para atacarlo, solían (y suelen) enrostrarle su falta de estudios universitarios y su autodidactis- mo. Pero precisamente, esta condición libre de anacrónicos obstáculos formales, de vanidades y poses, permitió a Zuleta abordar los temas fundamentales de la filosofía a través de sus vivencias e in- tereses concretos. De esta manera, sus “enseñanzas” no aparecían como tales, no tenían un carácter “pedagógico”, sino viva, y más bien como maneras de com- partir y comentar experiencias comunes. 

Aunque nuestra relación se hizo distante y esporádica por diversas causas (entre las que se cuentan el hecho de que Zuleta se trasladó a Medellín y luego a Cali), los motivos más hondos de esa relación con- tinuaron. Concretamente, coincidíamos en que la poesía reflexiva es la más alta expresión en el género, y algunas veces él elogió sin reservas mi producción de ese estilo. También manifestó su aprobación de los ensayos de mi libro, Ensayos de crí- tica interpretativa – T. Mann, M. Proust, F. Kafka, que la Universidad de los Andes había editado, y en los cuales es evidente la fecunda influencia de Estanislao Zule- ta. Me enorgullezco de haberlo lanzado como autor, a escala nacional, cuando logré (como director de publicaciones de Colcultura) hacer editar sus conferencias sobre Thomas Mann y la Montaña Má- gica, después de una prolija corrección de los textos de la grabación, ya que Zuleta no se había ocupado de ellos. Las numerosas conversaciones que tuve con él constituyeron una preparación y una iniciación en el análisis verbal y en el ejercicio dialógico de un tema, así como en la prevención y respuesta de posibles objeciones y preguntas en el desarrollo del mismo. Esto fue muy importante para mi carrera profesoral. De diversas maneras, esa formación de expositores y maestros de juventudes es uno de los legados esenciales de la obra verbal y escrita de Zuleta. su palabra logró con frecuencia la más alta categoría: ser principio de una acción transformadora. 

Quiero terminar estos recuerdos, evocando la última vez que lo vi. Zuleta había vuelto a Bogotá en calidad de consejero o asesor del presidente Virgilio Barco y se alojaba en el Hotel Continental. Una tarde pasé por allí y recordé que me había invitado varias veces a visitarlo. Yo sabía que estaba en los comienzos de una grave enfermedad y resolví anunciarme en la portería. Me invitó a subir y lo encontré tendido y exhausto, en compañía de un “líder sindical” (según dijo al presentár- melo), teniendo a su costado un montón de papeles con anotaciones. Aunque ha- bía bebido bastante estaba perfectamente lúcido. Casi sin transición empezó a ha- blar sobre la novela José y sus hermanos de Thomas Mann, y yo le hice una observa- ción sobre los “juegos con el poder” de José que resultó alusiva porque Zuleta anunció que estaba resuelto a renunciar a su alto cargo y a volver a la Universi- dad del Valle, y me dio un escrito suyo sobre la violencia que entonces se vivía (era el momento en que se asesinaban a diario dirigentes y militantes de la Unión Patriótica). Tuve la súbita certeza de que era la última vez que conversaba con ese amigo irremplazable. Él también lo sabía porque, de pronto, empezó a decir con un tono alto y dramático que nunca le había oído: “¡Yo te quiero mucho!”, y repitió la frase muchas veces. Me sentí un poco amedrentado y sorprendido porque siempre lo había visto discreto y dueño de sí, y no supe qué decir. Entonces se irguió, tomó un ejemplar de su libro La poesía de Luis Carlos López, y escribió con fluidez la siguiente conmovedora dedicatoria: “Para Eduardo Gómez en testimonio de una amistad, larga, íntima y mutuamente fecunda. De una amistad que no terminará nunca. Que está hecha de respeto y de crítica. De una amistad en la cual no hay jueces sino intentos de comprensión. Estanislao”. Como en sue- ños, me despedí diciéndole en forma que resultó premonitoria: “Ahora descansa”. Y alcancé con rapidez la calle, mientras me enjugaba las lágrimas.

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* Especialista en Literatura y Dramaturgia, en Leipzig y Berlín. Coordinador de la oficina de publicaciones y de la revista Razón y Fábula de la Universidad de Los Andes y cofundador de la Unión Nacional de Escritores (unec). Durante 35 años ha sido profesor de literatura europea en la Universidad de Los Andes. 

Revista Aquelarre. Universidad del Tolima Año 2014 Volumen 13 Nº 26 issN 1657-9992

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