“CREACIONISMO”
Tanto el alumnado como el profesorado están divididos por sus opiniones, creencias y convicciones, pero la escuela pública debe permitirles convivir.
ROBERT LOCHHEAD
Vidriera de la catedral de Ely que representa la creación. Foto de Dustbinman
Esta entrevista fue redactada para un alumno mío que hacía su trabajo de bachillerato sobre este tema hace unos años. Entrevistó también a un ministro evangélico, a un pastor protestante, a un cura católico y a un profesor de instituto de filosofía, y redactó sus comentarios y conclusiones personales. Hizo un buen trabajo. He añadido ahora las notas y algunas precisiones para esta publicación.
P: ¿Por qué los profesores de biología se niegan a enseñar creacionismo?
R: Porque el relato de la creación del mundo, de los seres vivos y de los humanos que hace la Biblia no es biología, es decir, ¡no es ciencia!
Pero la vida es mucho más que ciencia, y la ciencia no tiene todas las respuestas. También está la poesía, el amor, la moral, la política, la lucha de clases, la religión, los juegos, etcétera.
Mucha gente, y no sólo los creacionistas, se imaginan que, como el creacionismo es una opinión compartida por una cierta proporción de la población, debería enseñarse en las escuelas junto con la teoría de la evolución, en nombre de la libertad de pensamiento y la libertad de expresión. Pero el contenido de las materias escolares no se decide democráticamente, ni por el Parlamento ni por el Gobierno. ¿Quién lo decide entonces? Los profesionales de cada materia y, en el caso de la biología, los biólogos.
¿Qué es la ciencia? Es el proyecto de explicar el mundo por causas naturales y utilizando la razón humana. Este proyecto apareció por primera vez hace 2.500 años entre los filósofos de la Antigua Grecia y sus médicos de la Escuela de Hipócrates. Se trataba de alejar en las explicaciones del mundo al máximo la intervención de los dioses.
Trataron de explicar el arco iris por el paso de los rayos del sol a través de las gotas de lluvia, no por el paso del Carro de Apolo; y la enfermedad, por una alteración de las funciones corporales, no por un castigo de los dioses o un demonio que se hubiera instalado en el hígado del paciente. En las ciudades griegas, donde los asuntos públicos eran debatidos democráticamente por la asamblea de los ciudadanos, este proyecto adoptó con toda naturalidad la característica fundamental de la ciencia: el debate contradictorio.
En la Edad Media, tanto los teólogos cristianos como los teólogos musulmanes consideraban que la ciencia no contradecía la fe.
Fue en la Europa del siglo XVII cuando la ciencia adquirió sus procedimientos característicos: el método experimental, la publicación de los resultados en revistas, la luz verde dada a la publicación de cada resultado por los pares, es decir, los especialistas en la materia, la exigencia de que la publicación proporcione toda la información necesaria para quien desee repetir el experimento, la elección de academias de las ciencias, etc.
La ciencia se ha construido durante siglos sobre el trabajo y los debates de miles de científicos. Éstos han sometido a una crítica incisiva e implacable todas las propuestas de explicación del mundo.
¿Cómo y por qué deberían aceptar los biólogos que el relato bíblico de la creación del mundo por Dios reciba el mismo trato? Es un relato sublime y fascinante, pero es literario, poético, legendario, moral y espiritual, lo que se quiera, pero no científico.
Se escribió en la corte del rey de Judea Josías (640-609 a.C.), es decir, hace 2.600 años. En nuestra época en que la actividad científica nos exige dudar de todo y poner a prueba cada hipótesis con un espíritu crítico demoledor, en que los jóvenes científicos tienen la sana costumbre de no creer lo que dicen los viejos profesores, ¿deberíamos aceptar la autoridad de sabios eruditos de hace 2.600 años ?
Además, la ciencia es universal. Reúne los esfuerzos y las ideas de científicos de todos los continentes ¿Qué pensar entonces de las antiguas leyendas chinas, japonesas, hindúes, africanas, aztecas,y otras más, sobre la formación del mundo? ¿Por qué preferir el relato bíblico, es decir, el procedente del Próximo Oriente que se ha convertido en la tradición de los pueblos mediterráneos?
Fue entre los naturalistas y filósofos del siglo XVIII cuando surgió la sospecha de que las especies no son fijas, sino que cambian con el tiempo. En 1757, el sueco Karl von Linné (1707-1778) fundó el sistema moderno de clasificación de los seres vivos. Fue él quien denominó a nuestra especie Homo sapiens y la situó con los simios en el grupo de los Primates. Linneo era un piadoso luterano que murió convencido de que Dios había creado cada especie por sí misma para quedarse fija hasta hoy. Pero algunos naturalistas de su época se dieron cuenta de que los conjuntos anidados de su clasificación podrían interpretarse como un árbol genealógico.
Al mismo tiempo, los geólogos se daban cuenta de que el grosor y la variedad de las capas rocosas indicaban un pasado muy, muy antiguo. El descubrimiento de fósiles, incluidos de dinosaurios, indicaba que diferentes faunas y floras se habían sucedido a lo largo de periodos muy prolongados.
Louis Agassiz (1807-1873), suizo del cantón de Vaud, fue el último gran biólogo fijista y creacionista. Se labró una reputación con su tesis doctoral sobre los peces fósiles y luego con su descubrimiento de que había habido una Edad de Hielo (1837). Inicialmente profesor en Neuchâtel, fue nombrado catedrático en Harvard (EE UU) en 1846. Afirmaba que a lo largo de períodos muy, muy largos unas catástrofes habían provocado la extinción de la fauna y la flora del pasado, pero que cada vez se habían creado nuevos animales y plantas. Louis Agassiz era un protestante muy piadoso y conservador. Pero como biólogo, aunque podía argumentar científicamente que varias faunas y floras sucesivas se habían extinguido y luego habían aparecido otras nuevas, sabía que no podía someter a verificación científica su convicción de que era el Dios de la Biblia quien había recreado cada vez nuevas especies.
Charles Darwin (1809-1882) no inventó la idea de la evolución de las especies. Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829) había propuesto una teoría transformista ya en 1800. En su época de estudiante, Darwin había recibido clases del lamarckiano escocés Robert Grant (1793-1874). Sabemos que cuando Darwin publicó su libro El origen de las especies en 1859, convenció a la mayoría de los biólogos de su época de que las especies no eran fijas, sino que se habían transformado lentamente a partir de antepasados comunes. Lo hizo reuniendo una gran cantidad de hechos y argumentos, pero también proponiendo por primera vez un mecanismo natural plausible, la selección natural. Este mecanismo no convenció y hasta la década de 1940-1950 no fue generalmente aceptado por los biólogos.
Agassiz había leído la obra de Darwin, pero no estaba convencido. Pero hay que señalar que sus notas privadas revelan que su reacción ante la teoría de la selección natural fue echar de menos a Lamarck, que era un ateo declarado, pero que proponía una irresistible marcha de la Vida hacia el Progreso, en lugar del azar sin rumbo de la selección natural de Darwin.
A finales del siglo XIX, las teorías de los físicos sobre el enfriamiento de la Tierra daban a nuestro planeta una edad de entre 10 y 100 millones de años. A los paleontólogos y otros biólogos de la evolución les parecía muy poco tiempo.
En los años 1930, los experimentos de los físicos atómicos sobre el tiempo de transformación de los átomos radiactivos permitieron datar el pasado de la Tierra con precisión: nuestro planeta tiene 4.500 millones de años, la vida apareció en él hace 3.500 millones de años, los vertebrados hace 600 millones de años, los mamíferos hace 220 millones de años; los dinosaurios se extinguieron hace 65 millones de años y los primeros simios aparecieron hace 35 millones de años.
Estamos muy lejos de los sabios de la corte del rey Josías que establecieron el calendario judío calculando, basándose en lo que creían saber del pasado de su región, que el mundo se había creado unos 3000 años antes que ellos.
La razón por la que he hecho este extenso relato histórico es mostrar la desproporción entre la teoría de la evolución como ciencia, resultado de observaciones, descubrimientos y debates de miles de científicos de todos los continentes, de todas las convicciones religiosas, morales y políticas, trabajando juntos a nivel internacional desde hace 250 años, y el relato bíblico escrito de una vez por todas en Jerusalén varios siglos antes de Jesucristo.
P: ¿No es el evolucionismo sólo una teoría sin pruebas, una hipótesis no demostrada?
R: Los creacionistas distinguen entre la teoría de la evolución, que sería una idea arriesgada e incierta, y otros capítulos de la biología o de otras ciencias como la química o la física que serían de fiar. En particular, tratan sistemáticamente de utilizar en su provecho los debates y polémicas entre biólogos evolucionistas, alegando que ello indica su falta de solidez.
¡Pero no hay tal diferencia! Sencillamente, no saben lo que es la ciencia. Todo conocimiento científico es sólo hipótesis, sólo teorías. No hay nada más. La palabra prueba no pertenece al lenguaje de la ciencia, sino al de la justicia. Tampoco la palabra demostrar que pertenece a la geometría. Cuando los científicos dicen “demostrar”, quieren decir argumentar de forma rica y coherente y no llevar a cabo ese procedimiento rígido de argumentación lógica que es propio de la geometría, pero sólo de la geometría.
En ciencia, reunimos indicios, definimos hechos y preguntas e imaginamos una hipótesis explicativa, que luego sometemos a debate y a todo tipo de pruebas experimentales para intentar refutarla. En ciencia, una teoría forma un consenso entre especialistas mientras no haya sido refutada, mientras resista a las objeciones de las mentes más críticas, a los experimentos ideados para hacerla tropezar. La historia de la ciencia es, por tanto, un cementerio de teorías que fueron convincentes durante un tiempo. La teoría de las catástrofes y de las creaciones sucesivas de Louis Agassiz, por ejemplo.
Váyase al congreso anual de cualquier rama de la ciencia y verá nuevas hipótesis, dudas y desafíos, polémicas entre especialistas, pero también consensos sobre lo que vale y funciona. Estas controversias, que los creacionistas querrían ver como signos de fragilidad, son, por el contrario, una prueba de la vitalidad de la ciencia y de la investigación permanente sobre lo que aún no sabemos.
Existen varias teorías que compiten entre sí para explicar las causas del sonido de los latidos del corazón. Se sigue investigando cómo funciona el corazón. Pero hay suficiente consenso sobre suficientes cosas como para que todo el mundo se tome en serio el ECG y confíe en su cardiólogo.
Para enviar un cohete a la luna, los ingenieros y físicos se conforman con la teoría de Isaac Newton (1643-1727) de 1687, porque la precisión del punto de aterrizaje en unos pocos metros les basta. Pero saben que si quisieran enviar un cohete a una velocidad mucho mayor hasta una estrella lejana, tendrían que utilizar la teoría de Albert Einstein (1879-1955) de 1915, que es muy diferente de la de Newton, aunque no totalmente contradictoria. Desde hace un siglo, esta nueva teoría ha sido objeto de virulentos debates y numerosos intentos de ponerla en tela de juicio. Pero se confirma.
Lo mismo ocurre con los fundamentos y detalles de la electrodinámica cuántica, sin que nuestros teléfonos móviles hayan dejado de funcionar.
Durante décadas, los biólogos han debatido encarnizadamente sobre el ritmo de la evolución, si es gradual o con episodios de aceleración, y sobre el alcance de la selección natural (sólo entre individuos, como pensaba Darwin, o también entre especies, o incluso entre genes, como proponen nuevas hipótesis). Pero todo el mundo está de acuerdo en que el mundo es antiguo, que las especies descienden de antepasados comunes, y que el creacionismo debe excluirse de las clases de biología porque no es ciencia sino leyenda.
P: ¿Enseñar la teoría de la evolución a los alumnos no es propaganda a favor del ateísmo?
R: Los creacionistas confunden dos cosas. La primera es la propagación del ateísmo en Europa, producto de profundos cambios socio-culturales y político-morales en los últimos 50 años. La ciencia tiene poco que ver con ello. La segunda, la ausencia de Dios en las hipótesis científicas. Pero esta exclusión de Dios es metodológica y no corresponde necesariamente a las convicciones profundas de todos los científicos. Por definición, la ciencia pretende explicar el mundo por causas naturales y no por intervención divina.
Es perfectamente imposible verificar la existencia y la acción de Dios mediante procedimientos científicos, experimentos o razonamientos lógicos. Y si explicamos los fenómenos de la naturaleza por la intervención divina, podemos explicarlo todo y su contrario, es decir, acabamos por no explicar nada.
Durante siglos, la ciencia ha reunido a científicos de convicciones muy diferentes, incluidos muchos científicos religiosos. Pueden colaborar precisamente porque dejan sus opiniones políticas, morales y religiosas al margen de su actividad científica.
Theodosius Dobzhansky (1900-1975) fue uno de los mayores teóricos de la evolución biológica del siglo XX. Fue uno de los que vincularon conceptualmente la selección natural y la genética. Dobzhansky pasó toda su vida estudiando en los montes de California Drosófilas salvajes, las pequeñas moscas de las frutas. Theodosius Dobzhansky fue un cristiano ortodoxo ruso practicante toda su vida. Dos de sus estudiantes y ayudantes han sido, hasta su muerte reciente, autoridades internacionales en la materia: Francisco Ayala Pereda (1934-2023), católico español, sacerdote dominico, y Richard Lewontin (1929-2021), judío ateo y marxista, pero entusiasta teólogo rabínico y exégeta bíblico.[[1]]
Cuando yo estudiaba en Payerne, mi pueblo de la Suiza francesa, en los años sesenta, y luego bachillerato en el Colegio San Miguel de Friburgo, no había ateos entre nuestros profesores ni entre nosotros alumnos. Todos éramos o protestantes o católicos, y todos íbamos dócilmente a la escuela de catequesis.[[2]] La teoría de la evolución se nos enseñaba con más facilidad que hoy en día y nadie tenía problemas con ella. Si alguien hubiera sugerido que se enseñara creacionismo bíblico en las clases de biología, nos habríamos todos echado a reír. ¿Por qué?
La razón es que las principales confesiones cristianas, protestantes y católicas, así como la tradición judía, consideran, en el pasado como ahora, el texto de la Biblia no como un sencillo relato objetivo de hechos reales sino como un texto sagrado que tiene un sentido alegórico y metafórico que el creyente debe tratar de descifrar e interpretar para encontrar la enseñanza de Dios, de sus Profetas, de Jesús y de sus Apóstoles. El creyente debe extraer del relato bíblico lecciones espirituales, inspirarse en la fe y la sabiduría de sus autores hace 2.600 años, y no creer que sabían mejor que los científicos modernos cómo funciona la naturaleza. Porque si Dios es todopoderoso, entonces puede gobernar el mundo tan fácilmente por causas naturales como por intervención directa.
Desde hace más de 2.500 años, la tradición dominante de las religiones judía y cristiana es que el texto bíblico tiene su sentido literal como cierto el relato de los milagros de Dios, pero también su sentido alegórico y metafórico que el creyente, y sobre todo el creyente letrado, debe profundizar para la elevación de su fe. Entre otros Padres de la Iglesia, es ésa la enseñanza de cómo leer la Biblia de San Agustín de Hipona (354-430) cuya inspiración fue tan importante para los reformadores protestantes del Siglo XVI.
Lo que es nuevo es el literalismo [interpretación de los versículos de la Biblia de una manera explícita] y, por tanto, el creacionismo. Apareció en el siglo XIX dentro del protestantismo en las comunidades del movimiento pietista y del llamado movimiento de avivamiento [se refiere a un despertar espiritual en un determinado lugar]. Su fe postula que los relatos bíblicos son sencilla verdad objetiva. Si la Biblia dice que Dios ha creado el mundo en seis días, descansando el séptimo, se trata de días de 24 horas exactamente como nuestros días terrenales. Y si la Biblia dice que Moisés ha obtenido que Dios abra el Mar Rojo para que los Hebreos puedan salir de Egipto andando, fue exactamente así, los fugitivos andando sobre el fondo marino a seco entre dos paredes de agua levantadas: “Cuando Moisés hubo extendido su mano sobre el mar, el Señor hizo que un fuerte viento del este hiciera retroceder el mar durante toda la noche. Secó el mar, y cuando las aguas se dividieron, los hijos de Israel entraron en medio del mar sobre tierra seca; y las aguas formaron un muro a su derecha y a su izquierda.” (Ex.14.21-22).
En los últimos años, sin embargo, las denominaciones cristianas dominantes han perdido un número masivo de feligreses, y la minoría evangélica literalista ha llegado a ser vista por muchos como la encarnación misma de la fe cristiana.
Pero aunque estas comunidades evangélicas son minoritarias, a menudo son muy ricas e influyentes. Lo vemos en nuestra región de la Costa del Lago Leman entre Lausana y Ginebra, donde poseen extensos viñedos, empresas capitalistas prósperas y escuelas privadas que enseñan el creacionismo bíblico en la asignatura de biología. O más espectacular, la hegemonía de las iglesias baptistas en el Partido Republicano de EE UU que han presionado en algunos Estados para que la escuela pública enseñe creacionismo a la par de la teoría de la evolución. En las grandes ciudades suizas, en sus calles más comerciales, estos evangélicos tienen elegantes librerías que venden libros de texto ricamente ilustrados de “biología creacionista”. En América latina, los evangélicos han quitado a la Iglesia Católica grandes sectores populares de feligreses humildes, proporcionándoles una especie de seguridad social comunitaria, cobijándolos en los valores más conservadores.
En Brasil, son hoy ya 34,6% de la población y los diputados del Frente parlamentario evangélico son el 41% del Congreso Nacional, en el poder durante la presidencia de Jair Bolsonaro de 2019 a 2022. Las Iglesias neopentecostalistas brasileñas se caracterizan por su teología del enriquecimiento personal, su combate contra el “anticristo del modernismo”: drogas, homosexualidad, aborto, estudios de género, vacunas, entre otras cosas, y contra el paganismo de los Negros (el Candomblé) y de los Indios amazónicos. La Iglesia universal del Reino de Dios ha inaugurado en 2014 en Sao Paulo una gigantesca réplica del Templo de Salomón de Jerusalén, destruido en 586 a.C., para acoger a 10.000 feligreses, y con un parque temático de la Biblia al lado. [[3]]
Una encuesta realizada en Suiza en 2016 por la Oficina Federal de Estadística ha revelado que el 25% de la personas creen que la teoría de la evolución de las especies no explica el origen de los seres humanos. La misma encuesta revela que el 50% de las personas creen en la protección de Dios y de los ángeles guardianes, mientras el 12% se declaran ateas.[[4]]
En el implacable e injusto mundo capitalista de nuestro Siglo XXI, sigue siendo adecuada la frase de Karl Marx de 1844: “La miseria religiosa es al mismo tiempo la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el alma de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación sin alma. Es el opio del pueblo.”
El creacionismo de los feligreses evangélicos es como una protesta contra la ciencia más moderna vista como inhumana, contra la visión del ser humano como un animal más, percibida como un agravio, y, compartiendo juntos una creencia paradójica, una señal de pertenencia a un grupo solidario que se aparta del vasto mundo del mal y del sufrimient
En todos los países occidentales, en los últimos treinta años, las y los profesores de ciencias de secundaria y de biología de los institutos de bachillerato han preferido a menudo no enseñar la teoría de la evolución para no tener problemas con las y los alumnos creacionistas o con algunos de sus padres. Y me sorprende ver que, aunque la mayoría de los alumnos de hoy son poco creyentes y tal vez más o menos ateos, la teoría de la evolución es menos conocida entre el alumnado de secundaria y bachillerato que cuando yo era alumno y todo el mundo era creyente y practicante.
Pero precisamente porque la ciencia es universalista, nada impide a los científicos que creen en la verdad objetiva del relato bíblico ponerlo a prueba científicamente. Pero sus resultados serán juzgados según los criterios de la ciencia y no los de la fe.
Por ejemplo, nadie ha encontrado los restos del Arca de Noé en el monte Ararat, esa cumbre de Armenia de 5.137 metros, el Monte de Noé para la Biblia y para los Persas. Para los Cristianos de Siria y para el Corán, el Arca de Noé aterrizó más bien en el Monte Judi, de 2100 metros de altura, un poco más al Sur, cerca del nacimiento del Rio Tigris.
En cambio, los geólogos han descubierto que el Diluvio de la historia de Noé en el Libro del Génesis y en el Corán tuvo lugar efectivamente, hacia el año 5.500 a. C: un terrible desbordamiento del Mar Negro dejó su huella en Turquía y en el norte de Siria e Irak. Así pues, la Biblia judía, como todas las leyendas de la región, y más tarde el Corán, han conservado el recuerdo de una catástrofe que ocurrió realmente.
Arqueólogos e historiadores del siglo XX, sobre todo israelíes, han observado que la mayoría de los reyes de Israel y Judea mencionados en la Biblia han dejado huellas, ya sea arqueológicas o en los anales egipcios o asirios. Excepto el más ilustre y poderoso, el rey de Judea, Salomón, que debía de vivir alrededor del año 1000 a.C. Puede que nunca existiera, pero quizás fuese una creación literaria de un modelo de lo que debería ser un gran rey. [[5]]
P: ¿Por qué ni siquiera aceptan ustedes enseñar la teoría del diseño inteligente?
R: Porque no es más que un contraataque de los creacionistas que, habiendo fracasado en su proyecto inicial, vuelven con una idea menos bíblica y más filosófica: la historia de las especies vivas revelaría en cada etapa una intención, un proyecto, de una Inteligencia activa en la Vida (la de Dios, por supuesto, pero intentando no decirlo con demasiada franqueza). Esto tampoco es ciencia, y por tanto es igual de inaceptable.
Es la vieja teología natural: Si el ala del murciélago funciona tan bien como si la hubieran diseñado los mejores ingenieros aeronáuticos, es porque la diseñó El Mejor, Dios mismo. Si las abejas saben construir prismas hexagonales tan perfectos, es porque Él les enseñó a hacerlo. Si el rendimiento hidrodinámico de los delfines es más sofisticado que el de los mejores submarinos, es porque Él los diseñó, etcétera, etcétera.
Dicho esto, personalmente no puedo ser tan hostil al diseño inteligente como al creacionismo bíblico en sentido estricto. Al menos ya no rechazan frontalmente la antigüedad del mundo y la no-fijeza de las especies, su relación genealógica, aunque la religión intente interferir en la ciencia.
El diseño inteligente tiene ilustres predecesores, entre ellos dos colegas de Darwin que aceptaron su teoría pero reservaron la intervención divina para etapas clave: Saint George Mivart (1827-1900), católico devoto, para la formación de nuestro ojo, que apareció hace 500 millones de años en los primeros peces; y Alfred Wallace (1823-1913), espiritista, para la aparición del cerebro humano.
La cuestión de la finalidad es complicada en biología: Como estudiante de biología a comienzos de los años 1970, al principio me costó aceptar realmente la teoría de la selección natural: la competencia por la supervivencia, la victoria del más fuerte sobre el más débil, adaptarse o morir, matar o ser matado, todo esto olía a mercado capitalista. Yo no lo sabía, pero era una reticencia bastante generalizada entre los biólogos francófonos de la época. Esta reticencia se cuestionó hacia 1980 con la superación del neodarwinismo más dogmático de los años 1950, esa genética rígida de la adaptación gradual del individuo y de las poblaciones, a favor de interpretaciones más abiertas promovidas por los paleontólogos que describían eventos de cambio relativamente rápido en la historia de las especies.
La conclusión de la selección natural de Darwin es que la evolución no tiene meta, no conduce necesariamente al progreso ni a lo mejor ni a lo más sofisticado, ni a lo más grande, sino que deriva según las circunstancias en las que las especies vivas deben buscarse la vida, buscar pareja y reproducirse.
Pero el huevo sí que tiene una meta, ¡un propósito! Es el polluelo. El embrión se desarrolla según un verdadero programa. De ahí la idea venerable que la historia de la vida podría regirse a través de los siglos de los siglos por un programa inmanente.
El vitalismo siempre ha sido en biología una corriente filosófica influyente, aunque a menudo tácita. Los vitalistas atribuyen a la vida una “fuerza vital”, dinámica y creadora, una especie de impulso. Es un término vago, pero es un movimiento que se ha ganado su lugar en la historia de la biología.
A diferencia del diseño inteligente, que es un movimiento cristiano, el vitalismo es materialista y ateo. Denis Diderot (1713-1784), en su tiempo un gran biólogo (aunque la palabra biología sólo se acuñó en 1801; Diderot se consideraba filósofo o naturalista), era vitalista como otros filósofos de la Ilustración. El vitalismo puede tender hacia una especie de paganismo, muy de moda hoy en ciertas alas del movimiento ecologista, donde existe una verdadera religiosidad natural, alejada de las grandes religiones reveladas e incluso hostil a ellas.
¿Dónde está exactamente la frontera entre el diseño inteligente y el vitalismo? La hay, por supuesto. Pero no quisiera, como algunos biólogos, censurar la proliferación del debate filosófico dentro de la biología en favor de una ortodoxia estrechamente cientifista.
P: ¿Qué actitud adopta usted ante sus alumnos creacionistas que no creen en la enseñanza de la teoría de la evolución?
R: En primer lugar, sigue habiendo alumnos religiosos que pertenecen a las principales confesiones y que no tienen ningún problema en aceptar la teoría de la evolución. Recuerdo a un alumno católico exclamar a los pocos creacionistas de la clase: “Pero yo también soy creyente y acepto el darwinismo.” Se rompió el hielo y otra alumna declaró: “Y yo soy hija de pastor y también lo acepto sin ningún problema.” En cuanto a los alumnos y las alumnas creacionistas, cristianas o musulmanas, no noté que se sintieran especialmente incómodas. No suelen expresarse, pero son bastante seguras de sí mismas. De hecho, tienen la ventaja psicológica de tener convicciones precisas y de estar unidos a una comunidad. Mientras que la mayoría de sus compañeras y compañeros apenas tienen convicciones definidas o son confusamente ateos.
Noté que lo que más les choca en la teoría de la evolución es que el ser humano sea un animal, un mono evolucionado. Ahí hay una dificultad psicológica y moral que plantea el desafío de conseguir promover una moral materialista y humanista de los derechos humanos y de la solidaridad social.
En varias ocasiones, alumnas creacionistas me han pedido que prescindan del examen sobre este capítulo en el que “no creen”. Por supuesto, me he negado, señalando que el examen no pone a prueba sus convicciones, sino su comprensión de la teoría de la evolución y su capacidad para explicarla. También en otras asignaturas hay que aprender sobre ideas que no se comparten.
Yo no soy profesor universitario, soy profesor de instituto. Sólo tengo que enseñar los rudimentos de la teoría de la evolución, pero también tengo que dar ciertos conocimientos generales a los alumnos, la mayoría de los cuales no llegarán a ser biólogos. Así que también tengo que guiarles a través de los debates que la biología genera en la sociedad, como el que nos ocupa. Así que inevitablemente hablo un poco del creacionismo, aunque sólo sea para señalar que existe esta corriente de pensamiento.
A la inversa, no estaría de acuerdo con un colega que organizara su curso de forma militante como una batería de argumentos contra los creacionistas, o que incluso se burlara de ellos. Los profesores de biología deben enseñar los fundamentos de la teoría de la evolución y dejar que sus alumnos se formen su propia opinión. Además, el tiempo apremia y difícilmente podemos dedicar más de 12-15 horas lectivas a la teoría de la evolución.
Además, las escuelas públicas deben ser escuelas para todos. Tanto el alumnado como el profesorado están divididos por sus opiniones, creencias y convicciones, pero la escuela pública debe permitirles convivir. Es imposible que esta convivencia sea siempre armoniosa, fácil y sin conflictos, pero debe ser pacífica, educar en un cierto respeto al prójimo, al que piensa de otra manera, y dar prioridad al trabajo de cada una para enriquecer sus conocimientos.
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Robert Lochhead es biólogo
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[[1]] Unas buenas lecturas sobre esto : Theodosius Dobzhansky, Diversidad genética e igualdad humana, Editorial Labor, 1954/1978 ; Ayala, Francisco J., Darwin y el diseño inteligente: creacionismo, cristianismo y evolución, Alianza Editorial, 2007; Richard Lewontin, Genes, organismo y ambiente, Colección Limites de la Ciencia, Gedisa Editorial, 2015; Richard Lewontin y Richard Charles Levins, El Biólogo Dialéctico, Biblioteca Militante, Fisical Book, 2016.
[[2]] Desde la Reforma protestante del Siglo XVI, Suiza es más o menos mitad católica, mitad protestante, algunos cantones son católicos y otros protestantes y su religión suele ser en cada cantón religión de Estado. Pero el éxodo rural en los Siglos XIX y XX ha creado una mezcla en las grandes ciudades. Desde la Revolución democrática de 1847, hay libertad religiosa. La minoría judía es muy pequeña y en los últimos años ha crecido la comunidad musulmana, sobre todo de inmigración turca, kurda, bosnios y kosovares.
[[3]] Bruno Meyerfeld, “Brésil, le combat des dieux”, Le Monde, 10/12/2023, un dossier de tres páginas.
[[5]] Israel Finkelstein, Neil Asher Silberman, La Biblia desenterrada: Una nueva visión arqueológica del antiguo Israel y de los orígenes de sus textos sagrados, Siglo XXI de España, 2003.
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