martes, 4 de junio de 2013

LA TEORÍA SOCIOLÓGICA, ENTREVISTA A PIERRE BOURDIEU

Entrevista a Pierre Bourdieu: La teoría sociológica

www.guardian.co.uk

O. H. – ¿Puede elaborarse una teoría en sociología, o nos hallamos solamente ante un conjunto de prácticas?

Pierre Bourdieu. – El sociólogo, como cualquier estudioso, puede esperar construir teorías regionales en la medida, y sólo en la medida, en que pone en marcha los principios de lateoría del conocimiento sociológico en una investigación destinada a someter a la verificación y a la rectificación el sistema de las relaciones construidas teóricamente que ha hecho posible la verificación experimental.

La teoría del conocimiento sociológico es el sistema de reglas que rigen la producción de todos los actos y de todos los discursos sociológicos posibles siempre que sean científicos y que, a este título, constituyan el principio generador de las diferentes teorías regionales y el principio unificador del discurso específicamente sociológico. El sistema explícitamente constituido de estas reglas (que pueden existir sólo en el estado práctico, bajo la forma de un «oficio», de un habitus) alcanza el orden de la metaciencia y se distingue por igual de una teoría unitaria de lo social -de la que las ciencias del hombre están aún más alejadas que las ciencias de la naturaleza- como de las teorías regionales que incorporan las reglas de la metaciencia sociológica a la construcción de un conjunto particular de relaciones y de principios explicativos de estas relaciones. Rechazar esta distinción, es consagrar la división actual del campo científico en «teóricos», que, en el mejor de los casos, se limitan a experimentar la coherencia interna de un sistema de conceptos sin referirlo a la experiencia o que componen sumas, necesariamente vacías, de teorías generales o parciales (de esas síntesis escolares de las que las más típicas son las de Gurvitch o Parsons) y en puros «prácticos» que remiten al final de la investigación el trabajo de construcción teórica, precedente inevitable de todo conocimiento científico.

En resumen, el problema de la teoría no se plantea en las ciencias del hombre de manera distinta a la que se plantea en las ciencias de la naturaleza. Esto en buena lógica, es decir en teoría. De hecho, la situación de las ciencias del hombre es mucho menos favorable. Las condiciones requeridas para que una práctica científica rigurosa pueda desarrollarse no son solamente epistemológicas: también deben ser tenidas en cuenta las condiciones sociales de la realización de las condiciones epistemológicas de una práctica científica. La sociología, en lugar de beneficiarse con las adquisiciones teóricas que la reflexión, interna o externa a la ciencia, ha extraído, de la dirección que tomaban las ciencias de la naturaleza; muchos errores epistemológicos frente a los que sucumben los sociólogos podrían hallar su principio en la desventurada relación que mantienen con las ciencias de la naturaleza.

En efecto, me parece imposible comprender el estado actual del debate epistemológico en las ciencias del hombre sin ver el papel que tiene, en la práctica propiamente sociológica y en las relaciones entre los sociólogos, la imagen a la vez mutilada y mutilante, terrorífica y fascinante de las ciencias de la naturaleza: como en las relaciones entre sociedades dotadas de tradiciones culturales muy diversas donde los rasgos culturales sólo circulan a costa de deformaciones, de reinterpretaciones y de descontextualizaciones capaces de convertirlas en irreconocibles (cf. el culto del cargo), los sociólogos, que perciben con mayor facilidad las apariencias exteriores de las operaciones científicas que los principios que éstas ponen en movimiento, se inclinan a calcar mecánicamente estas operaciones en lo que tienen de más mecánico. Profundizando más, la falsa percepción de las ciencias de la naturaleza y de los principios epistemológicos que actúan en ellas lleva a los sociólogos a «reactivar» incesantemente las viejas oposiciones teóricas que las ciencias de la naturaleza han superado de hecho, aunque la ideología de los estudiosos pueda todavía hacerlas viables: como demuestra Bachelard, las filosofías de las ciencias de la naturaleza se distribuyen a la manera de un espectro cuyo idealismo y realismo constituyen los extremos y que tienen en su punto central el «racionalismo aplicado»; de igual manera, las posiciones epistemológicas que adoptan, implícita o explícitamente, los sociólogos se organizan en parejas de posiciones simétricas (y complementarias) en relación a una posición central que se caracteriza por la superación de estas oposiciones ficticias. Pero lo que tiende a ignorar una reflexión estrictamente epistemológica es que la oposición epistemológica entre la teoría general sin referencia empírica y el empirismo ciego, o entre el formalismo y el positivismo, encierra la oposición entre grupos que ocupan posiciones sociales diferentes en el campo intelectual y que tienden a transformar en elecciones teóricas absolutas y universales los intereses correlativos al tipo de capital científico del que disponen (en función, entre otras cosas, del tipo de formación que han recibido) y al lugar que ocupan en la comunidad científica y .universitaria De hecho, las polémicas que se instauran a propósito de las relaciones entre la teoría y la experiencia oponen adversarios que se sirven mutuamente de coartada: así, por ejemplo, vemos a unos autorizarse a través de la denuncia de la abstracción inherente a las monografías parcelarias para justificar sus ambiciones planetarias y su desdén por el trabajo que requiere demostración, mientras que otros pretenden hallar una justificación a su abdicación teórica en la denuncia de las síntesis vacías de ideología.

Una sociología de la sociología establecería fácilmente que estas oposiciones entre adversarios, cómplices a menudo, no son otra cosa que sistemas de defensa destinados a proteger a los investigadores del miedo a sus lagunas y de la angustia por sus desconocimientos teóricos, al mismo tiempo que estrategias destinadas a defender, a confirmar o a conquistar el poder en la comunidad científica. Cierta representación romántica de la vida intelectual tiende a olvidar la dureza despiadada que constituye la ley de las relaciones entre intelectuales, estructuralmente condenados a someter su producción al juicio de sus iguales, es decir de sus competidores. Entre paréntesis, hay que señalar que si el «juicio de la posteridad» tiene más posibilidades de ser equitativo, es precisamente porque la relación de competencia está si no abolida, al menos debilitada. A diferencia del filósofo y del escritor, el sociólogo no puede ejercer su oficio si no dispone de medios materiales relativamente importantes y los conflictos intelectuales deben su forma propia, en el caso de la sociología, al hecho de que pueden, en caso límite, finalizar con la desaparición, la liquidación en tanto que productores científicos, de los que están comprometidos en ello. Así pues, debido a que la investigación sociológica depende, en su existencia y, al menos en su cualidad, de medios materiales de los que dispone, y debido a que, por otra parte, la simple revelación científica ejerce inevitablemente un efecto político (esto porque las relaciones de poder que capta la sociología deben parte de su fuerza al hecho de que no aparecen en tanto que tales), la investigación propiamente científica encierra una amenaza para el «orden social» que hace que se halle siempre amenazada, sin duda mucho más amenazada, en el momento actual, en la medida en qué es más científica. Éste es otro de los factores que explican que, en la mayoría de los países, el campo científico e intelectual tienda a dividirse en una «ciencia» conformista y una crítica social de tipo profético relegada por su situación marginal a un papel de rechazo y de coartada. De hecho, es muy difícil mantener la posición central que defendía Bachelard; por decirlo así, es más «insostenible» en cuanto más improbable. Los que consiguen mantener esta posición se exponen, ya sea a ver denunciar como compromiso con el objeto una investigación que no tiene por único fin producir los instrumentos críticos que algunos creen tener de entrada por el simple proyecto de denunciar, ya sea, a la inversa, a ver condenar, como un simple efecto departi-pris ideológico, la decisión metódica de no abandonar a los automatismos de la tecnología la tarea de producir los conceptos y las teorías, es decir, de construir, sin espíritu de sistema, el sistema de las relaciones teóricas que producen los hechos científicos como tales, constituyéndolos en sistema.

O. H. – ¿Qué lugar ocupan las preocupaciones teóricas en su actual trabajo de investigación?

P. B. – No sabría deslindar, en mis preocupaciones actuales, lo que es producto de una reflexión teórica y lo que es producto de una investigación empírica, ya que la reflexión teórica únicamente existe cuando está enraizada en una práctica. Las ideas que considero más importantes sobre la función del sistema de las grandes escuelas podría decirse que me han sido impuestas por una investigación en apariencia puramente técnica sobre problemas de codificación: ¿cómo clasificar los alumnos de las grandes escuelas salidos de las clases superiores teniendo en cuenta la forma particular de las relaciones que las diferentes fracciones de clases dirigentes mantienen con el sistema de enseñanza según su posición en la estructura del poder? ¿Es posible distribuir según una jerarquía única, basada solamente en criterios escolares, las diferentes escuelas, ignorando las discontinuidades que la lógica clasificatoria de la institución hace surgir? Estas preguntas han dado lugar a toda una reflexión sobre la función social de las discontinuidades que establece el sistema escolar y sobre la significación de los desfases estructurales entre la jerarquía de las escuelas establecida según el criterio escolar y la jerarquía de esas instituciones consideradas bajo la relación de las carreras y de las posiciones sociales a las que conducen. Este ejemplo podría prolongarse fácilmente y ofrecer miles parecidos.

Las investigaciones que llevo entre manos actualmente y que se orientan en direcciones aparentemente muy diversas, por una parte, una historia estructural del campo intelectual y artístico y de la posición de la fracción intelectual en la estructura de las clases dirigentes, por otra parte, un análisis de la estructura de las relaciones entre las fracciones de las clases dirigentes, es decir, un análisis de la división del trabajo de dominación en el interior de la clase dominante, y finalmente un análisis de la contribución que el sistema de la enseñanza aporta a la reproducción de la estructura de las fracciones de las clases dominantes, son el resultado de toda una serie de investigaciones empíricas sobre el sistema de la enseñanza, sobre las prácticas culturales, sobre la percepción de la obra de arte, etc., investigaciones en las que y por las que han sido elaborados y precisados los esquemas teóricos que orientan las encuestas en curso. Estoy seguro de que estos esquemas teóricos no existirían en la forma en que existen si hubiera estado condenado al puro trabajo teórico, y también estoy seguro de que las investigaciones empíricas en las que se han constituido no habrían existido como tales si no hubieran ido precedidas y acompañadas de una investigación teórica.

Este tipo de investigación conduce en la mayoría de los casos a situaciones en las que uno se siente abandonado tanto por la reflexión teórica de tipo tradicional como por la tecnología rutinaria que no se presta al discurso académico más que la teoría. En cuanto se inicia, como estoy haciendo actualmente, una investigación empírica sobre el poder, se tiende a poner en tela de juicio los métodos tradicionalmente empleados por la sociología de las «élites», se trate de técnicas de muestreo o la de proceder por interrogatorio de individuos (sea cual sea el método empleado para señalarlos) podría ya constituir en sí una respuesta implícita al problema teórico de la naturaleza del poder, en la medida en que presupone que el poder no es más que el conjunto de los individuos «poderosos» (de todas las obras que se dirigen a determinar «quien gobierna»). Pero también se es abandonado por la teoría tradicional que, además de no preocuparse para nada de las técnicas de medida y de verificación, propone esquemas vacíos de significación a fuerza de generalidad o vacíos de todo sentido por una larga tradición de exégesis o de una lenta ritualización. La virtud propia de una reflexión realmente comprometida en una práctica científica consiste en reactivar o reanimar problemas que teorías momificadas o fosilizadas prohíben plantear, las más de las veces fingiendo haberlos resuelto o incluso únicamente haberlos planteado. La sociología, más que cualquier otra ciencia debe contar efectivamente con esa especie de mitridatismo hacia los problemas y hacia los conceptos, que nace de la costumbre producida por la rutina política o académica.

Baste pensar en el velo de palabras fósiles que ha habido que rasgar para iniciar la reflexión sobre la cultura y sobre la escuela en donde todas estas palabras habían acabado por sedimentarse a fuerza de servir de contraseña. La tradición de discusión política, que sin duda es mayor en Francia que en cualquier otro campo intelectual, constituye para el sociólogo uno de los obstáculos epistemológicos más insidiosos: además de proporcionar una protección superficial, más aparente que real, contra las ingenuidades ideológicas a las que los intelectuales formados en otras situaciones están más fácilmente expuestos, tiene también por efecto el dispensar a los espíritus demasiado prevenidos de proceder a una verdadera investigación. A fuerza de saber demasiado bien lo que hay que pensar, se acaba por dispensarse de pensar. Los intelectuales franceses se mueven en un bosque de prohibiciones, de referencias ideológicas, de balizas teóricas y, obsesionados por la preocupación de «delimitarse» o por el temor supersticioso de caer en alguna trampa premeditada (tal es la función de todos los conceptos en «ismo»: positivismo, historicismo, etc., que la clase de filosofía consigue al menos inculcar), se exponen a pasarse la vida preservándose de la izquierda y la derecha en lugar de ir hacia adelante.

Los investigadores que se ocupan de historia de las ciencias e incluso de etnología o de historia contemporánea pueden vivir esta situación de manera más serena que el sociólogo que está obligado a plantearse continua y completamente el equivalente científico de los problemas que los demás intelectuales pueden reservar para los momentos del compromiso obligado, trátese de la lectura de periódicos o semanarios de opinión, de la acción política y sindical o de la firma de documentos de protestas. Los problemas que trata el sociólogo y que reciben un estatuto eminente cuando se convierten en objeto de cuasi-compromisos políticos o éticos son relegados a los lugares más bajos de la jerarquía de los objetos teóricos, a menos que, una vez introducidos en el molde de una problemática de escuela, no se conviertan en pretexto de algún debate ritual sobre las relaciones entre la estructura y la historia o la teoría y la praxis.

O. H. – ¿Cree usted que toda la vida de un hombre puede ser obliterada por la gimnasia mental de la clase de filosofía?

P. B. – De hecho, toda la estructura del sistema de enseñanza y todo el sistema de categorías mentales que éste produce y reproduce son los que se expresan en los debates intelectuales a la francesa. Basta, si puede decirse así, combinar a Marx y a Durkheim para llegar a preguntarse si las formas de clasificación que actúan en las prácticas intelectuales no son la forma transformada de las estructuras sociales y, en particular, de las relaciones objetivas entre las clases sociales. Todo induce a creer que el sistema de enseñanza que reproduce, en su propia organización, las oposiciones externas más importantes, juega un papel determinante en la reproducción de estas estructuras, es decir en el inculcar esquemas clasificatorios que tienden a organizar inconscientemente las prácticas de los agentes. La demostración de todo esto sería demasiado larga. Bastará un ejemplo. El estatuto conferido a la teoría, y la forma que toma en Francia la relación entre la teoría y la experiencia y, más concretamente, entre el trabajo del teórico como politécnico y el trabajo del técnico, se hallan en afinidad estructural con, la jerarquía de las disciplinas tal como se observa en las facultades de letras y ciencias, con las matemáticas y la filosofía, ciencias sin manipulación ni materia, en los lugares superiores, y la geología y la geografía, ciencias de la tierra, en los inferiores. Hay que destacar de paso que esta jerarquía se impone a los sociólogos que sienten una gran fascinación por el prestigio de la filosofía, al haber sido alejados de ella por su formación y por su práctica: un índice de esta subordinación se observa en la presteza con que los sociólogos más empeñados en profesar las virtudes absolutas de la empiria y del empirismo responden a las invitaciones de los filósofos y de sus revistas más tradicionalistas. Para precisar más, en afinidad con las diferencias de valor económico y simbólico correspondientes a las diferentes posiciones en la estructura de la división social del trabajo (pensemos por ejemplo en la oposición económica y socialmente determinante, entre el politécnico y el técnico). Del mismo modo que la jerarquía escolar de las disciplinas se halla muy fuertemente ligada a la jerarquía de estas disciplinas según el origen social y el éxito escolar de los estudiantes, se puede suponer igualmente que la pretensión al discurso teórico debe depender en gran parte del estatuto universitario (o intelectual) de los agentes (basta pensar en el papel de la Ecole Normale) y es significativo que a medida que se sube en la jerarquía de los grados universitarios, más se tiende a alejarse de la práctica en primera persona de investigación empírica para entregarse a los nobles y puros placeres de la reflexión teórica. Son los análisis los que hay .que tener presentes si se quiere evitar cosificar oposiciones intelectuales privándoles de sus condiciones sociales de producción y de reproducción y eternizar proposiciones teóricas sobre la práctica teórica que podrían no expresar más que un estado particular de la división del trabajo intelectual y, en último término, de la división social del trabajo. Nada impide pensar, por ejemplo, que a otro estado de la estructura pueda corresponder una representación «politécnica» (en un sentido completamente distinto del que le conferimos hoy), es decir no jerárquica, de las prácticas y de los contenidos culturales.

En lo que concierne a la función propia de la clase de filosofía, creo que en primer lugar consigue inculcar una cierta filosofía implícita de la filosofía que relega a un lugar inferior todo lo que pueda recordar la plebeia philosophia, como decía Cicerón, es decir, todas las doctrinas «vulgares», como el empirismo y el materialismo y, muy particularmente, las más vulgares de entre ellas: pensemos en los esfuerzos que varias generaciones de intelectuales han desplegado para poder salvar finalmente al marxismo de la «vulgaridad»…

Por otra parte, sería incomprensible la forma que toman tantos debates intelectuales si no se estuviese empapado de todo el sistema de oposiciones que los agentes han interiorizado inconscientemente y que organizan su pensamiento: las obras que mejor se prestan a dar materia a debates son las que visten con la moda actual temas eternizados por la rutina escolar, como naturaleza y cultura, teoría y práctica, necesidad y contingencia. En último término, lo mejor de lo mejor consiste en proponer una temática suficientemente «desfasada» en relación a la temática tradicional para «desmarcarse» sin, a pesar de ello, pisar en falso, lo que expondría a caer en el vacío.

Uno puede, por ejemplo, tocar, en un sentido polifónico muy firme, en los registros durante largo tiempo desafinados de la historia de la filosofía, de la filosofía de la historia, de la historia de las ciencias y de la filosofía de las ciencias para componer una filosofía de la historia de las ciencias que es simultáneamente una historia de la filosofía de las ciencias. Otro… Pero, ¿para qué jugar al juego de los retratos?

Otra receta del éxito intelectual consiste en «naturalizar» problemáticas o teorías importadas: así, hay intelectuales que juegan el papel de «héroes mediadores» de las mitologías y que reformulan según los cánones de la escuela (es decir, lo más a menudo, de la Ecole normale superieure) temáticas producidas en una tradición distinta. Otra receta -pero no se acabarían nunca-, se pueden producir conceptos que, en razón de su polisemia, permiten ser reinterpretados sin esfuerzo en los diferentes lenguajes teóricos de los que están provistos los intelectuales: es el caso del concepto de inconsciente, bien adecuadísimo para suscitar la discusión paradoxal sobre el trascendentalismo sin cogito trascendental, las cosas de la lógica y la lógica de las cosas, el pensamiento sin impensado y lo pensado sin sujeto pensante… En resumen, el funcionamiento de semejante sistema supone una institución capaz de producir individuos que dominen plenamente las reglas del juego y que estén plenamente decididos a jugarlo. La clase de filosofía, en su forma actual, consigue perfectamente asociar en la mente de los estudiantes el papel intelectual con la aptitud de dar respuestas totales y tajantes a problemas totales, donde el perfecto intelectual puede y debe tomar posiciones sobre todas las cosas, sobre la política, sobre la pintura, sobre la literatura, sobre la ciencia, etc. Las clases preparatorias a la Ecole normale superieure y la propia escuela no hacen más que elevar a la máxima potencia el entrenamiento al arte de determinar las opciones intelectuales en referencia a un sistema complejo de esperas y hacer de la habilidad en decepcionarlos el signo supremo del perfecto conocimiento de estas esperas.

O. H. – Toda sociología, ¿presupone, en su momento inicial, una ideología política?

P. B. – Creo que hay que formular la pregunta de otra manera. Lo que me sorprende es que el revolucionarismo y el objetivismo se concilian para reducir el problema de la objetividad en las ciencias del hombre al problema de la imparcialidad o del compromiso del estudioso para condenar al sociólogo a una elección, inevitablemente ética -o caracterial- entre la contestación utopista del orden establecido y la ética de la «neutralidad ética», simple pacto de no agresión con dicho orden. Si para ser objetivo, bastase expulsar de la práctica y del discurso sociológico todos los juicios de valor y si únicamente hubiera crítica del orden establecido por referencia a anti-valores, no quedaría más remedio que proseguir indefinidamente el intercambio ritualizado de polémicas entre adversarios que se utilizan recíprocamente como coartada: al tratar con una suspicacia previa e indiferenciada cualquier investigación que se limite a las exigencias de la prueba experimental, los irredentistas de la revolución inacabada o los teóricos de las manos limpias frecuentemente sólo pueden oponer a las constataciones de las encuestas empíricas, cuyas condiciones técnicas de producción ignoran altivamente, condenas o anatemas decisorios; por su parte, amparados en la ideología de la ciencia sin ideología, los servidores demasiado comedidos de la medida que ocultan bajo el ostentoso rigor de los procedimientos su adhesión empirista a lo dado tal como se da, es decir al orden establecido, se sienten autorizados a rechazar como ideológica cualquier construcción científica que niegue los presupuestos implícitos de su «ciencia sin presupuestos». El ideal de la neutralidad ética podría no ser más que la ortodoxia ideológica de un cuerpo de especialistas llevado por su posición en el campo intelectual a erigir su ideología profesional en teoría universal de la cientificidad. Especialistas de una ciencia contestada en su pretensión al rigor científico, los sociólogos competentes tienden a buscar, recurriendo a las técnicas más idóneas para testimoniar la especificidad de su oficio, el medio de manifestar ostensiblemente u ostentosamente la ruptura con el pasado teórico de la sociología europea, rechazada globalmente a los infiernos de la filosofía social. Y cuando pretender afirmar su originalidad como científicos, tanto en relación con las burocracias públicas y privadas (de las que reciben sus créditos y que constituyen la parte más deseada de su público) como en oposición a los intelectuales tradicionales que no titubean en colmar las ansias existenciales del gran público con discursos de ambición planetaria, los sociólogos que creen que una práctica formalmente irreprochable es en sí misma su propio fundamento teórico, buscan en el ideal de la «neutralidad ética» el sustituto de la ruptura con la ideología, que no han conseguido llegar a realizar en el terreno propiamente epistemológico.

De hecho, si, para repetir la frase de Bachelard, «sólo existe la ciencia de lo oculto», la ciencia de la sociedad es en sí misma crítica, sin que el científico que elija la ciencia haya tenido que elegir jamás la crítica. La polémica de la razón científica se distingue de la polémica de la razón ideológica en que sólo compromete valores en cuanto arranca al «orden social» hechos que, como suele decirse, hablan por sí mismos. Si el descubrimiento de lo oculto tiene siempre un efecto crítico, es que en este caso lo oculto es un secreto, y un secreto bien guardado, incluso cuando nadie está encargado de su custodia.

Y contribuye, en efecto, a la perpetuación de un «orden social» basado sobre el disimulo de los mecanismos más eficaces de su reproducción, y con ello sirve los intereses de quienes están interesados en la conservación de este orden. Quienes, en nombre del ideal ético de la neutralidad ética, se niegan a plantear a la sociedad los problemas que la harían problemática, traicionan a la ciencia al evitar que la sociedad se exponga a traicionarse, por miedo a desobedecer las reglas de buena conducta que rigen todavía las relaciones entre los miembros de la comunidad científica. Protender dar al sociólogo la elección de su relación con la sociedad, es ocultar que la ciencia social sólo puede alcanzar la ilusión de la neutralidad a cambio de ignorar los servicios que tanto sus omisiones como sus revelaciones prestan inevitablemente a quienes beneficia el «orden social» o a quienes esclaviza. Resulta significativo que cuando el investigador se interesa por las clases dirigentes tropieza constantemente con la barrera del silencio: descubre encuestas cuyos resultados jamás han sido publicados, documentos que desaparecen, etc., y basta con que haga públicos los secretos que ha conseguido sacar a la luz para ser acusado de partidismo ideológico. En fin, si debido a la relación privilegiada que la une a las fuerzas de conservación del orden establecido, la práctica sociológica, .al atribuirse la ideología de la ciencia sin ideología, puede plantear a la ciencia el problema de sus presupuestos ideológicos, es que la ideología dominante es capaz, como tal, de abandonar a la ciencia el peso de la demostración de su validez científica.

O. H. – ¿Cómo reacciona a la crítica que se le dirigió en les Temps Modernes porque dijo que los estudiantes no eran una clase social? Se le reprochó que tenía una posición «reaccionaria» porque si los estudiantes no son una clase social, pueden llegar a serlo, y por consiguiente es preciso abrirse hacia las posibilidades y no detenerse en lo real.

P. B. – Todo discurso pretendidamente sociológico tiene un efecto político, incluso por defecto, quiero decir por su ausencia o, cosa que corresponde más frecuentemente a la realidad, por su nada. Pero, ¿cuál es el efecto específico del discurso sociológico cuando existe en cuanto a tal, es decir cuando es verdadero? y, ¿hay que decir siempre la verdad sociológica? Yo creo que sí. Pero la crítica a que usted se refiere basta para mostrar que la posición del sociólogo en ejercicio no es muy cómoda: a los Herederos se les ha reprochado más a menudo el efecto inverso.

El sociólogo desenmascara y con ello interviene en las relaciones de fuerzas entre los grupos o las clases y puede incluso contribuir a modificar estas relaciones: así, por ejemplo, si bien es cierto que una de las funciones del sistema de enseñanza es contribuir a reproducir la estructura de las relaciones de clase, y que sólo puede realizar completamente esta función disimulando que la realiza e invistiéndose con las apariencias de la neutralidad, el mero desvelamiento científico puede tener como efecto transformar el funcionamiento de un mecanismo que debe una parte de su eficacia al hecho de que su eficacia es ignorada tanto por los que se benefician de ella como por aquellos que son sus víctimas. Pero los efectos del discurso desmitificador siguen dependiendo de la estructura de las relaciones de fuerza. Es posible, por ejemplo, imaginar que la transmisión del capital cultural que se operaba de manera «espontánea» y relativamente anárquica, tienda, en las franjas más «ilustradas» de la burguesía, a transformarse en una técnica de inculcación racional, consiguientemente más eficaz. De igual manera, cuando establecemos que los estudiantes no constituyen una clase social, o cuando muestro (en un libro en preparación sobre la crisis del sistema de enseñanza) que las tomas de posición de las diversas categorías de universitarios dependen muy estrechamente de sus intereses propiamente universitarios o, más precisamente, del grado en que la conservación o el aumento de su capital universitario está ligada a la perpetuación o a la transformación del sistema de enseñanza, el discurso científico ejerce de más a más, pero inevitablemente, un efecto que puede denominarse político, efecto que incluso puede parece asimétrico y desigualmente repartido en la medida en que los partidarios del cambio recurren preponderantemente a ideologías universalistas y generosas, más vulnerables, por consiguiente, que las ideologías conservadoras a la lectura reductora del sociólogo. En cualquier caso, me parece bien decir la verdad. ¿La sociología merecería una sola hora de esfuerzo si no existiera el premio de la toma de conciencia que puede provocar el desvelamiento?

O. H. – Estos problemas se resuelven por relaciones de fuerza: unos aceptan la fuerza, otros la combaten -se lucha con las mismas armas.

P. B. – El sociólogo solamente contribuye a la toma de conciencia: luego la gente actúa. Ya que uno de los principios de la eficacia de la ideología dominante está en el hecho de que no aparece en su verdad objetiva, el hecho de desvelar la verdad objetiva a partir de las relaciones de fuerza que encubre y a las que añade, por el mismo motivo, su propia fuerza, puede contribuir a quitarle una parte de su fuerza. Sin embargo, quizás no existe ningún discurso que no sea recuperable, ninguna fuerza simbólica que no pueda ser desviada de acuerdo con la estructura de las relaciones de fuerza. Es posible que las personas que ocupan la mejor posición en las relaciones de fuerza controlen por ese motivo los medios de desviar a favor propio las fuerzas simbólicas capaces de transformar las relaciones de fuerza devolviendo a los grupos y a las clases dominadas una parte de la fuerza de que han sido desposeídas gracias a la ignorancia de la verdad completa de estas relaciones.

O. H. – Pero ¿acaso este análisis de la toma de conciencia no conduce a plantear en términos nuevos el problema de las relaciones entre el conocimiento científico y la experiencia ingenua de lo social?

P. B. – Para responder brevemente, diré únicamente que toda teoría adecuada presupone una teoría de lo que se puede hacer con la teoría (y, entre otras cosas, de las condiciones sociales de posibilidad de esta práctica particular). Esta teoría de la teoría y de los límites de la teoría implicaría una teoría de la práctica como no-teoría. Pero, para ser más claro, recurriré a un ejemplo. Cuando el sociólogo habla de la función objetiva de una práctica o de una institución, se refiere a una función que no existe cómo tal para el agente y que sólo puede ser aprehendida desde afuera por un observador que deja de actuar lo social para pensarlo. Al dejar de analizar las características sociales y epistemológicas de la situación a partir de la cual es posible operar la construcción de la verdad objetiva de las prácticas, se corre el peligro de ignorar el problema de la relación entre la verdad objetiva y la verdad vivida de la práctica, y, por consiguiente, a tomar por verdad vivida la verdad teórica, en pocas palabras, a dar lo que aparece al observador provisionalmente emplazado fuera del juego social, por lo que aparece al agente mezclado en primera persona en este juego. Como muestra Maxime Chastaing en su Filosofía de Virginia Woolf, los novelistas más conscientes de la especificidad de su práctica se plantean explícitamente a propósito de la novela un problema que obsesiona toda la práctica del sociólogo: cuando el novelista describe a un borracho, ¿es la calle la que se mueve (punto de vista del borracho) o el borracho quien trastabillea (punto de vista del observador)? Por no plantearse el problema, la mayor parte de los sociólogos hablan como un observador borracho que describe a la vez la calle que se mueve y el borracho que trastabillea. El problema está en saber si la sociología puede ser algo más que una mera restitución de la experiencia vivida sin caer por ello en la perversión objetivista que consiste en situar, explícita o implícitamente, en la conciencia de los agentes el conocimiento teórico metódicamente construido contra esta experiencia, o en negar pura y simplemente a los agentes el dominio práctico que hace posible una acción objetivamente inteligible. Estos problemas que pueden parecer abstractos y ficticios se inscriben en el mismo centro de la práctica científica. Como se ha observado frecuentemente, el etnólogo goza de una situación epistemológicamente privilegiada: la situación de extranjero en la que se halla colocado implica en efecto la efectuación real (a grados diversos según el alejamiento cultural de la sociedad que estudia) de todas las rupturas que el sociólogo preocupado por no encerrarse en las ilusiones de la familiaridad debe operar por decisión de método. Sin embargo, condenado por la situación de indigencia en que se encuentra situado, frente a una experiencia del mundo social que desvela brutalmente su cara objetiva, el etnólogo se expone a olvidar que la experiencia a partir de la que constituye la ciencia de la sociedad es una experiencia anormal. No es casual que tantos etnólogos comparen la cultura a un mapa, comparación de extranjero que intenta orientarse en un país desconocido o más bien de cartógrafo que, a fuerza de observaciones, de medidas y de interrogaciones, consigue construir el modelo puro de todos los itinerarios posibles: el indígena tiene un dominio práctico de su universo familiar que, inscrito en las costumbres y ajustado directamente a las exigencias de la situación, no necesita objetivarse en una representación sistemática como la que proporciona un mapa geográfico o un plano, proyección abstracta e irreal .porque carece de centro privilegiado. En fin, las mismas condiciones que le llevan a una aprehensión objetivante tienden a impedir al etnólogo el acceso a la verdad total de esta aprehensión, lo que supondría que construyese la verdad de la experiencia indígena del mundo social, y al mismo tiempo la verdad de la experiencia objetiva de este mundo, como radicalmente distinta de la experiencia de familiaridad. Homero cuenta que cuando Ulises se despertó en la playa de Ítaca donde los marineros feacios le habían depositado mientras dormía, no reconoció en absoluto la tierra de sus antepasados, como si le hubiera bastado conocer la, situación de extranjero para convertirse en extranjero en su propio mundo: al sociólogo le cuesta el mismo trabajo reconocer el mundo natal al cual debe sustraerse porque sólo puede llegar a conocerlo convirtiéndolo en extranjero. Sin embargo, después -de un largo rodeo, debe volver a la experiencia primera y hacer la ciencia del dominio práctico, esta «docta ignorancia», y al mismo tiempo del conocimiento teórico y de sus límites. Creo que esta ciencia del conocimiento práctico y, más generalmente, del habitus como mediación entre las estructuras objetivas y la praxis, abunda en importantes consecuencias, tanto desde el punto de vista teórico cómo desde el punto de vista práctico.

[Publicada originalmente en la revista VH 101, Nº 2, "La théorie", 1970]

[Entrevista con Otto Hahn] En: AA.VV. La teoría. Barcelona, Anagrama, 1971, pp. 17-34; traducción de Carmen Artal.

http://sociologosplebeyos.com/2013/06/02/entrevista-a-pierre-bourdieu-la-teoria-sociologica/

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