martes, 2 de abril de 2019

LA ÉTICA DEL CUIDADO DE UNO MISMO COMO PRÁCTICA DE LA LIBERTAD

Entrevista con Michel Foucault 
La ética del cuidado de uno mismo como práctica de la libertad[1]


Por Raúl Fomet-Betancourt. Helmul Becker y Alfredo Gómez-Muller

P.: Ante todo, nos gustaría saber cuál es el objeto de su reflexión en la actualidad. Hemos seguido el desarro­llo de sus últimos análisis y, concretamente, su curso en el Colegio de Francia del año 1982 sobre la hermenéutica del sujeto y nos gustaría saber si su preocupación filosó­fica actual sigue estando determinada por el eje subjetividad-verdad.

R.: En realidad ése fue siempre mi problema, aunque haya formulado de un modo un poco distinto el marco de esta reflexión. Siempre he pretendido saber cómo el suje­to humano entraba en los juegos de verdad, y ello tanto si se trataba de juegos de verdad que adoptan la forma de una ciencia, o que adoptan un modelo científico, como si se trataba de aquellos otros que se pueden encontrar en instituciones o en prácticas de control. Ese es el objeto de mi trabajo en Las palabras y las cosas, en donde he in­tentado ver cómo en los discursos científicos el sujeto humano va a ser definido como individuo que habla, que vive y que trabaja. En los cursos del Colegio de Francia he puesto de relieve esta problemática en su generalidad.

P.: ¿No se ha producido un "salto" entre su problematización anterior y la de la subjetividad/verdad, con­cretamente a partir del concepto de "cuidado de uno mis­mo"?

R.: El problema de las relaciones existentes entre el sujeto y los juegos de verdad yo lo había enfocado hasta entonces o bien a partir de prácticas coercitivas -tales como la psiquiatría y el sistema penitenciario-, bien bajo la forma de juegos teóricos o científicos -tales como el análisis de las riquezas, del lenguaje o del ser viviente-. Ahora bien, en mis cursos en el Colegio de Francia he intentado captar este problema a través de lo que podría denominarse una práctica de sí mismo que es, a mi juicio, un fenómeno bastante importante en nuestras sociedades desde la época grecoromana -pese a que no haya sido estudiado-. Estas prácticas de sí mismo han tenido en la civilización griega y romana una importancia, v sobre todo una autonomía, mucho mayores de lo que tuvieron poste­riormente cuando se vieron asumidas, en parte, por insti­tuciones religiosas, pedagógicas, de tipo médico y psi­quiátrico.

P.: Se ha producido por lo tanto en la actualidad una especie de desplazamiento: estos juegos de verdad \a no tienen tanto que ver con una práctica coercitiva cuanto con una práctica de autoformación del sujeto.

R.: Así es. Estamos ante lo que se podría denominar una práctica ascética, confiriendo al ascetismo un sentido muy general, es decir, no tanto el sentido de una moral de renuncia cuanto el ejercicio de uno sobre sí mismo me­diante el cual se intenta elaborar, transformar y acceder a un cieno modo de ser. Entiendo pues el ascetismo sentido más general que el que le ha conferido, por ejem­plo, Max Weber, pero, pese a todo, mi análisis va en cier­to modo en la misma línea de Weber.

P.: Se trata de un trabajo de uno sobre si mismo que puede ser comprendido como una determinada libera­ción, como un proceso de liberación.

R.: Tendríamos que ser en lo que se refiere a esto un poco más prudentes. Siempre he desconfiado un tanto del tema general de la liberación, en la medida en que, si no lo tratamos con algunas precauciones y en el interior de determinados límites, se corre el nesgo de recurrir a la idea de que existe una naturaleza o un fondo humano que se ha visto enmascarado, alienado o aprisionado en y por mecanismos de represión como consecuencia de un de­terminado numero de procesos históricos, económicos \ sociales. Si se acepta esta hipótesis, bastaría con hacer saltar estos cerrojos represivos para que el hombre se re­conciliase consigo mismo, para que se reencontrase con su naturaleza o retomase el contacto con su origen y res­taurase una relación plena y positiva consigo mismo. Me parece que éste es un planteamiento que no puede ser ad­mitido así, sin más, sin ser previamente sometido a exa­men. Con esto no quiero decir que la liberación, o mejor, determinadas formas de liberación, no existan: cuando un pueblo colonizado intenta liberarse de su colonizador. estamos ante una práctica de liberación en sentido estric­to. Pero sabemos muy bien que. también en este caso con­creto, esta práctica de liberación no basta para definir las prácticas de libertad que serán a continuación necesarias para que este pueblo, esta sociedad y estos individuos puedan definir formas válidas y aceptables de existencia o formas válidas y aceptables en lo que se refiere a la sociedad política. Por esto insisto más en las prácticas de libertad que en los procesos de liberación que, hay que decirlo una vez más. tienen su espacio, pero que no pue­den por sí solos, a mi juicio, definir todas las formas prác­ticas de libertad. Nos encontramos ante un problema que me he planteado precisamente en relación con la sexuali­dad: atiene sentido decir liberemos nuestra sexualidad? ¿El problema, no consiste más bien en intentar definir las prácticas de libertad a través de las cuales se podría defi­nir lo que es el placer sexual, las relaciones eróticas, amo­rosas y pasionales con los otros? Este problema ético de la definición de las prácticas de libertad me parece que es mucho más importante que la afirmación, un tanto manida, de que es necesario liberar la sexualidad o el deseo.

P.: ¿El ejercicio de las prácticas de libertad no exige un cierto grado de liberación?

***R.: Sí. por supuesto. Por eso hay que introducir la no­ción de dominación. Los análisis que intento hacer se cen­tran fundamentalmente en las relaciones de poder. Y en­tiendo por relaciones de poder algo distinto de los esta­dos de dominación. Las relaciones de poder tienen una extensión extraordinariamente grande en las relaciones humanas. Ahora bien, esto no quiere decir que el poder político esté en todas partes, sino que en las relaciones humanas se imbrica todo un haz de relaciones de poder que pueden ejercerse entre individuos, en el interior de una familia, en una relación pedagógica, en el cuerpo político, etc. Este análisis de las relaciones de poder cons­tituye un campo extraordinariamente complejo. Dicho análisis se encuentra a veces con lo que podemos deno­minar hechos o estados de dominación en los que las re­laciones de poder, en lugar de ser inestables y permitir a los diferentes participantes una estrategia que las modifi­que. se encuentran bloqueadas y fijadas. Cuando un individuo o un grupo social consigue bloquear un campo de relaciones de poder haciendo de estas relaciones algo in­móvil y fijo e impidiendo la mínima reversibilidad de mo­vimientos -mediante instrumentos que pueden ser tanto económicos como políticos o militares-, nos encontra­mos ante lo que podemos denominar un estado de domi­naciones cierto que en una situación de este tipo las prácticas de libertad no existen o existen sólo unilateralmente, o se ven recortadas y limitadas extraordinariamente. Es­toy de acuerdo con usted en que la liberación es en oca­siones la condición política o histórica para que puedan existir prácticas de libertad. Si consideramos, por ejem­plo. la sexualidad, es cierto que han sido necesarias una serie de liberaciones en relación con el poder del macho, que ha sido preciso liberarse de una moral opresiva que concierne tanto a la heterosexualidad como a la homose­xualidad: pero esta liberación no permite que surja una sexualidad plena y feliz en la que el sujeto habría alcan­zado al fin una relación completa y satisfactoria. La libe­ración abre un campo a nuevas relaciones de poder que hay que controlar mediante prácticas de libertad.

P.: ¿No podría la liberación en sí misma ser un modo o una forma de práctica de la libertad?.

R.: Sí, así es en un determinado número de casos. Exis­ten casos en los que en efecto la liberación y la lucha de liberación son indispensables para la práctica de la liber­tad. En lo que se refiere a la sexualidad, por ejemplo -y lo digo sin ánimo de polemizar, ya que no me gustan las polémicas-, creo que en la mayor parte de los casos son infecundas. Existe un esquema reichiano, derivado de una cierta forma de leer a Freud, que supone que el problema es un problema únicamente de liberación. Para decirlo un tanto esquemáticamente, existiría el deseo, la pulsión, la prohibición, la represión, la interiorización, y el proble­ma se resolvería haciendo saltar todas estas prohibicio­nes, es decir, liberándose. En este planteamiento -y soy consciente de que caricaturizo posiciones más interesan­tes y matizadas de numerosos autores- está totalmente ausente el problema ético de la práctica de la libertad: ¿cómo se puede practicar la libertad? En lo que se refiere a la sexualidad, es evidente que es únicamente a partir de la liberación del propio deseo como uno sabrá conducirse éticamente en las relaciones de placer con los otros.

P.: Usted dice que es necesario practicar la libertad éticamente.

R.: Si porque en realidad ¿qué es la ética sino la prác­tica de la libertad, la práctica reflexiva de la libertad?

P.: ¿Quiere decir esto que usted entiende la libertad como una realidad ética en sí misma ?

R.: La libertad es la condición ontológica de la ética; pero la ética es la forma reflexiva que adopta la libertad.

P.: ¿Es la ética aquello que se lleva a cabo en la bús­queda o en el cuidado de uno mismo?

R.: El cuidado de uno mismo ha sido, en el mundo grecorromano, el modo mediante el cual la libertad indivi­dual -o la libertad cívica hasta un cierto punto- ha sido pensada como ética. Si usted consulta toda una serie de textos que van desde los primeros diálogos platónicos hasta los grandes textos del estoicismo tardío -Epicteto, Marco Aurelio, etc.-, podrá comprobar que este tema del cuidado de uno mismo ha atravesado realmente toda la reflexión moral. Es interesante ver cómo en nuestras so­ciedades, por el contrario, el cuidado de uno mismo se ha convertido, a partir de un cierto momento -y es muy difí­cil saber exactamente desde cuándo- en algo un tanto sos­pechoso. Ocuparse de uno mismo ha sido, a partir de un determinado momento, denunciado casi espontáneamen­te como una forma de amor a sí mismo, como una forma de egoísmo o de interés individual en contradicción con el interés que es necesario prestar a los otros o con el necesario sacrificio de uno mismo. Esto ha tenido lugar durante el cristianismo, pero no me atrevería a afirmar que se deba pura y simplemente al cristianismo. La cues­tión es mucho más compleja porque en el cristianismo procurar la salvación es también una manera de cuidar de uno mismo. Pero la salvación se efectúa en el cristianis­mo a través de la renuncia a uno mismo. Se produce así una paradoja del cuidado de sí en el cristianismo, pero éste es otro problema. Para volver a la cuestión que usted planteaba, creo que entre los griegos y los romanos -sobre todo entre los griegos-, para conducirse bien, para practi­car la libertad como era debido, era necesario ocuparse de sí, cuidar de sí, a la vez para conocerse -y éste es el aspecto más conocido del gnosis seauton- y para formar­se, para superarse a sí mismo, para controlar los apetitos que podrían dominamos. La libertad individual era para los griegos algo muy importante -contrariamente a lo que comúnmente se dice- inspirándose más o menos en Hegel, de que la libertad del individuo carecía de importan­cia ante la hermosa totalidad de la ciudad-: no ser escla­vo (de otra ciudad, de los que os rodean, de los que os gobiernan, de vuestras propias pasiones) era un tema abso­lutamente fundamental. La preocupación por la libertad ha sido un problema esencial, permanente, durante los ocho magnos siglos de la cultura clásica. Existió enton­ces toda una ética que ha girado en tomo del cuidado de sí y que proporciona a la ética clásica su forma tan parti­cular. No pretendo afirmar con esto que la ética sea el cuidado de sí, sino que, en la Antigüedad, la ética, en tanto que práctica reflexiva de la libertad, ha girado en tomo de este imperativo fundamental: "cuida de ti mismo".

P.: Imperativo que implica la asimilación de los logoi, de las verdades.

R.: Sin duda, uno no puede cuidar de sí sin conocer. El cuidado de sí es el conocimiento de sí -en un sentido socrático-platónico-, pero es también el conocimiento de un cierto numero de reglas de conducta o de principios que son a la vez verdades y prescripciones. El cuidado de sí supone hacer acopio de estas verdades: y es así como se ven ligadas la ética y el juego de la verdad.

P.: Usted afirma que se traía de hacer de esta verdad aprendida, memorizada y progresivamente aplicada un semi-sujeto que reine soberanamente en el interior de cada uno. ¿Qué estatuto tendría este semi-sujeto?

R: En la corriente platónica, al menos según el final del Alcibíades, el problema para el sujeto, para el alma individual, es volverse hacia sí mismo para reconocerse en lo que es, y, reconociéndose en lo que es, recordar las verdades que le son similares y que ha podido contem­plar. En cambio, en la corriente que se puede denominar, globalmente, estoica, el problema consiste más bien en aprender, en servirse de la enseñanza de un determinado número de verdades, de doctrinas, entre las cuales unas son los principios fundamentales y las otras las reglas de conducta. Se trata de operar de tal modo que estos princi­pios os digan, en cada situación, y en cierto modo espontáneamente, cómo tenéis que comportaros. Encontramos aquí una metáfora que no proviene de los estoicos sino de ^Plutarco, que dice: Es necesario que hayáis aprendido os principios de una forma tan constante que, cuando vuestros deseos, vuestros apetitos, vuestros miedos se despierten como perros que ladran, el lógos hable en vosotros como la voz del amo que con un solo grito sabe acallar a los perros. Es ésta la idea de un Logos que en cierto modo podrá funcionar sin que vosotros tengáis que hacer nada: vosotros os habréis convertido en el Logos o el Logos se habrá convertido en vosotros mismos.

P.: Podríamos volver a la cuestión de las relaciones entre la libertad y la ética. Cuando usted afirma que la ética es la parte reflexiva de la libertad, ¿quiere decir que la libertad puede cobrar conciencia de sí misma como práctica ética? ¿Es en su conjunto y siempre una liber­tad por decirlo así moralizada, o es necesario un trabajo sobre sí mismo para descubrir esta dimensión ética de la libertad?

R.: Los griegos, en efecto, problematizaban su liber­tad, la libertad del individuo, para convertirla en un pro­blema ético. Pero la ética en el sentido en que podían en­tenderla los griegos, el ethos, era la manera de ser y de conducirse. Era un cieno modo de ser del sujeto y una determinada manera de comportarse que resultaba per­ceptible a los demás. El ethos de alguien se expresaba a través de su forma de vestir, de su aspecto, de su forma de andar, a través de la calma con la que se enfrentaba a cualquier suceso, etc. En esto consistía para ellos la for­ma concreta de la libertad: es así como problematizaban su libertad. El que tiene un ethos noble, un ethos que pue­de ser admirado y citado como ejemplo, es alguien que practica la libertad de una cierta manera. No creo que sea necesaria una conversión para que la libertad sea pensada como ethos, sino que la libertad es directamente problematizada como ethos. Pero, para que esta práctica de la libertad adopte la forma de un ethos que sea bueno, bello, honorable, estimable, memorable, y que pueda servir de ejemplo, es necesario todo un trabajo de uno sobre sí mismo.

P.: ¿ Y es en este punto en donde usted sitúa el análisis del poder?

R.: Me parece que en la medida en que la libertad sig­nifica, para los griegos, la no-esclavitud -lo que constitu­ye sin duda una definición de la libertad bastante alejada de la nuestra-, el problema es un problema totalmente político. Es político en la medida en que la no-esclavitud es a los ojos de los demás una condición: un esclavo no tiene ética. La libertad es pues en sí misma política. Y además, es también un modelo político en la medida en que ser libre significa no ser esclavo de sí mismo ni de los propios apetitos, lo que implica que uno establece en re­lación consigo mismo una cierta relación de dominio, de señorío, que se llamaba arché, poder, mando.

P.: El cuidado de sí es, como usted ha dicho, el cuida­do de los otros, en cierto modo. En este sentido es siem­pre ético, es ético en sí mismo.

R.: Para los griegos no es ético porque implique el cuidado de los otros. El cuidado de sí es ético en sí mis­mo: pero implica relaciones complejas con los otros, en la medida en que este ethos de la libertad es también una manera de ocuparse de los otros. Y es por ello por lo que es importante para un hombre libre, que se conduce como tal, saber gobernar a su mujer, a sus hijos, su casa. Nos encontramos así también con el arte de gobernar. El ethos implica también una relación para con los otros, en la medida en que el cuidado de sí convierte a quien lo posee en alguien capaz de ocupar en la ciudad, en la comunidad o en las relaciones interindividuales el lugar que convie­ne -ya sea para ejercer una magistratura o para establecer relaciones de amistad-- Y, además, el cuidado de sí implica también una relación con el otro en la medida que, para ocuparse bien de sí, es preciso escuchar las leccio­nes de un maestro, uno tiene necesidad de un guía. de un consejero, de un amigo, de alguien que nos diga la ver­dad. De este modo el problema de las relaciones con los demás está presente a lo largo de todo este desarrollo del cuidado de sí.

P.: El cuidado de sí tiene siempre como objetivo el bien de los otros: tiende a gestionar bien el espacio de poder que está presente en toda relación, es decir, ges­tionarlo en el sentido de la no-dominación. ^Cual puede ser, en este contexto, el papel del filósofo, de aquel que se ocupa del cuidado de los otros7

R.: Partamos como ejemplo de Sócrates: es él quien interpela a la gente de la calle o a los jóvenes del gymnasio diciéndoles: ¿ Te ocupas de ti mismo? Los dioses le han encargado hacerlo, es su misión, misión que no aban­donará nunca, ni siquiera en el momento en que es ame­nazado de muerte. Y es sin duda el hombre que se pre­ocupa del cuidado de los otros quien adopta la posición particular del filósofo. Pero en el caso, digamos simple­mente, del hombre libre, me parece que el postulado de toda esta moral era que aquel que cuidaba de sí mismo como era debido se encontraba por este mismo hecho en posición de conducirse como es debido en relación con los otros y para los otros, una ciudad en la que todo el mundo cuidase de sí mismo como es debido seria una ciudad que funcionaría bien y que encontraría así el prin­cipio de su perpetuación. Pero no creo que pueda decirse que el hombre griego que cuida de sí deba en primer lu­gar cuidar de los otros. Este tema no intervendrá, me pa­rece, hasta más tarde. No se trata de hacer pasar el cuida­do de los otros a un primer plano anteponiéndolo al cuidado de sí; el cuidado de sí es éticamente lo primero, en la medida en que la relación con uno mismo es ontológicamente la primera.

P.: ¿Este cuidado de sí, que posee un sentido ético positivo, podría ser comprendido como una especie de conversión del poder?

R.: una conversión, sí. Es en efecto una manera de controlarlo y delimitarlo, ya que. si bien es cierto que la esclavitud es el gran riesgo al que se opone la libertad griega, existe también otro peligro que se manifiesta a primera vista como lo inverso de la esclavitud: el abuso de poder. En el abuso de poder uno desborda lo que es el ejercicio legítimo de su poder e impone a los otros su fantasía, sus apetitos, sus deseos. Nos encontramos aquí con la imagen del tirano o simplemente del hombre pode­roso y rico que se aprovecha de esta pujanza y de su ri­queza para abusar de los otros, para imponerles un poder indebido. Pero uno se da cuenta -en todo caso es lo que afirman los filósofos griegos- de que este hombre es en realidad esclavo de sus apetitos. Y el buen soberano es aquel precisamente que ejerce el poder como es debido, es decir, ejerciendo al mismo tiempo su poder sobre sí mismo. Y es justamente el poder sobre sí mismo el que va a regular el poder sobre los otros.

P.: El cuidado de sí. desgajado del cuidado de los otros ¿no corre el riesgo de absolutizarse? ¿Esta absolutización del cuidado de sí no podría convertirse en una forma de poder sobre los otros, en el sentido de la dominación del otro?

R.: No, porque el peligro de dominar a los otros y de ejercer sobre ellos un poder tiránico no viene precisamente mas que del hecho de que uno no cuida de sí y por lo tanto se ha convertido en esclavo de sus deseos. Pero si uno se ocupa de sí como es debido, es decir, si uno sabe ontológicamente quién es, si uno es consciente de lo que es capaz, si uno conoce lo que significa ser ciudadano de una ciudad, ser señor de su casa en un oikos. si sabe qué cosas debe temer y aquellas a las que no debe temer, si sabe qué es lo que debe esperar y cuáles son las cosas, por el contrario, que deben serle completamente indife­rentes. si sabe, en fin. que no debe temer a la muerte, pues bien, si sabe todo esto, no puede abusar de su poder en relación con los demás. No existe por lo tanto peligro.

La idea, tal como usted la formula, aparecerá mucho más tarde, cuando el amor de sí mismo se convierta en algo sospechoso y sea percibido como una de las posibles raíces de las diferentes faltas morales. En este nuevo con­texto. el cuidado de sí tendrá como forma primera la re­nuncia de uno a sí mismo. Se encuentra esta idea de for­ma bastante clara en el Tratado de la virginidad de Gregorio de Nisa, en donde figura la noción de cuidado de sí, la épimeléia heautou. definida esencialmente como renuncia a todos los lazos terrenales, como renuncia a todo lo que pueda ser amor de sí. apego a este mundo. Pero yo creo que en el pensamiento griego y romano el cuidado de sí no puede tender a este amor exagerado de sí que llevaría a abandonar a los otros o, lo que es peor, a abusar del poder que se pueda tener sobre ellos.

P.: ¿Se trata entonces de un cuidado de uno mismo que, pensando en sí, piensa en el otro?

R.: Sí, efectivamente. El que cuida de sí hasta el pun­to de saber exactamente cuáles son sus deberes como se­ñor de la casa, como esposo o como padre será también capaz de mantener con su mujer y sus hijos la relación

debida.

P.: Pero ¿no juega la condición humana, en el sentído de finitud, un papel muy importante? Usted se ha refe­rido a la muerte: ¿cuándo no se tiene miedo a la muerte, no se puede abusar del poder que se tiene sobre los otros? El problema de la finitud me parece muy importante: el miedo a la muerte, a la finitud, a ser herido, está en el corazón mismo del cuidado de sí.

R.: Sin duda. Y por eso el cristianismo, al introducir la salvación como salvación en el más allá, va en cierta medida a desequilibrar o en todo caso, a trastocar com­pletamente toda esta temática del cuidado de uno mismo pese a que, y lo repito una vez más, buscar la salvación significa también cuidar de uno mismo. Pero en el cristia­nismo la condición para lograr la salvación va a ser preci­samente la renuncia. Por el contrario, en el caso de los griegos y de los romanos, dado que uno se preocupa de sí en su propia vida, y puesto que la reputación que uno deje en este mundo es el único más allá del que puede ocupar­se, el cuidado de sí puede entonces estar por completo centrado en sí mismo, en lo que uno hace, en el puesto que ocupa entre los otros; podrá estar totalmente centra­do en la aceptación de la muerte -lo que será muy eviden­te en el estoicismo tardío-, preocupación que incluso, hasta cierto punto, podrá convertirse casi en un deseo de muer­te. Al mismo tiempo, esta preocupación, si bien no equi­vale a un cuidado de los otros, sí equivale al menos a una preocupación acerca de lo que será beneficioso para ellos. Es interesante comprobar, en el caso de Séneca, por ejem­plo, la importancia que adquiere este tema: apresurémo­nos a envejecer, apresurémonos a ir hacia el final, ya que nos permitirá encontramos con nosotros mismos. Esta es­pecie de momento anterior a la muerte, en el que ya no puede suceder nada, es diferente del deseo de muerte que encontraremos entre los cristianos, quienes esperan de la muerte la salvación. En Séneca es más bien como un mo­vimiento para precipitar la existencia de forma que ante uno ya no quede más que la posibilidad de la muerte.

P.: Le propongo ahora pasar a otro tema. En los cur­sos del Colegio de Francia usted ha hablado de las rela­ciones entre poder y saber: ahora habla de las relacio­nes entre sujeto y verdad. ¿Existe una complementariedad entre estos dos pares de nociones, poder/saber y su­jeto/verdad?

R.: El problema que siempre me ha interesado, como he señalado al principio, es el problema de las relaciones existentes entre sujeto y verdad:

¿Cómo entra el sujeto a formar parte de una determi­nada interpretación, representación, de la verdad? La pri­mera cuestión que me he planteado ha sido: ¿cómo ha sido posible, por ejemplo, que la locura haya sido problematizada, a partir de un momento preciso y tras toda una serie de procesos, en tanto que enfermedad, respon­diendo a un tipo determinado de medicina? ¿Qué lugar se le ha asignado al sujeto loco en este juego de verdad defi­nido por un saber o un modelo médico? Al realizar este análisis me di cuenta de que. contrariamente a lo que cons­tituía una costumbre en ese momento -en los comienzos de los años 60-. no era simplemente recurriendo a la ideo­logía como se podía dar cuenta de este fenómeno. Exis­tían. de hecho, prácticas -y muy especialmente esa im­portante práctica de la internación que se había desarro­llado desde comienzos del siglo XVII y que había sido la condición para la inserción del sujeto loco en este tipo de juego de verdad- que me reenviaban mucho más al pro­blema de las instituciones de poder que al problema de la ideología. Y fue de este modo como tuve que plantear el problema de las relaciones poder/saber, un problema que no es para mí el fundamental, sino más bien un instru­mento que me permite analizar, de la forma que me pare­ce más precisa, el problema de las relaciones existentes entre sujeto y juegos de verdad.

P.: Pero usted suele oponerse a que se hable del suje­to en general.

R.: No, no me he opuesto; quizá no lo he dicho de forma adecuada. Lo que he rechazado era precisamente que se partiese de una teoría del sujeto previa —como la elaborada, por ejemplo, por la fenomenología o por el existencialismo-. y que, a partir de esta teoría del sujeto, se plantease la cuestión de saber, por ejemplo, cómo era po­sible una determinada forma de conocimiento. Lo que he intentado mostrar es cómo. en el interior de una determi­nada forma de conocimiento, el sujeto mismo se consti­tuía en sujeto loco o sano, delincuente o no delincuente, a través de un determinado número de prácticas que eran juegos de verdad, prácticas de poder, etc. Era necesario rechazar una determinada teoría a priori del sujeto para poder realizar este análisis de las relaciones que pueden existir entre la constitución del sujeto, o de las diferentes formas de sujeto, y los juegos de verdad, las prácticas de poder, etcétera.

P.: ¿Quiere esto decir que el sujeto no es una sustan­cia?

R.: No. no es una sustancia; es una forma, y esta for­ma no es sobre lodo ni siempre idéntica a sí misma. Us­ted, por ejemplo, no tiene respecto de usted mismo el mis­mo tipo de relaciones cuando se constituye en un sujeto político, que va a votare que toma la palabra en una asam­blea. que cuando intenta realizar su deseo en una relación sexual. Existen, sin duda, relaciones e interferencias en­tre estas diferentes formas de sujeto, pero no estamos ante el mismo tipo de sujeto. En cada caso, se juegan, se esta­blecen respecto de uno mismo formas de relaciones dife­rentes. Y es precisamente la constitución histórica de es­tas diferentes formas de sujeto, en relación con los juegos de verdad, lo que me interesa.

P.: Pero el sujeto loco, enfermo, delincuente -incluso quizás el sujeto sexual- era un sujeto que era el objeto de un discurso teórico, un sujeto digamos pasivo, mientras que el sujeto al que usted se refiere en los dos últimos años en sus cursos del Colegio de Francia es un sujeto activo, políticamente activo. El cuidado de sí afecta a lo­dos los problemas de la práctica política, de gobierno. etc. Podría pensarse que se produce en usted un cambio, un cambio que no es quizá tanto de perspectiva cuanto de problemática.

R.: Es cierto, por ejemplo, que la constitución del su­jeto loco puede en efecto ser considerada como la conse­cuencia de un sistema coercitivo -el sujeto pasivo-, pero usted sabe también que el sujeto loco es un sujeto no-libre y que justamente el enfermo mental se constituye como sujeto loco en relación y frente a aquel que lo de­clara loco. La histeria, que ha sido tan impórtame en la historia de la psiquiatría y en el mundo manicomial del siglo xix, me parece que es la ilustración misma de la ma­nera en que el sujeto se constituye en sujeto loco. Y no es una casualidad que los grandes fenómenos de histeria se hayan observado precisamente en aquellos lugares donde existía un máximo de coacción para impedir que los indi­viduos se constituyesen en sujetos locos. Por otra parte, e inversamente, diría que, si bien ahora me intereso en efecto por cómo el sujeto se constituye de una forma activa, a través de las prácticas de sí, estas prácticas no son sin embargo algo que se invente el individuo mismo. Constituyen esquemas que él encuentra en su cultura y que le son propuestos, sugeridos, impuestos por su cultura, su sociedad y su grupo social.

P.: Parecería que existe una especie de deficiencia en su problematización, a saber, la concepción de una re­sistencia al poder. La resistencia al poder supone un su­jeto muy activo, preocupado de sí y de los otros, un suje­to responsable tanto política como filosóficamente.

R.; Esto nos lleva al problema de lo que entiendo por poder. No empleo casi nunca de forma aislada el término poder y, si lo hago alguna vez, es con el fin de abreviar la expresión que utilizo siempre: relaciones de poder. Pero existen esquemas ya establecidos, y así, cuando se habla de poder, la gente piensa inmediatamente en una estruc­tura política, en un gobierno, en una clase social domi­nante. en el señor frente al esclavo, etc. Pero no es en absoluto en esto en lo que yo pienso cuando hablo de re­laciones de poder. Me refiero a que en las relaciones hu­manas, sean cuales fueren -ya se trate de una comunica­ción verbal, como la que estamos teniendo ahora, o de relaciones amorosas, institucionales o económicas-, el poder está siempre presente: me refiero a cualquier tipo de relación en la que uno intenta dirigir la conducta del otro. Estas relaciones son por lo tanto relaciones que se pueden encontrar en situaciones distintas y bajo diferen­tes formas; estas relaciones de poder son relaciones mó­viles, es decir, pueden modificarse, no están determina­das de una vez por todas. El hecho, por ejemplo, de que yo sea más viejo y de que al inicio de la entrevista usted estuviese un poco intimidado, puede dar un giro, a lo lar­go de la conversación, y ser yo quien me sienta intimida­do ante alguien que, precisamente, es más joven. Las re­laciones de poder son por lo tanto móviles, reversibles, inestables. Y es preciso subrayar que no pueden existir relaciones de poder más que en la medida en que los suje­tos sean libres. Si uno de los dos estuviese completamen­te a disposición del otro y se convirtiese en una cosa suya, en un objeto sobre el que se puede ejercer una violencia infinita e ilimitada, no existirían relaciones de poder. Es necesario pues. para que se ejerza una relación de poder. que exista al menos un cierto tipo de libertad por parte de las dos partes. Incluso cuando la relación de poder está completamente desequilibrada, cuando realmente se pue­de decir que uno tiene todo el poder sobre el otro. el po­der no puede ejercerse sobre el otro más que en la medida en que le queda a este último la posibilidad de matarse. de saltar por la ventana o de matar al otro. Esto quiere decir que en las relaciones de poder existen necesaria­mente posibilidades de resistencia, ya que. si no existie­sen posibilidades de resistencia -de resistencia violenta, de huida, de engaño, de estrategias de inversión de la si­tuación-, no existirían relaciones de poder. Al ser ésta la forma general que adoptan las relaciones de poder me re­sisto a responder a la pregunta que a veces me plantean: si el poder está presente, ¿entonces no existe libertad? La respuesta es: si existen relaciones de poder a través de lodo el campo social, es porque existen posibilidades de libertad en todas partes. No obstante, hay que señalar que existen efectivamente estados de dominación. En muchos casos, las relaciones de poder son fijas, de tal forma que son perpetuamente disimétricas y que el margen de liber­tad es extremadamente limitado. Para poner un ejemplo, sin duda muy esquemático, en la estructura conyugal tra­dicional de la sociedad de los siglos XVIII y XIX, no puede decirse que sólo existía el poder del hombre: la mujer podía hacer toda una serie de cosas: engañarlo, sustraerle con maña dinero, negarse a tener relaciones sexuales. Subsis­tía sin embargo un estado de dominación, en la medida en que todas estas resistencias constituían un cierto número de astucias que no llegaban nunca a invertir la situación. En los casos de dominación -económica, social, institu­cional o sexual- el problema es en efecto saber dónde va a formarse la resistencia. ¿Va a formarse, por ejemplo, en una clase obrera que va a resistir a la dominación política -en el sindicato, en el partido-, y bajo qué forma -huel­ga, huelga general, revolución, lucha parlamentaria-? En una situación de dominación como ésta es necesario res­ponder a todas estas cuestiones de forma específica, en función del tipo y de la forma concreta que adopta en cada caso la dominación. Pero la afirmación: usted ve poder por todas partes; en consecuencia, no existe lugar para la libertad, me parece absolutamente inadecuada. No se me puede atribuir la concepción de que el poder es un sistema de dominación que lo controla todo y que no deja ningún espacio para la libertad.

P.: Se refería antes al hombre libre y al filósofo, como dos modalidades diferentes del cuidado de une mismo. El cuidado de sí del filósofo tendría una cierta especifici­dad y no se confundiría con el del hombre libre.

R.: Diría que se trata de dos posiciones diferentes en el cuidado de uno mismo, más que de dos formas del cui­dado de sí; creo que el cuidado de sí es el mismo en su forma, pero que en cuanto a la intensidad, al grado de celo con el que uno se ocupa de sí -y en consecuencia también de los otros-, el puesto que ocupa el filósofo no es el mismo que el de cualquier hombre libre.

P.: ¿Se podría pensar entonces que existe una rela­ción fundamental entre filosofía y política?

R.: Sí, sin duda. Me parece que las relaciones entre filosofía y política son permanentes y fundamentales. Si se considera el cuidado de uno mismo en el pensamiento griego, esta relación es evidente. Y bajo una forma ade­más muy compleja: por una parte esta el ejemplo de Só­crates -y de Platón en el Alcibíades y de Jenofonte en las Memorables-, que interpela a los jóvenes diciéndoles:

Mira, tú, tú que quieres llegar a ser un hombre político, que quieres gobernar ¡a ciudad, que quieres ocuparte de los otros, pero que no te ocupas de ti mismo, tú serás un mal gobernante. En esta perspectiva, el cuidado de uno mismo aparece como una condición pedagógica, ética y también ontológica. para llegar a ser un buen gobernante. Constituirse en sujeto que gobierna implica que uno se haya constituido en sujeto que se ocupa de sí. Pero por otra parte está también el Sócrates que dice en la Apolo­gía: Yo interpelo a todo el mundo, porque todo el mundo tiene que ocuparse de sí mismo; a lo que añade justo a continuación: Y al hacer esto presto el mayor servicio a la ciudad, \ en ve: de castigarme, deberíais de recom­pensarme, recompensarme mejor que a un vencedor de los Juegos Olímpicos. Existe por tanto una implicación muy fuerte entre filosofía y política, que se desarrollará más adelante cuando la filosofía no sólo se preocupe del alma de los ciudadanos, sino también del alma del prínci­pe. El filósofo se convierte en el consejero, el pedagogo y el director de la conciencia del príncipe.

P.: ¿Podrá convertirse esta problemática del cuidado de uno mismo en el corazón de un nuevo pensamiento político, de una política distinta a la que consideramos hoy?

R.: Confieso que no he avanzado en esta dirección y me gustaría acercarme a problemas más contemporáneos. con el fin de tratar de ver qué se puede hacer con todo esto en la problemática política actual. Pero tengo la im­presión de que en el pensamiento político del siglo xix -y posiblemente sería preciso remontarse más allá, a Rous­seau y a Hobbes- se ha pensado el sujeto político esen­cialmente como sujeto de derecho, ya sea en términos naturalistas, ya sea en términos de derecho positivo. En cambio, me parece que la cuestión del sujeto ético no tie­ne mucho espacio en el pensamiento político contempo­ráneo. En fin, no me gusta responder a cuestiones que no he examinado; me gustaría por lo tanto retomar las cues­tiones que he abordado a través de la cultura antigua.

P.: ¿Qué relación existía entre la vía de la filosofía que conduce al conocimiento de sí y la vía de la espiri­tualidad? 

R.; Por espiritualidad entiendo -circunscribiendo esta / definición a este período histórico- lo que se refiere precisamente al acceso del sujeto a un cierto modo de ser y a las transformaciones que debe sufrir en sí mismo para ac­ceder a este modo de ser. Creo que en la espiritualidad antigua existía, o casi existía, una identidad entre esta es­piritualidad y la filosofía. En todo caso, la preocupación más importante de la filosofía giraba en tomo del cuidado de uno mismo; el conocimiento del mundo venía después y, en la mayoría de los casos, en apoyo de este cuidado de sí. Cuando leemos a Descartes, resulta sorprendente en­contrar en las Meditaciones exactamente esta misma pre­ocupación espiritual por acceder a un modo de ser en el que la duda ya no estará permitida y en el que por fin uno podrá conocer: pero al definir así el modo de ser al que da acceso la filosofía, uno se da cuenta de que este modo de ser está enteramente definido por el conocimiento y que la filosofía se definirá como acceso al sujeto cognoscente o a aquello que lo cualificará como tal. Y, desde este punto de vista, me parece que superpone las funciones de la espiritualidad al ideal de un fundamento de la cientificidad.

P.: ¿Se debería actualizar esta noción del cuidado de sí, en sentido clásico, frente a este pensamiento moder­no?

R.: No, en absoluto, no se trata de decir: desgraciada­mente se ha olvidado el cuidado de uno mismo, y el cui­dado de si es la clave de todo. Nada me resulta más ajeno que la idea de que la filosofía se ha extraviado en un mo­mento determinado, que ha olvidado algo y que existe en alguna parte de su historia un principio, un fundamento que es preciso redescubrir. Me parece que todo ese tipo de análisis que, o bien adoptan una forma radical dicien­do que. desde sus comienzos, la filosofía ha sido olvido. o bien adoptan una forma mucho más histórica para afir­mar que en tal filosofía hay algo que ha sido olvidado, no son muy interesantes, no se puede obtener gran cosa de ellos. Y esto no significa que el contacto con un determi­nado filósofo no pueda producir algo, pero habría enton­ces que subrayar que este algo es algo nuevo.

P.: Esto hace que nos tengamos que plantear ¡a cues­tión de por qué uno debería tener acceso a la verdad hoy, en sentido político, es decir, en el sentido de una estrate­gia política en contra de los diversos puntos de bloqueo

del poder en el sistema relacional.

R.: Después de todo es un problema, en efecto; ¿por qué la verdad? ¿Y por qué se preocupa uno de la verdad. y, además, más de ella que de uno mismo? A mi juicio se entra así en relación con una cuestión fundamental que. me atrevería a decir, es la cuestión de Occidente; ¿qué es lo que ha hecho que toda la cultura occidental se haya puesto a girar alrededor de esta obligación de verdad, una obligación que ha adoptado todo un conjunto de formas diferentes? Tal y como están las cosas, nadie hasta ahora ha podido mostrar que se pueda definir una estrategia ex­terior a todo ello. Y sin duda es en este campo de la vo­luntad de verdad en el que uno puede desplazarse, de una forma o de otra, a veces contra los efectos de dominación que pueden estar ligados con estructuras de verdad o con instituciones encargadas de la verdad. Para decir las co­sas de una forma muy esquemática, podemos encontrar numerosos ejemplos: ha existido todo un movimiento lla­mado ecológico -que por otra parte es muy antiguo y no sólo del siglo xx- que ha estado con frecuencia en cierto sentido en relación de hostilidad con una ciencia, o en todo caso con una tecnología, legitimada en términos de verdad. Pero, de hecho, también esta ecología hablaba un discurso de verdad: únicamente en nombre de un conoci­miento de la naturaleza del equilibrio de los seres vivos, etc., se podía hacer la crítica. Se escapaba por lo tanto de una dominación de la verdad no jugando un juego total­mente ajeno al juego de la verdad sino jugándolo de otra forma, o jugando otro juego, otra partida, otras bazas en el juego de la verdad. Creo que sucede lo mismo en el caso de la política, en el que se podría hacer la crítica de la política -a partir, por ejemplo, del estado de domina­ción de esta política indebida- pero no podría hacerse de otro modo que jugando un cierto juego de verdad, mos­trando cuáles son sus consecuencias, mostrando que exis­ten otras posibilidades racionales, enseñando a las gentes lo que desconocen acerca de su propia situación, sus con­diciones de trabajo, su explotación.

P.: ¿No piensa usted, en relación con la cuestión de los juegos de verdad y de los juegos de poder, que se puede comprobar en la historia la presencia de una modalidad particular de estos juegos de verdad, que tendría un estatuto particular en relación con todas las otras po­sibilidades de juegos de verdad y de poder y que se ca­racterizaría por su apertura esencial, su oposición a cual­quier bloqueo de poder, al poder por lo tamo en el senti­do de dominación-esclavitud?

R.: Sí. absolutamente. Pero cuando hablo de relacio­nes de poder y de juegos de verdad no quiero decir de ningún modo que los juegos de verdad no sean más que relaciones de poder -esto sería una caricatura terrible-. Lo que me interesa es, como ya he dicho, saber cómo los juegos de verdad pueden ponerse en marcha y estar liga­dos con relaciones de poder. Se puede mostrar, por ejem­plo, que la medicalización de la locura, es decir, la orga­nización de un saber médico en torno de individuos de­signados como locos, ha estado ligada con toda una serie de procesos sociales, de orden económico en un momen­to dado, pero también con instituciones y con prácticas de poder. Este hecho no merma en modo alguno la vali­dez científica o la eficacia terapéutica de la psiquiatría: no la legitima, pero tampoco la anula. Que las matemáti­cas estén ligadas, por ejemplo -de una forma por otra parte muy distinta de la psiquiatría-, con estructuras de poder se debe en cierta medida a la forma en que son enseñadas, a la manera en que se organiza el consenso de los mate­máticos. a cómo funcionan en circuito cerrado, a sus va­lores, a cómo se determina lo que está bien (verdadero) o mal (falso) en matemáticas, etc. Esto no quiere decir en absoluto que las matemáticas sean exclusivamente un jue­go de poder, sino que el juego de verdad de las matemáti­cas se encuentra ligado de una cierta manera, y sin que ello merme su validez, con juegos y con instituciones de poder. Y está claro que en un determinado número de casos las relaciones son tales que se puede hacer perfec­tamente la historia de las matemáticas sin tener esto en cuenta, si bien esta problematización es interesante y, en la actualidad, los propios matemáticos empiezan a tener­la en cuenta, comienzan a estudiar la historia misma de sus instituciones. En fin, está claro que esta relación que puede existir entre las relaciones de poder y los juegos de verdad en matemáticas es muy distinta de la que se puede dar en el caso de la psiquiatría. De todos modos, lo que uno no puede en todo caso decir es que los juegos de ver­dad no son más que juegos de poder.

P.: Esta cuestión reenvía al problema del sujeto ya que, en los juegos de verdad, la cuestión que se plantea es la de saber quién dice la verdad, cómo y por qué la dice; en realidad, en el juego de verdad se puede jugar a decir la verdad: existe un juego, se juega a la verdad o la verdad es un juego.

R.: El término juego puede inducir a error: cuando hablo de juego me refiero a un conjunto de reglas de pro­ducción de la verdad. No se trata de un juego en el senti­do de imitar o de hacer como si: es un conjunto de proce­dimientos que conducen a un determinado resultado que puede ser considerado, en función de sus principios y de sus reglas de procedimiento, como válido o no. como ga­nador o perdedor.

P.: Sigue estando el problema del quién: ¿es un gru­po, un conjunto...?

R.: Puede ser un grupo, un individuo. Existe en rela­ción con esto un problema. Se puede observar, en lo que se refiere a estos múltiples juegos, que lo que ha caracte­rizado a nuestras sociedades, a partir de la época griega, es el hecho de que no existe una definición cerrada e im­perativa de los juegos de verdad permitidos, lo que supondría la exclusión de todos los otros. Existe siempre. en un juego de verdad dado. la posibilidad de descubrir algo distinto y de cambiar más o menos una determinada regla, e incluso a veces de cambiar en su totalidad el jue­go de verdad. Y esta posibilidad de desarrollo es sin duda algo que se ha producido en Occidente, algo que resulta singular en relación con otras sociedades en las que tal posibilidad no existe.

¿Quién dice la verdad? Dicen la verdad individuos que son libres, que organizan un cierto consenso y que se en­cuentran insertos en una determinada red de prácticas de poder y de instituciones coercitivas.

P.: ¿La verdad no es pues una construcción?

R.: Eso depende: existen juegos de verdad en los que la verdad es una construcción y otros en los que no lo es. Puede existir un juego de verdad, por ejemplo, que con­siste en describir las cosas de una cierta manera: el que realiza una descripción antropológica de una sociedad no realiza una construcción, sino una descripción -que por su parte presenta un cierto número de reglas, histórica­mente cambiantes, de tal modo que se puede decir hasta un cierto punto que es una construcción respecto de otra descripción. Ello no significa sin embargo que no exista nada frente a nosotros y que todo provenga de Id cabeza de alguien. De esta transformación de los juegos de ver­dad se ha dicho, o por lo menos algunos han deducido que yo he dicho, que no existía nada; me han hecho decir que la locura no existía, precisamente cuando se trataba de un problema completamente inverso: se trataba de sa­ber cómo la locura, bajo las diferentes definiciones que se le han podido conferir, ha podido ser integrada, en un momento dado, en un campo institucional que la constituía como enfermedad mental confiriéndole un determi­nado espacio al lado de otras enfermedades.

P.: En el fondo existe también un problema de comu­nicación en el núcleo mismo del problema de la verdad. el problema de la transparencia de las palabras del dis­curso. Aquel que tiene la posibilidad de formular verda­des tiene también un poder, el poder de poder decir la verdad y de expresarla como él quiere.

R.: Sí, y ello no significa no obstante que lo que dice no sea cierto, como creen la mayor parte de las gentes, quienes, cuando se les hace observar que puede existir una relación entre la verdad y el poder, dicen: ¡Ah, bue­no. entonces, esto no es verdad!

P.: Lo cual está relacionado con el problema de la comunicación, ya que, en una sociedad en la que la co­municación tiene un muy alto grado de transparencia, los juegos de verdad son quizá más independientes de las estructuras de poder.

R.: Plantea usted un problema sin duda importante. Me imagino que usted está pensando quizás en Habermas cuando dice esto. Estoy interesado en lo que hace Haber­mas, y sé muy bien que no está muy de acuerdo con lo que yo hago -me parece que yo estoy más cerca de lo que él dice-, aunque existe algo que no veo claro: es el lugar tan importante que concede a las relaciones de comunica­ción y, sobre todo, a la función que yo llamaría utópica. La idea de que podría darse una situación de comunica­ción que fuese tal que los juegos de verdad pudiesen cir­cular en ella sin obstáculos, sin coacciones y sin efectos coercitivos parece pertenecer al orden de la utopía. Y ello significa no ver que las relaciones de poder no son en sí mismas algo malo, algo de lo que es necesario liberarse. Pienso que no puede existir ninguna sociedad sin relaciones de poder, si se entienden como las estrategias me­diante las cuales los individuos tratan de conducir, de de­terminar. la conducta de los otros. El problema no consis­te por lo tanto en intentar disolverlas en la utopía de una comunicación perfectamente transparente, sino de procu­rarse las reglas de derecho, las técnicas de gestión y tam­bién la moral, el ethos. la práctica de sí. que permitirían jugar, en estos juegos de poder, con el mínimo posible de dominación.

P.: Se si rúa usted muy lejos de Sartre, que decía: el poder es el mal.

R.: Sí, pese a que se me ha atribuido con frecuencia esta idea. que está muy lejos de lo que pienso. El poder no es el mal, el poder son juegos estratégicos. ¡Es bien sabido que el poder no es el mal! Consideremos por ejem­plo las relaciones sexuales o amorosas: ejercer poder so­bre el otro. en una especie de juego estratégico abierto en el que las cosas podrían invertirse, esto no es el mal, esto forma parte del amor. de la pasión, del placer sexual. Fi­jémonos por ejemplo en la institución pedagógica, que ha sido objeto de críticas, con frecuencia justificadas. No veo en qué consiste el mal en la práctica de alguien que. en un juego de verdad dado y sabiendo más que otro. le dice lo que hay que hacer, le enseña, le transmite un saber y le comunica determinadas técnicas. El problema está más bien en saber cómo se van a evitar en estas prácticas -en las que el poder necesariamente está presente y en las que no es necesariamente malo en sí mismo- los efectos de dominación que pueden llevar a que un niño sea someti­do a la autoridad arbitraria e inútil de un maestro, o a que un estudiante esté bajo la férula de un profesor abusiva­mente autoritario. Me parece que es necesario plantear este problema en términos de reglas de derecho, de técnicas racionales de gobierno, de ethos, de práctica de sí y de libertad.

P.: ¿Podría entenderse lo que acaba de decir a modo de criterios fundamentales de lo que usted llama una nue­va ética? Se trataría de intentar jugar con el mínimo de dominación...

R.: Creo efectivamente que este punto es el punto de articulación entre la preocupación ética y la lucha políti­ca para el respeto de los derechos, de la reflexión crítica contra las técnicas abusivas de gobierno y de una ética que permita fundamentar la libertad individual. 

***P.: Cuando Sartre habla del poder como mal supre­mo parece hacer alusión a la realidad del poder como dominación. Quizás en este caso usted esté probablemente de acuerdo con Sartre.

R.: Si', pero creo que todas estas nociones han sido mal definidas y no se sabe muy bien de qué se está ha­blando. Yo mismo no estoy muy seguro de haberme ex­presado muy claramente ni de haber empleado las pala­bras que era necesario emplear cuando comencé a intere­sarme por este problema del poder. Actualmente tengo una visión más clara de todo ello. Me parece que es nece­sario distinguir las relaciones de poder en tanto que jue­gos estratégicos entre libertades -juegos estratégicos que hacen que unos intenten determinar la conducta de los otros, a lo que los otros responden tratando de no dejar que su conducta se vea determinada por ellos o tratando de determinar a su vez la conducta de los primeros- de las situaciones de dominación que son las que ordinaria­mente se denominan poder. Y entre ambas, entre los jue­gos de poder y los estados de dominación, están las tec­nologías gubernamentales, confiriendo a este término un sentido muy amplio -que va desde la manera de gobernar a la propia mujer, a los hijos, hasta la manera en la que se gobierna una institución-. El análisis de estas técnicas es necesario porque es a través de este tipo de técnicas como se establecen y mantienen muy frecuentemente los esta­dos de dominación. En mi análisis del poder, existen es­tos tres niveles: las relaciones estratégicas, las técnicas de gobierno y los estados de dominación.

P.: En su curso sobre la hermenéutica del sujeto dice en un momento dado que no existe un punto más funda­mental y útil de resistencia al poder político que la rela­ción de uno para consigo mismo.

R.: No creo que el único punto posible de resistencia al poder político -entendido justamente como estado de dominación- esté en la relación de uno consigo mismo. Digo que la gubernamentalidad implica la relación de uno consigo mismo, lo que significa precisamente que. en esta noción de gubernamentalidad. apunto directamente al con­junto de prácticas a través de las cuales se pueden consti­tuir. definir, organizar, instrumentalizar las estrategias que los individuos en su libertad pueden establecer unos en relación con otros. Individuos libres que intentan contro­lar, determinar, delimitar la libertad de los otros, y para hacerlo disponen de ciertos instrumentos para gobernar­los. Y ello se basa por lo tanto sobre la libertad, sobre la relación de uno consigo mismo y sobre la relación con el otro. Si se trata por el contrario de analizar el poder no a partir de la libertad, de las estrategias y de la guberna­mentalidad, sino a partir de la institución política, no se puede considerar al sujeto más que como sujeto de dere­cho, un sujeto dotado de derechos o carente de ellos y que, a través de la institución de la sociedad política, ha recibido o ha perdido los derechos: nos encontramos así reenviados a una concepción jurídica del sujeto. Por el contrario, la noción de gubernamentalidad permite, me parece, poner de relieve la libertad del sujeto y la relación con los otros, es decir, aquello que constituye la materia­lidad misma de la ética.

P.: ¿Cree usted que la filosofía tiene algo que decir sobre el porqué de esta tendencia a querer determinar la conducta del otro ?

R.: La manera de determinar la conducta de los otros va a adoptar formas muy diferentes, va a suscitar apetitos y deseos de intensidad muy variable según las socieda­des. No sé nada de antropología, pero uno se puede ima­ginar que hay sociedades en las que la forma mediante la cual se dirige la conducta de los otros está hasta tai punto codificada de antemano que todos los juegos en cierto modo están ya preestablecidos. En una sociedad como la nuestra, por el contrario, los juegos pueden ser enorme­mente numerosos -es evidente en las relaciones familia­res, por ejemplo, en las relaciones sexuales o afectivas, etc.- y, en consecuencia, los deseos de determinar la con­ducta de los otros son también mayores: cuanto más li­bres son las personas, unas en relación con otras, mayor es el deseo en unos y otros de determinar la conducta de los demás. Cuanto más abierto es el juego más atractivo y fascinante resulta.

P.: ¿ Cree usted que la tarea de la filosofía es prevenir los peligros del poder?

R.: Esta tarea ha constituido siempre una de las fun­ciones más importantes de la filosofía. La filosofía en su vertiente critica-y entiendo crítica en un sentido amplio-ha sido precisamente el saber que ha puesto en cuestión todos los fenómenos de dominación, cualquiera que fue­se la intensidad y la forma que adoptan -política, econó­mica, sexual, institucional, etc.-. Esta función crítica de la filosofía se deriva hasta cierto punto del imperativo socrático: ocúpate de tí mismo, es decir, fundaméntate en libertad mediante el dominio de ti mismo.

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[1] Entrevista con Michel Foucault realizada por Raúl Fomet-Betancourt. Helmul Becker y Alfredo Gómez-Muller el 20 de enero de 1984. Publicada en la revista Concordia No 6, 1984. pp.99-116.

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