Los ecos y los brujos
Por: William Ospina
Durante siglos la literatura fue un hecho colectivo, en el que no importaba mucho quién había inventado las cosas, porque se sabía que todo lo escribe o lo dicta el espíritu.
Los numerosos libros de la Biblia tienen cada uno su autor, pero el estilo semejante hace verosímil la tesis de que el autor es uno solo, un espíritu omnipresente dueño de hondas sabidurías. No sabemos si Homero concibió sus obras como las conocemos o si el rapsoda ciego al que llamamos así tejió hace 29 siglos unos poemas que después las generaciones fueron puliendo y mejorando hasta que los petrificó la escritura.
En la antigüedad no sólo era aceptable sino necesario que un texto actual derivara de uno anterior; parecía una inmodestia pretender ser del todo original. Lo noble, lo respetable, era que un autor se inspirara en versos de Virgilio o de Lucrecio, en pensamientos de Ovidio o de Séneca. Muchos versos famosos son variaciones de versos antiguos y hay poetas de tiempos recientes, como Ezra Pound o T. S. Eliot, que tienen la costumbre de utilizar fragmentos clásicos como punto de partida o como parte de sus composiciones.
Durante siglos a Homero sólo se conoció en Occidente a través de versiones latinas. Desde que la traducción se convirtió en el puente natural entre culturas y tradiciones, las obras aprendieron a acomodarse a la sensibilidad de otros pueblos, porque muchas veces el traductor de un texto no trata tanto de reconstruir la atmósfera mental del mundo de origen, cuanto de hacerlo familiar para sus destinatarios. Quién sabe hoy cuán oriental sonará Homero para quien lee traducciones al chino, cuán ruso se habrá vuelto Flaubert a la orilla del Volga, cuán llenas de Whitman estarán las traducciones de Anacreonte, así como entre nosotros la traducción de Virgilio que hizo Miguel Antonio Caro vació la Roma antigua en el molde de las octavas reales del Renacimiento. Virgilio terminaba siendo influido por Tasso y por Ariosto.
En estos tiempos nuestros se habla mucho de plagios, porque hemos llegado a la época en que la propiedad privada lo gobierna todo; pero no hay que confundir el robo descarado y literal de páginas enteras, con el arte viejo y seguramente eterno de inspirarse en otros autores para escribir, de dejarse influir por otros libros para inventar los propios e incluso el arte de tejer variaciones sobre textos previos y ajenos.
Figuran como poemas de Quevedo algunas de sus traducciones de los sonetos de Joachim du Bellay, como el hermoso poema A Roma, del que también hizo una traducción, tan buena como la de Quevedo, el maestro Andrés Holguín. La verdad es que los traductores no necesariamente son traidores cuando alteran el original: más de una vez puede ocurrir que lo mejoren. Bien dijo Borges que la obra terminada no es más que una metáfora del cansancio, que muchas obras podrían ser técnicamente mejoradas, e incluso inventó una teoría muy atractiva: contra la tesis de que una obra buena es aquella que no puede ser modificada, se atrevió a decir que un poema bueno es aquel que puede ser mejorado, porque a un poema malo no lo mejora nadie.
Debe ser muy difícil ahora publicar sin permiso algún texto de Borges, e incluso puede parecer blasfematorio tomar un texto suyo y reescribirlo, pero él nos dejó un buen ejemplo de desdén por esos melindres cuando tomó del libro El Conde Lucanor, del Infante Juan Manuel, un cuento llamado “De lo que contesció a un deán de Santiago con don Illán el mágico que moraba en Toledo”, y conservando minuciosamente la trama, modernizando el vocabulario y haciendo leves alteraciones a la sintaxis, lo convirtió en uno de los más clásicos textos borgianos: “El brujo postergado”, que firmado por Borges figura en uno de sus libros.
Es evidente que lo hizo con toda la intención de propiciar un debate profundo sobre las influencias, la inspiración, las atribuciones, la propiedad de los textos, la identificación con un autor y muchos temas sustanciales de la literatura. Conviene invocar ese ejemplo cada vez que resurge el escabroso tema de los plagios, para poner en su sitio la pretensión, a veces primaria, de legislar sobre aventuras estéticas y experimentos literarios, y volver los caminos del arte un asunto de tribunales y de policía.
Borges llevó su reflexión al extremo de proponer, con toda seriedad, que basta atribuir una obra a otro autor (por ejemplo la Imitación de Cristo a James Joyce) para modificar su sentido, y ese es el tema regocijante y profundo de su relato Pierre Menard, autor del Quijote.
Pero llevó más lejos su rebeldía frente a las supersticiones de la crítica, y frente a los límites demasiado estrechos de la propiedad intelectual. Una de sus obras favoritas era La vida de Robert Browning, de Chesterton, un alto tratado de arte poética. Alguien le contó que Chesterton había citado de memoria todos los versos de Browning que utilizaba allí como ejemplos. Al revisar la obra, los editores advirtieron que las inexactitudes eran muchas: la memoria de Chesterton había alterado los versos. Dicen que cuando le propusieron restituir los textos originales, Chesterton exhaló el gemido de un elefante moribundo, y los autorizó a reemplazarlos.
Al saber esto, Borges exclamó con desencanto: “Qué desgracia. Ahora nos quedamos sin saber cómo mejoró la memoria de Chesterton los versos de Browning”.
* William Ospina
0 comentarios:
Publicar un comentario