La televisión como ideología
Theodor W. Adorno
Para completar las características formales de la televisión, dentro del sistema de la industria de la cultura, pasemos a examinar el contenido específico de sus presentaciones. Por de pronto cabe señalar que el contenido y la forma de presentación se encuentran tan ligados entre sí, que el uno puede aparecer por la otra y viceversa. Abstrayendo de la forma, como trivialmente puede realizarse en toda obra de arte, se prescinde de la medida propia de esa esfera, que no conoce de autonomía estética y que reemplaza la forma por el funcionamiento y la mera exhibición. El análisis del contenido de los libretos de televisión ha fracasado, pero es posible leerlos y estudiarlos mientras que el espectáculo pasa volando. Si se replicara que el fenómeno fugaz difícilmente puede producir todos los efectos que potencialmente resultan del análisis del libreto, cabría sostener que, como esas consecuencias están en gran medida previstas para el inconsciente, su poder sobre el espectador justamente se acrecienta con la forma de percepción, que impide rápidamente el control por el yo consciente. Además las características de que se trata nunca son las de un caso aislado traído a cuento, sino que integran un esquema. Se repiten innumerables veces. Los efectos planeados se han sedimentado en el ínterin.
El material recogido proviene de treinta y cuatro obras para televisión de diversos tipos y niveles. Para lograr, en sentido estadístico, una validez equivalente para su estudio, sería necesario someter al material rigurosamente a un muestreo por el azar, mientras que los estudios pilotos efectuados en realidad han tenido que contentarse con los libretos que se pudo obtener. Con todo, el grado de estandardización de toda la producción, así como la uniformidad que se da en todos los manuscritos hasta ahora leídos, permite prever que la investigación conducida según los criterios de un análisis de contenido, al modo norteamericano, podría completar las categorías hasta ahora extractadas, pero no revelaría básicamente ningún nuevo resultado. La promoción que efectúa en el New Yorker de Dallas W. Smythe ha hecho aún más verosímiles estas hipótesis.
Cabría pensar que lo corriente en Beverly Hills debiera estar por encima del promedio común. Los estudios se limitaron a obras para televisión. Se trata de obras que, en muchos respectos, son semejantes a películas de cine; como se sabe, una buena parte no eliminable de los programas de televisión son cubiertos con películas. La diferencia principal radica en la duración mucho más breve de las obras de televisión: en la mayoría de los casos, no sobrepasan el cuarto de hora, y a lo sumo, media hora. La calidad se ve afectada por la duración. El desarrollo cuidadoso de lo acción y de los personajes, factible en una película, es puesto de lado; todo debe presentarse en conjunto. La supuesta necesidad técnica, proveniente en realidad del sistema comercial, se beneficia con el recurso a estereotipos y con la parálisis ideológica, que la industria, por añadidura, cultiva so pretexto de proteger al público juvenil e infantil. Con respecto a las películas de cine, las obras de televisión están en la misma relación que los cuentos policiales con las novelas de detectives; el poco aliento de la forma misma está puesto al servicio de la cortedad de espíritu. Con todo, no debiera forzarse la índole propia de la producción televisiva, si es que no quiere convertírsela a su vez en una ideología. La similitud con las películas es prueba de la unidad de la industria de la cultura: es casi indiferente por donde se la aborde.
Las obras teatrales escritas para la televisión toman buena parte del tiempo de transmisión. La edición de diciembre de 1951 de “Los Angeles Televisión”, de Dallas W. Smythe y Angus Campbell, lanzada por la National Association of Educational Broadcasters informaba que los programas dramáticos constituían la mayoría. Se destinaba, en una semana cualquiera tomada como muestra, más de una cuarta parte de toda la programación a programas dramáticos “para adultos”. Durante las horas de la noche, es decir, durante el tiempo de transmisión más efectivo, la proporción se elevaba al 34,5 por ciento. Le seguían en orden las obras para niños. En Nueva York, las obras dramáticas para la televisión abarcaban el 47 por ciento de la producción total. Como en programas numéricamente tan importantes se advierten claramente aspectos del manejo socialpsicológico del público, que tampoco falta en programas de otro tipo, parece muy adecuado dedicar los estudios pilotos a ellos.
Para señalar cómo esos programas afectan a sus espectadores, corresponde recordar el conocido concepto de la multiplicidad de estratos estéticos: el hecho de que ninguna obra de arte comunica de manera unívoca y de por sí su contenido. Se trata siempre de algo complejo, que no puede ponerse estrictamente en un casillero y que sólo se abre en un proceso histórico. Con independencia de los análisis realizados en Beverly Hills, Hans Weigel, en Viena, comprobó que el cine, producto de una planificación comcercial, no conoce esa riqueza de estratos. Lo mismo pasa con la televisión. Pero sería demasiado optimista creer que la falta de riqueza estética ha sido reemplazada por la claridad informatoria. Más bien habría que decir que esa ambigüedad estética, o sus formas decadentes, es utilizada para sus propios fines por los productores. Buscan su propio provecho en la medida en que presentan al espectador varios estratos psicológicamente superpuestos, que recíprocamente se influyen, para obtener una meta única y racional para el promotor: el acrecentamiento del conformismo en el espectador y la fortificación del statu quo. Incansablemente se lanzan contra el espectador “mensajes” abiertos o encubiertos. Posiblemente estos últimos, por ser psicológicamente los más efectivos, tengan preeminencia en la planificación.
La heroína de una farsa de televisión perteneciente a una serie premiada por una organización de maestros, es una joven maestra. No sólo está mal pagada, sino que permanentemente tiene que sufrir las sanciones convencionales que le impone, conforme a los reglamentos, un director de escuela ridículamente inflado y autoritario. No tiene, pues, dinero y debe pasar hambre. La supuesta comicidad de la situación radica en que, mediante pequeñas argucias, consigue ser invitada a comer por todo tipo de conocidos, aunque siempre sin éxito final. Pareciera, por lo demás, que la mera mención del acto de comer fuera algo cómico para la industria de la cultura. En este humorismo y el pequeño sadismo de las situaciones penosas en que se encuentra la muchacha, radica todo el ingenio de la farsa; no intenta nada más ni trata de vender una idea. El mensaje oculto se encuentra en la visión que el libreto da de personas, seduciendo al público para que también las vea del mismo modo, sin advertirlo. La heroína conserva un ánimo feliz y tanta resistencia espiritual que ésas, sus buenas propiedades, aparecen como compensación de su destino desgraciado: se fomenta la identificación con ella. Todo lo que dice es siempre una broma. La farsa deja entender al espectador que, si conserva el humor, si mantiene el buen carácter, si es pronto de espíritu y encantador en el trato, no es necesario preocuparse demasiado por el salario de hambre que se cobra: ¡al fin, siempre serás lo que ya eres!
En otra farsa de la misma serie, una vieja señora excéntrica hace testar a su gato, designando herederos a un par de maestros, personajes de piezas anteriores. Cada uno de los herederos se deja seducir por la perspectiva abierta por el testamento y actúa como si realmente hubiera conocido al causante. Este se llama Mr. Casey, sin que los herederos presuntos sepan que se trata de un gato. Ninguno de ellos se aviene a reconocer que jamás ha visto a su benefactor. Más tarde, claro está, se descubre que la herencia carece de valor, pues consiste nada más que en juguetes para gatos. Al final, sin embargo, se descubre que la vieja señora había ocultado en cada juguete un billete de mil dólares, teniendo los herederos que revolcarse en un basural para no perder el dinero. La moraleja de la historia, que debe provocar la risa de los auditores, reside en principio en la barata sabiduría escéptica de que todos estamos dispuestos a hacer un poco de trampa cuando creemos que no se puede salir adelante de otro modo, junto con la advertencia de que no es bueno abandonarse a esos impulsos, para lo cual la ideología moralizante cuenta con la disposición de sus partidarios a saltar sobre la cuerda tan pronto se da la espalda. En todo ello se oculta, sin embargo, el menosprecio hacia el sueño universal cotidiano de la gran herencia inesperada. Según esa ideología corresponde ser realista; el que se abandona a los sueños, se hace sospechoso por haragán, vago y tramposo. Que ese mensaje no ha sido “puesto”, como reza el argumento apologético, en la farsa, se demuestra en cuanto algo semejante se reitera siempre. Así, por ejemplo, en una obra de vaqueros del oeste, alguien afirma de pronto que, tratándose de una gran herencia, siempre hay infamias en juego.
Una ambigüedad sintética semejante sólo funciona en un sistema lijo de relaciones. Cuando un sketch se llama El infierno del Dante; cuando su primera escena transcurre en un local nocturno de ese nombre, donde un hombre con sombrero está sentado sobre el bar y, a alguna distancia, una mujer de ojos vacíos y muy pintada, con las piernas cruzadas muy descubiertas, se sirve un cocktail doble, el espectador de televisión habituado sabe que puede esperar un asesinato a breve plazo. Si conociera el infierno del Dante, quizá pudiera sorprenderse; pero ve la obra según el esquema de un “drama criminal”, en el cual se preparan siempre hechos de violencia especialmente espantosos. Quizás la mujer en el bar no sea el delincuente principal, aunque su forma de vida libre hace pensar que sí; el héroe, que todavía no ha entrado, será salvado de una situación de la cual no hay salida, conforme a los criterios de la razón humana. Ciertamente, que esas exhibiciones no son referidas, por los espectadores ingeniosos, a la vida diaria, pero pese a ello quedan aferrados a las mismas, constriñendo a sus experiencias a permanecer idénticamente rígidas y mecánicas. Así aprenden que el crimen es cosa normal. Se agrega a ello que, según el romanticismo barato, siempre se unen a hechos misteriosos la imitación pedante de todos los ritos de la vida exterior; si, en el espectáculo, la forma de hacer un llamado telefónico difiriera del modo corriente, inmediatamente la estación recibiría cartas indignadas del mismo público que está dispuesto a aceptar con placer la ficción de que en cada esquina está al acecho un asesino. El pseudorrealismo que el esquema requiere, llena la vida empírica con un sentido falso, cuya falsedad el espectador difícilmente puede percibir, puesto que el local nocturno es enteramente igual al que conoce el espectador. Ese pseudorrealismo llega al detalle más ínfimo y lo pervierte. Inclusive el azar, que aparentemente estaría comprendido en el esquema, exhibe sus huellas en cuanto es puesto bajo la categoría abstracta del “azar cotidiano”; nada es más engañoso que cuando la televisión pretende hacer hablar a los hombres como en realidad hablan.
De los estereotipos que funcionan dentro de los esquemas, debiéndole su poder y, al mismo tiempo, creándolo, seleccionaremos algunos al azar; todos ellos ponen en claro la estructura básica. Una obra trataba de un dictador fascista, medio Mussolini, medio Perón, en el momento de su caída. Que la misma provenga de un levantamiento popular o de un golpe militar es cosa que el argumento no menciona, así como ninguna otra situación social o política. Todo es asunto privado; el dictador no pasa de ser un torpe rufián y maltrata a su secretario y a su mujer, idealizada toscamente; su contrario, un general, es el anterior amante de la mujer, que, pese a todo, se mantiene fiel a su marido. Finalmente ocurre que la brutalidad del dictador la obliga a huir, salvándola el general. El momento más rico de este drama de terror se da cuando la guardia, que el dictador tiene en el palacio, lo abandona tan pronto la hermosa mujer resuelve dejarlo. Nada puede verse de la dinámica objetiva de las dictaduras. Más bien, se suscita la impresión de que los estados totalitarios no son otra cosa que la consecuencia de defectos de carácter de políticos ambiciosos, debiéndose atribuir su destrucción a la nobleza de aquellos personajes con los cuales el público se identifica. Se intenta así una personalización infantil de la política. Claro está que, en el teatro, la política sólo puede ser encarada como la actuación de personajes. Pero entonces es necesario representar también cuáles son los efectos de los sistemas totalitarios con respecto a los que viven bajo ellos, en lugar de traer a escena una psicología cursi de héroes prominentes y villanos, ante cuyo poder y grandeza el espectador debiera tener respeto, aun cuando se los destruya como responsables de lo que han hecho.
Un principio preferido del humor por televisión enuncia que la muchacha bonita siempre tiene razón. La heroína de una serie de lujo de mucho éxito, es lo que Georg Legman denominó una bitch heroine, una heroína malvada a la que en Alemania, consideraríamos una perra. Actúa frente a su padre con indescriptible crueldad y falta de humanidad; su conducta, sin embargo, es racionalizada como “bromas ligeras”. Nunca, con todo, le pasa nada; lo que acaece a los personajes principales en la obra debe ser considerado por los espectadores según lo calculado, como un fallo objetivo de justicia. En otra obra, de una serie destinada al parecer a precaver al público de los estafadores, la muchacha bonita es una delincuente. Pero luego de haberse congraciado tanto, en las escenas iniciales con el público, no es posible defraudar al mismo; condenada a una dura pena de prisión, de inmediato es perdonada y tiene las mejores perspectivas de casarse justamente con su víctima, dado que siempre ha encontrado oportunidad de conservar luminosamente su pureza sexual. Piezas de este tenor incuestionablemente sirven confirmar como socialmente admitida una actitud parasitaria; se premia lo que, en psicoanálisis se denomina un carácter oral, una mezcla de dependencia y agresividad.
De ninguna manera es exagerada la interpretación psicoanalítica de los estereotipos culturales: estos dramas breves justamente coquetean, aprovechándose de la coyuntura, con el psicoanálisis. Es muy corriente el estereotipo del artista como un débil anormal, incapaz de ganarse la vida y algo ridículo, una especie de lisiado espiritual. El arte popular más agresivo de hoy se ha apropiado del estereotipo; adora al hombre fuerte, al hombre de acción y sugiere que los artistas son homosexuales. En una farsa aparece un muchacho, que no sólo debe exhibir una máscara de-imbecilidad, sino que, por añadidura, es presentado como poeta, huraño y, como ahora se dice en la jerga, “introvertido”. Está enamorado de una muchacha a quien los hombres enloquecen, pero demasiado tímida como para llevar adelante sus provocaciones. Según un principio básico de la industria de la cultura, los papeles de los sexos se invierten: la muchacha es la activa y el hombre está a la defensiva. La heroína de la pieza, que es otra distinta de la afecta a los hombres, cuenta a un amigo los amores del poeta imbécil. Al preguntársele de quién éste está enamorado, responde: “naturalmente, de una muchacha”; replicando el amigo: “¿Cómo, naturalmente? La vez pasada estuvo enamorado de una tortura que se llamaba Sam”. La industria de la cultura pasa por alto su moralismo tan pronto puede introducir chistes de doble sentido en relación con la imagen del intelectual que ella misma ha erigido. En innumerables oportunidades, demuestra el esquema de la televisión su lealtad al clima internacional de ant¡-intelectualismo. Pero la perversión de la verdad, la deformación ideológica no se limita de modo alguno al terreno de los incapaces irresponsables o de los cínicos taimados. La enfermedad no está en los individuos de malas intenciones, sino en el sistema mismo. De ahí que agreda también a todo aquel que, en cuanto se le permite, postula ambiciones superiores y pretende ser decente. Un libreto, seriamente preparado, retrataba a una actriz. La acción trataba de exponer cómo esa mujer joven, famosa y con éxito, curada de su narcisismo, podía convertirse en un ser humano de verdad y aprender lo que ignoraba, a amar. Esta meta le es propuesta por un joven intelectual -por excepción, pintado simpáticamente- que a su vez la ama. Escribe una pieza en que tiene que desempeñar el papel principal, y donde justamente su experiencia con el papel constituye una suerte de psicoterapia destinada a modificar su carácter y poner de lado los obstáculos psicológicos entre ambos. En ese papel, revive su hostilidad superficial, como también los impulsos nobles que, según el propósito de la obra, se encontrarían en ella latentes. Al alcanzar, conforme al modelo de la success story, un éxito triunfal, entra en conflicto con el dramaturgo, que actúa como una suerte de psicoanalista amateur, como en otras obras se dan detectives aficionados. Los conflictos son provocados por su “oposición” psicológica. El choque violento se produce después del estreno, al hacer la actriz ebria una escena histérico-exhibicionista. Por otra parte, tiene una hijita que hace educar en un internado, puesto que teme que sea perjudicial para su carrera el que se sepa que tiene hijos de alguna edad. La hija desearía volver a vivir con la madre, pero ésta le manifiesta que no lo desea. Huye entonces de la escuela y se lanza a remo al mar, durante una tormenta. La heroína y el dramaturgo corren en su auxilio. Nuevamente la actriz actúa imprudentemente y egocéntricamente. El dramaturgo, ante esa situación, se retira. La muchacha es salvada por un marinero alerta. La heroína sufre un colapso, abandona su oposición psicológica y se resuelve a amar. Finalmente, vuelve a reconquistar a su dramaturgo y formula una suerte de confesión religiosa.
El pseudorrealisrno de la obra no es de tipo tan sencillo, que pueda decirse que se introduzca de contrabando la aceptación del delito en la mente del público. Más bien, es la construcción misma de la trama la pseudorrealista. El proceso psicológico, expuesto ante la vista, es engañoso -phony, para decido en un término del slang norteamericano, que no tiene equivalente exacto. El psicoanálisis, o cualquier otro tipo de psicoterapia, es resumido y formulado en una forma que no sólo implica despreciar su práctica, sino que también configura una deformación de su sentido. La necesidad dramática de concentrar en una media hora prolongados procesos psicodinámicos, cuya discusión no podrían tolerar los productores, armoniza demasiado bien con la distorsión ideológica, que es servida por la pieza. Supuestas modificaciones profundas del individuo, una relación formada conforme al modelo, de la relación entre médico y paciente, son convertidas en fórmulas racionalistas e ilustradas con acciones simples y unívocas. Sé juega con todo tipo de rasgos de carácter, sin que nunca salga a luz lo decisivo, el origen inconsciente de esas características. La heroína, la “paciente”, desde un comienzo está en claro sobre sí misma. Esa limitación a lo superficial convierte a lo psicológico que debe presentarse, en una puerilidad. Las modificaciones centrales en el hombre aparecen como si todo consistiera en hacer frente a los “problemas” y en confiar en la mejor opinión de quien asiste: todo saldrá bien. Pero bajo la rutina psicológica y el “psicodrama” late, sin cambios, la vieja idea de la doma de la bravía: la del hombre fuerte y capaz de amor que supera la caprichosa actitud imprevisible de una mujer no madura. La invocación a la psicología profunda sirve únicamente para complacer a los espectadores en sus actitudes patriarcales preferidas, sin ser perturbados por complejos que entre tanto habrían sido mencionados. En lugar de permitir que la psicología de la heroína se manifieste concretamente, los dos protagonistas charlan, ellos mismos, sobre psicología.
Esta, en flagrante contradicción con todas las nuevas teorías, es colocada en el plano del yo consciente. No se toca nada de las dificultades que un “carácter fálico”, como el de la actriz, lleva consigo. De suerte que la pieza oculta al espectador el papel de la psicología. Este esperará justamente el opuesto contrario de sus intenciones, y así se reforzará aún más la ya muy extendida hostilidad contra una autorreflexión seria.
En especial, se ha desfigurado el pensamiento freudiano de la “transferencia”. El analista aficionado tiene que ser amante de la heroína. Su distanciamiento, pseudorrealistamente imitado de la técnica psicoanalítica se confunde con ese estereotipo vulgar de la industria de la cultura, según el cual todo hombre siempre tiene que estar en guardia contra las artes de seducción de las mujeres, conquistando únicamente a la que derrote. El psicoterapeuta se parece al hipnotizador, y la heroína responde al cliché del “yo individuo”. De pronto es un ser humano noble y amable, que solamente reprime sus sentimientos bajo la presión de alguna triste experiencia; otras veces es una mujerzuela egoísta, pretenciosa, como si ya no se supiera desde el principio qué excelente fondo va a mostrar a la postre. No es de maravillarse, pues, que en tales condiciones la curación se produzca velozmente. Apenas comienza la heroína a desempeñar el papel de una mujer egoísta, que la que se debe identificar para encontrar al llamado “su mejor yo”, que ella misma se modifica por su relación con el papel. Es superfluo recurrir a recuerdos obscenos de la niñez. En la medida en que la pieza permite vislumbrar con qué pie firme se levantan las últimas novedades de la cura de almas, recurre a conceptos completamente estáticos, rígidos. Los hombres son como son y los cambios que deban sufrir sólo consisten en sacar afuera lo que ya son de antemano, como su “naturaleza”. Así se hace patente el mensaje oculto de la pieza, en oposición al expreso. Hacia afuera, trata de representaciones psicodinámicas; en verdad, se limita a una psicología convencional en blanco y negro, según la cual las características de los individuos ya están dadas de una vez para siempre y, como propiedades físicas, no se modifican, sino que sólo se revelan oportunamente.
No se trata, con todo, de una información científica errónea, sino que es asunto que afecta la substancia misma de la pieza. Puesto que la naturaleza de la heroína, que tiene que salir a luz, al hacerse ella consciente de sí misma mediante su desempeño del papel, no es otra cosa que su conciencia. Mientras la psicología postula un super-yo, como formación reactiva ante los impulsos reprimidos del id, en la obra esos impulsos, como el despliegue crudo de instintos que la heroína exhibe en esa escena, se convierten en un fenómeno exterior, y el super-yo es reprimido. Puede replicarse que psicológicamente se dan casos semejantes: una ambivalencia entre un carácter instintivo y obsesivo. Pero de tal cosa ni se habla en la obra. Se limita a referir las oscilaciones sentimentales de una persona, buena de corazón, pero que oculta su frágil intimidad bajo una armadura de egoísmo. En la escena que falta -aquella en que se harían frente ambos yo de la heroína, al contemplarse en el espejo-, su inconsciente es equiparado torpemente a la a la ética convencional y a la represión de sus instintos, en lugar de dejar que sean los instintos mismos los que broten a la superficie. Sólo su conciencia es la sorprendida. En sentido literal, se efectúa algo así como un “psicoanálisis” al revés: la obra llega a prestigiar los mecanismos de represión, cuyo esclarecimiento justamente se trata de lograr mediante los procedimientos que la obra pretende exponer. Pero así, el mensaje transmitido se modifica. Aparentemente se enseña a los espectadores teorías sobre cómo se debe amar, sin preocuparse por la cuestión de si tal cosa puede enseñarse; y también, que no debe pensar en términos materiales, mientras que desde Jenny Treibel, la novela de Fontane, sabemos que aquellas personas que tienen en la boca ideales sin reservas, son justamente aquellas para las cuales el dinero está por sobre todas las cosas. En verdad, se inculca al espectador algo muy distinto que esas opiniones banales y discutibles, pero, de alguna suerte, innocuas. La pieza sirve para calumniar a toda individualidad y autonomía. Uno debe “entregarse”, y no tanto al amor, como al respeto de aquello que la sociedad espera conforme a sus propias reglas de juego. A la heroína se le imputa, como pecado capital, el pretender ser ella misma; así lo afirma. Pero tal cosa no es admisible: es necesario enseñarle buenas costumbres, “quebrarla”, al modo como se doma un caballo. Su educador, en su gran discurso contra el materialismo, le echa a la cara, como argumento más poderoso, característicamente el concepto de poder. Le recomienda la “necesidad de salvar los valores del espíritu en un mundo materialista”, pero para designar a esos “valores” no encuentra términos más adecuados que referirse a la existencia de un poder “más grande que nosotros y que nuestro egoísmo pequeño y soberbio”. De todas las ideas traídas a cuento en la pieza, la de poder es la única que se concreta, y ello como bruta fuerza física. Cuando la heroína, para salvar a su hija, salta a un bote, su querido médico espiritual la abofetea, siguiendo aquella firme tradición para curar a los histéricos, mientras se le permite seguir haciendo sus caprichos, que sólo son considerados fantasías, La heroína también se rinde al final y resuelve mejorar y querer curarse. Esa es la prueba de su cambio.
Por gruesamente que en tales productos, lo malo y falso esté expuesto en la superficie, no por ello es posible evitar el entrar en su interior y, aún contra lo deseado, tomarlos en serio. Puesto que no aterra a la industria de la cultura el que nada en sus productos pueda tomarse en serio, salvo como mercadería y entretenimiento. De ello ha hecho, desde hace tiempo, parte de su propia ideología. Entre los libretos analizados hay varios que juegan con el conocimiento de ser estéticamente despreciables, engañando al espectador en cuanto no pueden llegar a creerlo tan tonto; de alguna manera se le hace crédito de confianza, halagando su vanidad intelectual. Pero no puede decirse que un hecho despreciable sea mejor, por admitir serlo, y, en consecuencia, correspondería más bien hacer el honor al abuso cometido, tomándolo por su palabra de que pretende infiltrar en el auditor. No hay en ello peligro alguno de que se sancione excesivamente el ejemplo tomado como caso, puesto que cada uno de ellos es pars pro toto, y permite no sólo la referencia al sistema, sino que la exige. Frente al todopoderío de éste, las propuestas de mejoramiento en los detalles tienen algo de ingenuo. La ideología está tan hábilmente integrada a la masa del mecanismo, que cualquier propuesta puede ser puesta de lado como utópica, técnicamente inaceptable y poco práctica. La idiotez del todo reposa en el sano buen sentido de los individuos. No deben sobreestimarse las posibilidades de modificaciones de buena voluntad. La industria de la cultura se encuentra demasiado fundamentalmente comprometida con intereses más poderosos como para admitir que los esfuerzos honestos que se efectúen en su terreno puedan llevar muy lejos. Con un repertorio inagotable de fundamentos, puede justificar su actuación pública, o discutirla triunfalmente. Lo falso y malo atrae magnéticamente a sus beneficiarios, y aun los subalternos adquieren finura de espíritu, mucho más allá de sus posibilidades espirituales, cuando se trata de buscar argumentos a favor de aquéllos que en su fuero íntimo saben que es una falsedad. La ideología procrea sus propios ideólogos, las polémicas, los puntos de vista: tiene grandes posibilidades de poder mantenerse en vida. Tampoco corresponde regodearse en el derrotismo y dejarse aterrorizar por toda tentación interesada hacia lo positivo, que por lo general sólo pretende cambiar la situación. Por de pronto, es mucho más importante tomar conciencia del carácter ideológico de la televisión, y ello no sólo por parte de los que están del lado de la producción, sino sobre todo por parte del público.
Justamente en Alemania, donde las transmisiones no son controladas directamente por intereses económicos, cabe tener alguna esperanza de las tentativas de esclarecimiento. Si la ideología, que se sirve siempre de un número limitado de ideas y subterfugios, es puesta a un nivel inferior, puede ser que se constituya contra ella una oposición abierta a dejarse llevar por la nariz, por contrario que ello sea a las disposiciones socialmente inducidas de innumerables oyentes partidarios de la ideología. Podría pensarse en una especie de vacunación del público contra la ideología propagada por la televisión y sus formas emparentadas. Ello supone, por cierto, investigaciones mucho más extensas. Tendrían que concretarse en normas socialpsicológicas para la producción. En lugar de perseguir, como se suele, a los órganos de autocontrol con agresiones e insultos, los productores debieran tener cuidado en suprimir esas sugerencias y estereotipos, que conducen, según el juicio de muchos sociólogos, psicólogos y educadores, responsables e independientes, a la idiotización, la invalidez psicológica y al oscurecimiento ideológico del público. No es, pues, tan utópico el preocuparse por la implantación de esas normas, como pueda parecer a primera vista, ya que la televisión como ideología no es simplemente cosa de la mala voluntad, ni quizás tampoco asunto de incompetencia de los participantes, sino un producto del antiespíritu objetivo. Con innumerables mecanismos domina hasta a los productores. Un número importante de ellos reconoce la perversión de todo el asunto, quizás no siempre mediante conceptos teóricos, pero sí quizás a través de su sensibilidad estética, sometiéndose sólo bajo la presión económica; por lo general, cabe advertir cuán grande es la mala voluntad existente, al establecer contactos con escritores, directores y actores. Sólo la empresa que realiza el negocio y sus lacayos proclaman la existencia de una humana consideración hacia la clientela. Si hay una ciencia que, sin tratarlos de imbéciles y sin despacharlos con vanos ascensos administrativos, sino poniéndose a investigar la ideología misma, respalde a los artistas que son considerados por la industria como infantes en andadores, éstos quizás podrían adquirir un rango mejor frente a sus jefes y controles. Va de suyo que las normas socialpsicológicas no tienen que prescribir qué deba hacer la televisión. Pero como siempre, las pautas de lo negativo no estarían lejos de lo positivo.
En: ADORNO, Theodor W. Intervenciones. Nueve modelos de crítica.
Caracas, Monte Ávila Editores, 1969, traducción de Roberto J. Vernengo, pp. 75-89.
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